Microcuentos y fragmentos de Enrique Páez
Microtales and some fragments by Enrique Páez

 

   

 

 

Microcuentos (Ed. Taller de Escritura, Madrid)

 

Disciplina

No sabes quién ha sido el cerdo que se ha tirado el eructo mientras escribías en la pizarra, pero esos mocosos de mierda no se van a reír de ti, así que ordenas que se pongan en fila por orden de lista, hombro con hombro, que levanten la cabeza, que miren al frente, y que crucen las manos a la espalda. Preguntas, pero no responden. No quieren dar la cara. Ahora están callados, y sabes que te temen. Alguno de estos cobardes está a punto de llorar, pero no acabará el curso sin que hayas hecho de ellos unos hombres de provecho. Antes de empezar te frotas las manos para calentarlas. Notas que una pequeña erección te crece bajo el hábito. Es la santa ira, te dices. Te acercas a un extremo de la fila y empiezas a repartir bofetadas desde Aznar hasta Zaplana.

 

 

La otra vida

Cada día, cuando se despierta, Bruno Avendaño, un profesor de autoescuela casado y con dos hijas, descubre que se ha convertido en una nueva persona: un adolescente de 16 años en conflicto con su primera novia; una anciana huraña encerrada en un asilo; un inmigrante sin papeles en una chabola de las afueras; un enfermo terminal en el pabellón de oncología; una violinista en una orquesta de cámara centroeuropea... Cada día, antes de desayunar, Bruno se entera por la decoración del lugar, el interior de los armarios, y los datos que le ofrecen los que le rodean, de quién es él en cada ocasión; y no le extraña que nadie se extrañe, porque todos andamos medios dormidos nada más despertarnos. Bruno ya está casi acostumbrado. Siempre ha sido así, aunque nunca le ha tocado ser Bruno, profesor de autoescuela. Y nadie lo sabe, excepto su mujer y sus hijas, con las que se encuentra cada noche, cuando está dormido.

 

 

Tiempo muerto

La aguja infectada buscó la pupila de su ojo y se hundió en él perforando el globo hasta alcanzar la masa cerebral. Una vez allí descargó la anestesia y paralizó la actividad mental durante al menos tres horas. Una zarpa de acero le atenazaba el cráneo y le obligaba a mantener los párpados abiertos. Vio un arroyo de tiempo enfangado que desaparecía detrás del zapatero. Cuando la jeringuilla le hubo arrebatado todo el tiempo disponible, consiguió arrancarse la aguja. Logró levantarse del sofá y huyó por el pasillo rumbo al dormitorio, aunque antes de quedarse dormido se prometió a sí mismo nunca más volver a encender la televisión sin motivo.

 

 

El lector sensible

Un lector aprensivo lee un libro sobre un hombre asustadizo que lee un libro el cual trata de un hombre muy impresionable que lee un libro. Cuando casi está llegando al final del libro, el lector aprensivo que está leyendo el libro sobre el hombre asustadizo que lee un libro, se suicida por culpa del libro que está leyendo. Esto sobrecoge al personaje asustadizo del libro que está también leyendo un libro de un hombre impresionable que lee un libro, y también se descerraja un tiro antes de acabar de leer su libro; por lo que el libro queda siempre inacabado, en un limbo de espejos perplejos, como de sobra ha demostrado ya la lingüística del texto.

 

 

Comisaría

Sueño que me torturan, que me arrojan por la ventana del quinto piso de una comisaría y caigo al vacío. Me golpeo contra el suelo y sé que no estoy muerto, pero tengo demasiados huesos rotos como para poder levantarme. La humedad de la cara debe de ser sangre caliente, pero me despierto y reconozco a Bongo, mi peludo husky, que me lame el rostro tras caerme de la cama. La misma pesadilla de siempre. Me relajo y respiro hondo. Con los ojos cerrados noto una especie de lluvia caliente sobre mi cara. Qué extraño. Abro los ojos y veo a cuatro policías orinando sobre mí. Me espabilo del todo y reconozco por fin el patio interior de la comisaría.

