Oscuridad |
Javier Arranz |
Un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies. Se acurrucó aún más y sintió cómo le dolía todo el cuerpo. Abrió los ojos pero no vio nada. Sólo había oscuridad a su alrededor. Volvió a sentir frío. Se palpó los muslos, el abdomen y el pecho y se dio cuenta de que estaba desnudo. Se incorporó de un salto. Volvió a recorrer su cuerpo con las manos, abriendo los ojos desmesuradamente. El constante repiqueteo de una gota de agua resonaba por todas partes. Se tapó el sexo con las manos. Bajo sus pies sintió el contacto de la tierra fría. Estiró los brazos, sus manos se encontraron con una pared. Le pareció que era de piedra, con algunas partes blandas que creyó que podían ser musgo. Giró rápidamente y apoyó su espalda contra la roca. Se sacudió la arena que tenía pegada en los brazos y las piernas. Movió la cabeza hacia todos lados con los ojos muy abiertos. No logró ver nada. De nuevo tapó su sexo con las manos. Giró la cabeza, orientando su oreja derecha hacia el frente. Sólo podía percibir el persistente goteo y su entrecortada respiración. Un pegajoso olor a húmedo le hizo pensar que se encontraba en una especie de sótano. Intentó gritar pero ningún sonido salió de su boca. Le dolió la garganta; la tenía seca y le escocía. Intentó recordar qué había pasado antes de despertarse, cómo había llegado ahí. No pudo. No recordaba nada anterior a ese despertar. Sin embargo, tenía la sensación de haber hecho eso mismo miles de veces. Por alguna razón no sentía pánico. Su garganta, seca y dolorida, pedía un poco de agua. Por más que estiraba el cuello no lograba ubicar la procedencia del goteo. El ruido resonaba por todas partes. Decidió investigar el lugar en busca de alguna salida. Se puso de cara a la pared, retiró las manos de su sexo y, tocando la superficie rugosa de las piedras, comenzó a andar con cuidado hacia la derecha. Tres pasos después encontró un rincón. Decidió marcar ese primer ángulo. Se agachó y apiló un poco de tierra. Siguió hacia la derecha, contando sus pasos. De pronto, oyó un grito. Su cuerpo se convulsionó por un instante y se agachó cubriéndose la cabeza con las manos. Comenzó a llorar. «¿Qué está pasando?, ¿qué me está pasando?», pensó. Se dejó caer al suelo y continuó sollozando. Cerró los ojos. Un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies. Se acurrucó aún más y sintió cómo le dolía todo el cuerpo. Abrió los ojos pero no vio nada. Sólo había oscuridad a su alrededor. Volvió a sentir frío. Se palpó los muslos, el abdomen y el pecho y se dio cuenta de que estaba desnudo. Se incorporó de un salto. El constante repiqueteo de la gota de agua le hizo recordar dónde estaba. El sonido de su estómago interrumpió por un momento al de la gota. Se sacudió la arena que tenía pegada al cuerpo. Se golpeó con fuerza, el frío le había penetrado hasta los huesos. Buscó la pared con una mano, mientras con la otra cubría su sexo. Había olvidado los pasos que dio desde el primer rincón. Se colocó de cara a la roca. Apoyó sus palmas sobre la piedra y volvió hacia la izquierda. La superficie rugosa hería las yemas de sus dedos. Llegó al rincón, se agachó y palpó el suelo, pero no encontró el montoncito de tierra. Pensó que quizás no lo había hecho suficientemente grande. Esta vez apiló más tierra en el rincón, orinó el poco líquido que le quedaba en el cuerpo sobre ella y echó más arena formando un montón más compacto. El olor de la orina se mezcló con el de la humedad. Puso las manos en la pared y comenzó a contar los pasos hacia la derecha. Cuatro pasos más tarde llegó al segundo rincón. Se detuvo. Casi no sentía los dedos de los pies, golpeó sus muslos con las manos y después sus brazos. El vacío de su estómago le hacía encogerse, mientras el ácido olor de la orina mezclado con la dulzona humedad le producía ganas de vomitar. Se apoyó contra la pared. Le dolían los dedos. Continuó contando pasos. Cuatro. Estaba ante otro rincón. Un grito rompió el repiqueteo del agua. Se colocó las manos en los oídos y apretó con fuerza. Se concentró en los rincones y los pasos. «Este es el tercer ángulo y son cuatro pasos de uno a otro», pensó. Se sentó en el suelo. Se encontraba débil. Cerró los ojos. Un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies. Se acurrucó aún más y sintió cómo le dolía todo el cuerpo. Abrió los ojos pero no vio nada. Sólo había oscuridad a su alrededor. Volvió a sentir frío. Notaba su lengua hinchada y la garganta seca. El vientre se le encogía convulsivamente. Sus músculos estaban entumecidos. Un sonido casi imperceptible se mezcló con la constante gota de agua. Movió lentamente la cabeza. Le pareció que algo estaba arrastrándose por la tierra. Lanzó su mano derecha y lo cogió. Juntó las palmas de sus manos, ahuecándolas, dejando que aquel bicho se moviera dentro de ellas. Le hacía cosquillas. Otro pinchazo en el vientre le hizo doblarse. Pensó que había