Las sombras de una noche |
Ignacio Ayerbe García |
A Inés, por haberme mostrado lo que es la felicidad. Gracias, Niña Linda. Mis abuelos vivían en ese Madrid antiguo y con la cara sucia de las calles del centro, en ese entramado donde una vida pueblerina se sectorizaba por barrios como emulando a aldeas que estuviesen muy juntas las unas de las otras. Parecía, por la vida de los pequeños comercios, de las tascas y de los párrocos de aquellas calles, que la gente no podía acostumbrarse a la ciudad y reconstruían sus vidas de provincias en pequeños cachitos de aquel Madrid enorme y vivaz. Sólo los jóvenes parecíamos querer cubrirlo todo de un vistazo y nos daba igual juntarnos con los de aquel barrio o aquel otro. Eran los años del Elefante Blanco donde íbamos a meter mano a las chicas, de los cines de estreno en la Gran Vía donde te cobraban 70 céntimos por la entrada. La casa de mis abuelos, en la calle del Pez, siempre olía a guisado de verduras. Y, ya desde la escalera de madera que chirriaba siempre a la altura del segundo piso como si fuera a desplomarse, podía escuchar a mi abuelo gritando por cualquier motivo. Al entrar en casa me encontraba a mi abuela con los ojos húmedos, pasándose un pañuelo bajo una nariz enorme que siempre parecía tener congestionada. Quizá por eso nunca se preocupó del olor de aquella casa; aunque no lo sé, la verdad. Como tampoco llegué a saber nunca por qué se quejaba tanto mi abuelo. Tenía mi habitación al final de un largo pasillo cubierto de baldosas rojas y verdes y en él siempre reinaba un ordenado desorden de apuntes, libros y cómics. Aunque tenía una ventana que daba a la calle y por la que entraba el sol buena parte de la tarde, mi mesa de estudio estaba situada bajo la ventana que daba al patio interior. A la derecha, junto a la puerta, tenía un calendario, obsequio de una fábrica de colchones, que siempre permaneció en la página de noviembre de 1963. Es en aquella habitación, en las noches de invierno y frente a los libros sobre los que fingía estudiar mi carrera de Historia, donde se concentran los recuerdos más nítidos de aquella época. A eso de las once, mi abuela, con el pañuelo hecho un gurruño en la mano, llamaba un par de veces a la puerta y se adentraba en mi cuarto para darme un beso antes de acostarse. Luego, tras su marcha, el silencio llenaba la casa como si la noche tomara al asalto cada rincón. Era entonces cuando yo cerraba mis libros, apartaba la mesa, y me ponía mi abrigo y mis guantes tras abrir la ventana. Me sentaba en el quicio, con los pies sobre la mesa y fumando un cigarrillo tras otro de tabaco negro. Allí apoyado podía adentrarme en las vidas de los vecinos y en sus actividades nocturnas a través del bullicio sin sonidos del patio interior. Podía ver a Manuel sentado tras su televisor en color, que en realidad sólo ofrecía imágenes en tonos verdosos, mientras se hurgaba la nariz, y a Carmen, en la cocina, fregando los cacharros o escuchando la radio mientras cosía algún botón. Podía ver a David, sólo iluminado por la luz de luna que se filtraba, jugando con sus muñecos cuando ya debía estar durmiendo. También estaba Julia, en el sillón, sentada sobre las piernas leyendo novelas de Corín Tellado. Y Rosa, a la que pude ver ponerse el camisón más de una vez, intentando ocultar su oronda desnudez de ella misma, sin echarse un vistazo jamás en el proceso de desvestirse. Paco y Carmina también formaban parte de todo aquel espectáculo, siempre riendo y jugando a ser enamorados con más de sesenta años. Y estaba Natalia. Natalia y su amante de la cicatriz. La primera noche que les vi a ambos llegar al descansillo del segundo piso del edificio que había frente al mío, era tarde. La mayor parte de las luces del patio interior ya estaban apagadas y sólo Carmen seguía con su radio y sus botones en la cocina. Yo estaba medio adormilado, fumando uno de mis últimos cigarrillos, cuando la luz del descansillo se encendió llamando mi atención. Pude ver a Natalia y a un hombre con una gran cicatriz en el mentón hablando junto a la escalera. Ella de cuando en cuando reía y se cubría la boca con una