 

 

Génesis de una nueva especie

Al principio empezó a comerse las uñas. Era algo inconsciente, automático. Luego siguió con los pellejos, las pieles duras y los padrastros. Tal vez fuera el hambre, o tal vez solo capricho, pero no podía dejar de hacerlo. A veces se hizo sangre, pero chupaba el líquido caliente y poco a poco la llaga cicatrizaba. Un día, esperando un autobús que nunca llegó, se comió sin querer un dedo, la mano, el brazo, y el cuerpo entero. Cuando quiso darse cuenta se había dado la vuelta a sí mismo. Desde entonces no necesitó más alimento. Acababa de nacer el catoblepas.

 

 

La Odisea II

Ulises sigue buscando las playas de Itaca. Han pasado 28 siglos desde que perdió el rumbo. De vez en cuando le parece que ha llegado, que está de nuevo en la tierra prometida, pero Eolo hace que la patera vuelque, y Poseidón disfrazado de patrulla costera lo recoje y lo devuelve al origen, al mundo perdido, otra vez lejos de Itaca.

 

 

Historia de amor

Aquella ballena se enamoró del hidroavión que llevaba y traía cartas y alimentos a los científicos de la base austral. El hidroavión no dijo nada, pero a su manera también la amaba. Andrew Schultz, el piloto, dijo que no lo sabía, pero tras el accidente, ya en el hospital, horas después de que un helicóptero lo rescatara de entre los pingüinos, jura que vio a los amantes danzando felices bajo el iceberg.

 


El club del camaleón (inicio de la novela, Ed. Bruño, Madrid)

 

Pablo estaba coloreando una de las últimas fotos cuando sonó el teléfono. Se levantó tan rápido que tropezó con la pata de la mesa y salpicó una gran gota de acuarela líquida sobre el mantel. Alrededor de un núcleo rojísimo se formó una diminuta constelación de cometas y satélites. "Sería bonito si no fuera por la bronca que me van a echar", pensó Pablo.

— ¿Quién es...?

Hello! ¿Está Pablo?

— Soy yo. ¿Eres James?

— Sí. Oye, Koldo y Félix nos esperan en el Club a las cinco. ¿Puedes venir?

— Claro. A las cinco.

— Y no te olvides otra vez del walkie-talkie — recordó James.

Tras colgar, Pablo se quedó unos instantes paralizado en el sofá, con un pincel carmesí entre los dedos. No pensaba en nada. Simplemente parecía como si los segundos se le escaparan del cuerpo, absorbidos por un agujero transparente. Su padre le decía que aún tenía que poner en hora su reloj de adolescente, y que por eso el tiempo gastaba extrañas bromas. Con trece años la vida se hace muchas veces cuesta arriba. También había momentos en los que notaba una lagartija subiéndole de la rodilla al pecho, y tenía que salir a la calle con su perro Sirio a echar una carrera en bici.

 

 

 

 

Abdel (inicio de la novela, Ed. SM, Madrid)

 

Vivo en un cementerio, aunque no soy un muerto. Tampoco el enterrador. Soy un hijo del desierto escondido entre las tumbas de Marbella. Puede que la situación suene graciosa, pero no lo es en absoluto. Mi padre está en la cárcel. Yo soy menor de edad en un país extranjero, inmigrante ilegal, y sin documentos que me identifiquen. La policía me busca. Una banda de traficantes de droga me busca. Si alguno de ellos me encuentra estaremos perdidos, mi padre y yo.

Estamos en el mes de julio, así que al menos no hace demasiado frío por las noches. No tengo más ropa que la que llevo puesta. Tengo hambre. Apenas he comido desde hace tres días. También tengo miedo. Mucho miedo. Y no sólo a que me encuentren, sino porque el hecho de dormir junto a un montón de cadáveres no es lo que yo llamaría pasar unas buenas vacaciones. No me gusta estar aquí, pero no puedo abandonar a mi padre. Él confía en mí, estoy seguro. Yo soy el único que puede ayudarle, aunque no sepa cómo. De momento, mientras lo pienso, me refugio en este extraño mausoleo de la familia Ponce Santamaría. ¿A que no es nada divertido?