capturado una cucaracha. Intentó incorporarse pero se encontraba demasiado débil para ponerse de pie. Se sentó apoyando la espalda contra la pared. Encogió las piernas para proteger su sexo. El olor de la orina que no sabía cuánto tiempo antes había hecho, era ahora mucho más patente. Otro pinchazo agarrotó su estómago. Se acercó las manos a la cara. Dentro se removía la cucaracha. De un rápido movimiento introdujo el bicho en su boca. Apretó los puños y mordió. Un crujido inundó todo el espacio y una sustancia viscosa y ácida se esparció por su boca. Intentó tragar pero no pudo. Una arcada convulsionó su cuerpo y vomitó. Su estómago vacío sólo expulsó bilis. El jugo amarillento y caliente empapó su pierna derecha. Comenzó a llorar. Se puso de rodillas y, sollozando, palpó la roca en busca de algún saliente. Se apoyó sobre las palmas, evitando tocar la rugosa piedra con los dedos que le ardían como si estuvieran en carne viva. Logró ponerse de pie. Estaba en el tercer rincón. Movió un pie hacia la derecha, luego el otro. Cuatro pasos. Llegó al cuarto rincón. Recostó la cabeza y la espalda sobre la pared. El agotamiento y la debilidad le impedían pensar con claridad. «Si esto fuera un cuadrado el próximo rincón sería el primero» pensó. La gota seguía cayendo en algún lugar que todavía no había logrado situar. Pasó el pulgar por las yemas de sus dedos. Las notó despellejadas. Su cabeza estaba apoyada contra una de las partes blandas de la roca. La giró, abrió la boca y arrancó con los dientes un pedazo de musgo. Casi sin masticarlo lo tragó. Intentó arrancar más trozos con las manos, pero sus dedos estaban demasiado débiles y lastimados. Dio unos mordiscos más y se dirigió hacia el siguiente rincón. Cuatro pasos. Se agachó y palpó el suelo pero no encontró su montón de arena. Otro grito le sobresaltó. «¿Esos gritos? Tiene que haber más gente encerrada aquí», pensó. Volvió a tocar la tierra, moviendo sus manos con rapidez. «No puede ser», se dijo, «cuatro pasos de rincón a rincón, ángulos rectos, cuatro esquinas». Despegó la cara de la pared. Tenía el cuerpo revuelto. No podía soportar el denso y almizclado olor de su vómito. Se sentó y se dejó llevar por el constante, monótono e hipnótico goteo. Cerró los ojos. Un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies. Se acurrucó aún más y sintió cómo le dolía todo el cuerpo. Abrió los ojos pero no vio nada. Le ardía la garganta. La gota le recordó que aún no había bebido. Recordó también que no había encontrado su montón de arena. El olor del vómito que aún permanecía le hizo estremecer al recordar la cucaracha. Otro grito resonó en aquel lugar. Esta vez no se sobresaltó. Escupió la arena que se le había metido en la boca mientras dormía. Su cuerpo estaba impregnado de tierra pero no se la quitó, pensó que así se protegía un poco del frío. Apoyó las palmas en el suelo y estiró los brazos. Temblaban bajo el peso de su cuerpo. Movió las piernas y se puso de rodillas. Palpó la roca en busca de algún saliente y se irguió del todo quedándose de cara a la pared. Sentía que el frío había penetrado dentro de él. Golpeó sus brazos y su pecho con la poca fuerza que le quedaba. Acercó la cara a la pared y mordió el musgo. Decidió abandonar la roca. Iba a andar hacia el centro. Se giró y apoyó la espalda contra la piedra. Colocó las manos delante de su sexo. Durante unos segundos se mantuvo inmóvil. Sus labios ajados esbozaron una leve sonrisa y retiró sus manos. Arrastró su pie derecho hacia adelante. Un paso. Sin dejar de tocar la roca juntó el pie izquierdo con el derecho. Se equilibró. Estiró los brazos. El camino parecía libre. Arrastró otra vez el pie derecho. La arena del suelo hería sus plantas que ya estaban tan despellejadas como los dedos de sus manos. Volvió a equilibrarse y avanzar, equilibrarse y avanzar, equilibrarse... cinco pasos, seis, siete. De pronto se asustó. Giró hacia todos lados, hiriéndose más profundamente los pies. Levantó los brazos e intentó gritar. No pudo. Se llevó la manos a la cara y comenzó a llorar. Sintió que se encontraba perdido en medio de la nada. Sin ninguna posibilidad de escapar. Podría estar toda su vida recorriendo paredes que no le valdría de nada, porque no había puertas, ni ventanas..., nada. Otro grito interrumpió su llanto. Deseó morir y acabar de una vez. Cerró los ojos. Un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies. Tanteó su alrededor con la mano. No encontró la pared. El interminable goteo taladraba sus oídos. Escupió la arena que se le había metido en la boca. Apoyó su cuerpo sobre los codos. Arrastró sus piernas hacia delante hasta ponerse de rodillas. Tensó sus brazos que temblaban ante su peso. Avanzó su pie derecho hasta posar totalmente la planta en el suelo. Apoyó sus manos en la rodilla. Irguió el tronco y avanzó la pierna izquierda. Se puso de pie. Echó los brazos hacia delante. El camino parecía libre. Dio un paso... |