mano. Poco antes de que ella desapareciera en su casa, él la atrajo hacia sí y la beso con dulzura, brevemente. Ella pareció sorprenderse y, sin decir nada, desapareció dentro de la casa. Me quedé mirando la escena vacía, con el hombre perdiéndose escalera abajo y la puerta cerrándose, cuando el automático de la luz saltó y todo se llenó de oscuridad. Las noches siguientes se repitió la llegada de ambos cuando ya era tarde y ella parecía seguir sorprendiéndose cuando, al despedirse, él la besaba brevemente. Yo, desde mi ventana, soportando el frío, me imaginaba con una gran cicatriz cruzando mi mentón. A mediados de enero, jugando a esquivar copos de nieve con la punta de mi cigarrillo y sentado en mi ventana, la situación no siguió el mismo orden. Aquella noche ella no se cubrió la boca sonriente y no hubo beso de despedida. Natalia desapareció tras la puerta y el hombre de la cicatriz se quedó mirando la puerta vacía hasta que el automático de la luz volvió a saltar y él se perdió por la escalera. Mi cigarrillo entre tanto se había apagado con un copo de nieve. Una noche más tarde, Paco y Carmina discutieron y no jugaron a hacerse cosquillas de camino a su cuarto. Natalia y su amante tampoco aparecieron en el descansillo de la escalera. Yo seguí fumando y viendo un partido de la selección en la verdosa televisión de Manuel, que se jugaba en algún país extranjero. Varios días más tarde, cuando todas mis esperanzas con respecto a Natalia y a su amante se habían desvanecido, la escena volvió a repetirse. Ella sonrió de nuevo cubriéndose la boca con una mano estilizada y él la besó brevemente. Pensé que todo había vuelto a su cauce, que la rutina de los amantes se seguiría repitiendo durante varios días hasta que otra discusión volviera a separarles pero, antes de adentrarse en su casa, Natalia volvió a salir y en esa ocasión ella le besó a él. Ambos se quedaron mirando con las caras muy juntas, sin hablar, y las manos de él ascendieron desde la cintura hasta los pechos de Natalia, cubriéndolos suavemente. Ella sonrió y se pegó contra la pared. Él la besó. Ella le abrazó y con una mano le acarició el cuello y la nuca. La luz del automático saltó y sólo pude ver dos sombras amándose rítmicamente. Aquella noche, antes de que Natalia abriera la puerta de su casa y él se perdiera por la escalera, Madrid se cubrió de lluvia. Desde mi ventana y desde mis cigarrillos pude ver el agua descendiendo por los cristales del descansillo que aparecían empañados. En las noches siguientes, volvieron a encontrarse y a acariciarse mientras yo les observaba hasta que el automático de la luz volvía a saltar, hasta que la oscuridad les robaba los cuerpos y los amantes se convertían en sombras de una noche. Y les observé la noche siguiente también, y las otras, las muchas otras que siguieron, hasta que no se vieron más en aquel descansillo. Al invierno siguió la primavera, y luego en el verano casi no paraba en mi ventana por las noches. El otoño y el comienzo de las clases me ocuparon mucho tiempo y para cuando llegó el invierno pude volver a mi ritual: a mis cigarrillos, mi abrigo y mis guantes, sentado en el quicio de la ventana y con los pies apoyados en la mesa. Creo que en algún momento del verano escuché que Natalia se había casado y se había ido a vivir fuera de Madrid, aunque no puedo acordarme bien. De aquel verano sólo recuerdo con nitidez como me caí una noche oscura allí donde la escalera siempre chirriaba, a la altura del segundo piso de casa de mis abuelos. Caí con todo mi peso sobre uno de los escalones y perdí un par de dientes en el impacto. Me tuvieron que dar una sutura de varios puntos en el mentón y desde entonces una cicatriz me cruza la barbilla de lado a lado. De Natalia, ni siquiera ahora ese recuerdo que les he contado me parece cierto. Sólo sé que noche tras noche seguí esperando que los amantes aparecieran en el segundo piso del edificio frente al mío y, aunque nunca más volví a verles. Me gusta pensar que siguen ahí, amándose rítmicamente fundidos con la oscuridad, amándose hasta no poder verles por no ser más que las sombras de una noche. |