Ahora tengo mucho tiempo libre. Esto es un contrasentido, ya lo sé, porque de libre tiene poco. Quiero decir que me sobran horas durante el día. Me sobran todas las horas. No oscurece hasta bien pasadas las nueve y media de la noche, y no puedo arriesgarme a salir de mi escondite a la luz del sol, con toda la gente husmeando por ahí. Alguna noche el hambre me ha obligado a salir de mi encierro para buscar comida. Aunque este es un país muy fértil, he tenido serias dificultades para encontrar algo que echarme a la boca. No me arriesgo a bajar a la ciudad. No es fácil pasar desapercibido en un país extranjero.

Vivo como las lechuzas y los buhos, pero mucho más aburrido. La soledad no me asusta, porque crecí en el desierto, pero echo de menos los espacios abiertos. En un lugar cerrado el tiempo transcurre más despacio, y como tiempo es algo que no me va a faltar, entretengo mis horas lentas escribiendo. La honda, este cuaderno y un bolígrafo es lo único que pude salvar en mi huida, y gracias a que lo llevaba encima. Pero empezaré por el principio.

Nací en alguna parte del desierto, en una jaima o tienda de una caravana de tuaregs que se dirigía a Hauza, según me contaron muchas veces. Desciendo de una larga familia beréber, y mi padre, Yasir Muhbahar, era uno de los hombres más respetados de la tribu. Aquí, en cambio, no es nadie. Tal vez no debimos salir del Sáhara, por muy mal que nos fueran allí las cosas.

— La democracia europea es el paraíso de la libertad. Empezaremos una nueva vida en España — me dijo antes de emprender el viaje.

[…]

Los tuaregs somos un pueblo nómada, y nos movemos de acá para allá con rebaños de ovejas y cabras. Vivimos en un mar de arena llamado Sáhara, en donde en lugar de islas hay pozos y oasis. Navegamos a lomos de caballos y camellos. Hay quienes nos llaman los hombres azules , porque los mantos teñidos con los que nos cubrimos del sol van coloreando nuestra piel poco a poco. Las fronteras, esas líneas de rayas y puntos que separan los países, no existen en la realidad. El Sáhara es un sólo desierto, una misma arena que no entiende de rayas ni de mapas.

 

 


Un secuestro de película (inicio de la novela, Ed. SM, Madrid)

 

Juanjo dudó unos instantes. Le gustaba esa sensación de sentirse importante. Un tesoro es un tesoro, y no debe ser mostrado de cualquier manera.

— ¿Seguro que quieres verlo? — tentó una vez más.

— Me voy a casa de Bea. Hemos quedado allí con Laura para estudiar -mintió Esther como último recurso mientras se ponía en pie.

— De acuerdo — cedió al fin Juanjo, a sabiendas de que su hermana no tenía una cita con nadie — , espérame aquí.

Esther trataba de disimular su curiosidad creciente tarareando en voz baja una canción. Los misterios podían con ella, aunque fuera absurdos o cosas de niños, como los que habitualmente le proporcionaba Juanjo. Antes de que se diera cuenta se había comido dos uñas. Su hermano apareció en ese momento con una caja de zapatos entre las manos.

— Aquí está. Con esto podremos hacernos millonarios — dijo con la cara iluminada.

— ¿Tú crees? — Esther se preparó mentalmente para una nueva decepción. Había perdido dos uñas por nada —. Yo sólo veo una caja vieja llena de agujeros.

Sordo a las ironías de su hermana, Juanjo abrió la caja lentamente, como el que abre por primera vez el sarcófago de una momia egipcia. Esther se asomó al interior y vio una selva de hojas de morera poblada por una infinidad de gusanos blancos agitándose en movimientos ondulantes.

— ¡Qué asco! ¿De dónde has sacado esos bichos? ¿Cómo se te ocurre traer eso a casa? — Esther estaba poco menos que horrorizada.

— Son gusanos de seda, idiota. De seda, ¿comprendes? Estos bichos, como tú los llamas, fabrican el hilo más caro del mundo. No tienes ni idea — Juanjo estaba herido en lo más profundo de su orgullo.

— En cuanto llegue mamá los tendrás que tirar. No creo que le guste la idea de tener gusanos con Martita en casa, estate seguro — Esther se divertía ahora haciéndole rabiar.

Juanjo se quedó reflexionando mientras cerraba la caja. No había pensado en esa posibilidad. Su tesoro ahora estaba amenazado por la incomprensión.

 

 


Renata y el mago Pintón (inicio de la novela, Ed. SM, Madrid)

 

El mago Leonardo Pintón se despertó en mitad de la noche con la sensación de que algo raro le pasaba. Encendió una vela, se puso a cuatro patas y miró debajo de la cama. Los seis gatos negros seguían dormidos como si nada. Se asomó a la puerta y le tiró una piedra a Jacinto, el búho de la bruja Gertrudis. Le ponía de muy mal humor que estuviera todas las noches espiando tras el árbol seco que estaba junto al pozo.

Jacinto soltó una risita burlona y no se movió de su puesto de vigilancia. La piedra pasó de largo sin rozarlo, rebotó en el tronco del chopo y regresó a la casa del mago, rompiendo el cristal de una ventana.

—He vuelto a fallar. Me estoy haciendo viejo —dijo Pintón.

Se lavó la cara con polvo de arena y se miró en el espejo de plata. Con mucha paciencia contó tres veces los pelos de su barba y los multiplicó por las arrugas de su frente. El número que obtuvo no coincidía con el del décimo de lotería que guardaba en el armario ropero.

El asunto se complicaba. Por fin, con el pincel mágico probó a transformar un pulpo en una berenjena, pero en su lugar apareció un gato negro.

—Siete ya son demasiados gatos. Estoy harto. Me iré a descansar a una isla del Caribe, a tomar el sol y buscar algún remedio que me devuelva mis facultades.

La noticia de la partida del mago Pintón se extendió por los alrededores con la velocidad del aire. Los militares y los banqueros respiraron aliviados. Ellos sólo veían la vida de color gris, y estaban cansados de los experimentos multicolores de Pintón. Le tenían miedo, aunque sabían que nunca había hecho daño a nadie.

—Ojalá se lo coma un tiburón —decían frotándose las manos.

El resto de los habitantes, como siempre, apenas prestó atención a las noticias. Tenían demasiadas preocupaciones como para fijarse en las idas y venidas del mago. Sólo les interesaba el fútbol y los concursos bobos que emitían a diario por televisión.

Leonardo Pintón guardó sus frascos, sus murciélagos y su ropa en siete maletas, acomodó a los siete gatos debajo del gorro y se sentó en el jardín a esperar a Renata, sobrina de la bruja Gertrudis. Sabía que vendría, y había decidido dejarle un regalo antes de salir de viaje.

 


La olimpiada de los animales (inicio de la novela, Ed. Panamericana, Bogotá)

 

A Damián, el camaleón, le temblaban los ojos telescópicos y las garras mientras abría la carta que le había entregado Herminia, la golondrina-cartero. Damián hacía esfuerzos por disimular los nervios, pero desde que la golondrina le entregó la carta, su cola comenzó a moverse de forma intermitente, como si estuviera fuera de control. Y había motivos para ello, porque el sobre llevaba en su exterior un sello con la inconfundible huella de Pancracio, el mismísimo Rey de la Selva.

Herminia se quedó esperando por si Damián tenía que dar alguna respuesta urgente para el palacio. No era fácil saberlo. El camaleón ocultaba el mensaje del rey con todo su cuerpo. Tenía la cabeza casi hundida en el papel, y cambiaba de color a cada línea que leía.

—¿Qué, buenas noticias? —preguntó al fin la golondrina-cartero, incapaz ya de aguantar la intriga.

—Excelentes, gracias. Ya las conocerá usted a su debido tiempo —contestó Damián poniendo cara de misterio, como cuando trabajó de espía en la Guerra de las Tres Selvas.

—¿Debo llevar alguna respuesta al león Pancracio? —preguntó, como última posibilidad, la golondrina.

—No hay respuesta para Su Majestad —respondió el camaleón con una sonrisa torcida.

Herminia se colgó al hombro el saco de correos con el resto de la correspondencia, sacudió las plumas y se alejó de allí. No había podido enterarse del contenido de la carta real, y eso le daba mucha rabia. A ella le tocaba llevar las noticias de un lado para otro del bosque, y sin embargo casi siempre era la última en enterarse. No había derecho.

—¡Qué antipático! No sé ni cómo se atreve a mirarse al espejo con esa cara de viejo arrugado —dijo cuando estuvo segura de que Damián no la oía.

 

 


120 kilos (inicio de la novela)

 

Nací poco después de cumplir 16 años dentro de una peluquería que está a cincuenta metros de mi casa. La peluquería de Sandra, en la que cualquiera puede encontrar a mi madre haciéndose mechas todos los jueves por la tarde. El día de mi nacimiento era jueves, y mi madre estaba enchufada al secador eléctrico del fondo. Aunque me siga llamando Camilo, desde entonces mi vida es otra. No puedo decir que haya cambiado, porque eso no es nada. Quiero decir que ese día nací, porque ese jueves descubrí a Vania. Fue de golpe. El universo estalló en un big bang cegador que me dejó temblando en mitad de la peluquería sin que mi madre se diera cuenta. Eso tampoco es raro, porque ella casi nunca se da cuenta de nada, y mi nacimiento no iba a ser una excepción.

Mi vida anterior, sin Vania, no puede llamarse vida. No sabría cómo llamarla. Una mierda. Un bostezo. Una espera deshabitada. No voy a ponerme ahora en plan poeta, así que lo dejamos en que era una mierda. O que, simplemente, no era. Eso es: no era. Antes de Vania, nada. Y después, todo Vania. Los infinitos átomos del mundo, los planetas, las galaxias innumerables se llaman Vania. Con solo pronunciar su nombre se me queman los labios, me salen llagas de ternura. ¿Lo ves? Hasta me pongo a hablar de forma rara. Eso es Vania.

La vi posando en las páginas interiores de Cosmopolitan , y la revista estaba en manos de una foca que jamás debería ensuciar con sus dedos pringosos el papel de la foto de Vania. Yo aún no sabía que se llamaba Vania, solo me quedé hechizado en una décima de segundo ante la aparición de aquella belleza que me dejó mudo, feliz y asustado al mismo tiempo. De pronto el universo, la vida, la evolución de las especies tenía un objetivo: ella. ¿Y qué hacía yo en la peluquería de Sandra? Acababa de entrar para sacarle a mi madre dos euros con los que comprar una palmera de chocolate gigante, de esas que hay que sujetar con las dos manos, porque el hambre me daba mordiscos en el estómago, y ya no tenía fuerzas ni para subir los cuatro pisos que me separaban de la nevera de casa. Cuatro pisos son muchos pisos si se pesan 120 kilos. Los míos. 120 kilos de carne y grasa, y un poco de hueso, supongo, en lo más profundo. Mover esta cantidad de carne desgasta mucho, y tengo que reponer fuerzas a menudo. Al que diga que exagero, quiero que le cuelguen una mochila de 120 kilos a la espalda y que la lleve encima todo el día, a ver si cansa o no cansa.

 

 


Cuatro muertes para Lidia (inicio de la novela, Ed. Bruño, Paralelo Cero, 2012)

 

Mamá no regresó nunca de Punta Lanza. No pudo. Papá me dijo que no fuera tonta, que tenía que ser fuerte y cuidar de Carlos, que yo ya no era una niña, y que muy pronto todos volveríamos a estar juntos otra vez en algún rincón cerca del mar, al otro lado de las montañas. El fuego y las ratas tenían rodeado el pueblo. El puente que atravesaba el barranco de Tejina se había hundido la semana anterior, y con él la única carretera que llegaba a Cerro Bermejo. Estábamos aislados. La única forma de escapar era arriesgarse a un largo descenso a través de la Garganta buitrera que desemboca en el páramo de la Laguna seca. El fuego desatado en el valle subía sin descanso, como una soga corrediza que ahogaba a la montaña misma, desde el antiguo pantano hacia los restos de casas donde apenas quedábamos vivos veinte o treinta vecinos.

El círculo de fuego y humo, que ya estaba a menos de dos kilómetros de casa, se cerraba también alrededor de nuestras gargantas, y apenas nos dejaba respirar. Y huyendo del fuego, subían las ratas, un infinito ejército de ratas hambrientas. Qué asco me daban. Parecía que eran los únicos animales que iban a sobrevivir en ese mundo que agonizaba, porque se habían multiplicado por más de mil, mientras las demás especies desaparecían sin dejar rastro. Al menos por allí, donde vivíamos desde hacía más de cuatro generaciones. Tampoco sabíamos qué había pasado al otro lado del mar, nadie había regresado para contarlo. Mal asunto. Nuestros vecinos, los Camacho y los Brihuega, dijeron que ya tenían demasiados años como para salir corriendo, y decidieron quedarse a morir en sus casas, abrazados a sus recuerdos. Son ellos los que nos prestaron las bicicletas para escapar de Cerro Bermejo. A cambio solo nos pidieron que nos lleváramos una carta de despedida para sus nietos, si es que alguna vez los encontrábamos. Por si estuvieran vivos. Ellos eran ya muy mayores, estaban cansados, y no tenían ganas de seguir luchando, pero nosotros teníamos que reunirnos con mamá, y no íbamos a rendirnos. Esto fue lo que me dijo papá:

—Mamá nos está esperando, Lidia. Tenemos que encontrarla.

 

 


Pacto de sangre (inicio de la novela)

 

Supongo que además de muerta, yo estaba dormida, porque recuerdo la descarga eléctrica. Un calambrazo como una lanza atravesándome de parte a parte. Eso fue lo que me despertó. Un latigazo de 300 julios, sordo y desagradable, que creció desde el interior de mi cuerpo, de adentro afuera, sacudiéndome los dientes, el esternón, los huesos, los nervios y la piel. Quise gritar, pero la voz se me quedó enterrada en la garganta, y un hilo de aire apenas rozó mis cuerdas vocales. No puedo saber cuánto tiempo llevaba sin respirar, ni desde cuándo mi corazón había dejado de latir.

Escuché una respiración fatigada junto a mí, y noté una membrana fría que me palpaba el pecho. Me dio vergüenza saber que alguien ajeno tocaba mi pecho desnudo. Cosas del pudor. Al principio me quedé desconcertada, pero pronto deduje que debía de ser el fonendo del médico que me atendía.

—Cardiorreversión no superada. Nada que hacer —dijo casi como si me hablara al oído.

Vaya palabreja, cardiorreversión. Los médicos son como los pavos reales, que se hinchan el pecho antes de atacar. No sé si lo hacen para darse importancia o para defenderse, pero el caso es que se les llena la boca con cardiorreversión, inmunodeficiente o mucoalveolar para cerrar la boca del paciente antes de que proteste.

—¿Disculpe?... —oí balbucear a una voz femenina, la de alguna enfermera que estaba detrás del doctor.

El médico respiraba con cierta dificultad, tal vez por un mal hábito de fumar todo el tabaco que le negaba a los pacientes. Noté su aliento repelente, una mezcla de alcohol fermentado y cierto olor a podrido. Debía de tener más de una muela picada. Casi me alegré de no poder abrir los ojos. No era esa la última imagen que me querría llevar de mi vida finalizada, ni la primera de mi muerte recién estrenada. Aunque su voz era rasposa y grave, debía de ser un médico principiante, porque le costaba articular el párrafo de oficio. Imaginé que siempre habría un cierto sentido de culpa al pronunciar las últimas palabras:

—Enfermera, anote, hora de la muerte, veintitrés cuarenta y cinco. Paciente, Malena Calero Huertas, diecisiete años. Joder, pero si solo es una cría.

Incluso a mí me sacudió un escalofrío y se me hizo un nudo en el estómago al escuchar mi nombre unido a la hora de mi muerte. Las doce menos cuarto de la noche. La exactitud me impresionó. Fin de la historia. En esos momentos supe que, en adelante, siempre sería de noche. Una oscuridad sin fin, sin amanecer y sin tiempo. Al menos sin el tiempo del reloj, tal y como transcurría en el infierno de los que aún seguían vivos. Lo había conseguido. Sonreí sin mover los labios. Al fin me encontraba al otro lado. Estaba muerta.

 


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