Vía reservada

 Javier Ballesteros


En realidad yo siempre he tenido paciencia esperando en el metro, pero aquel día tenía prisa y el tren no llegaba. Yo estaba tranquilamente mirando la profundidad del túnel, adivinando el resplandor que antecede al tren. Un viejo, quiero decir, un hombre de considerable edad, que estaba más cerca del borde, se acercó muy despacio, barriendo el suelo con sus zapatillas a cuadros y rayándolo con su bastón.

—Perdone, joven —me dijo.

Lo de joven me molestó, no he vivido tantos años para que me confundan con un jovencito.

—Perdone que le moleste, ya sé que ustedes los jóvenes tienen mucha prisa y no pueden perder tiempo con viejos como yo, pero si pudiera prestarme algo de su juventud y hacerme un pequeño favor, estoy seguro de que se conservará joven mucho más tiempo.

Al principio creí que se estaba riendo de mí. Ya a la edad de veinte años mis amigos y familiares me acusaban de parecer un niño. Pensé en llamarle momia podrida, pero aquel pobre viejo, quiero decir pobre hombre en avanzado estado de madurez, me pareció tan frágil con ese cuerpo esquelético y tan inofensivo como mi abuelo durmiendo, que tan solo le dije:

—¿Viejo usted? Mi padre era un viejo a los cincuenta, y usted parece un siglo mayor.

Pero él continuó entreteniéndome:

—No tema, para cuando llegue el tren ya habremos acabado. Ya sé que no es su problema, pero mis hijos me han echado de casa.

—¿De eso se queja? Yo tiré a mi perro por un acantilado. Pero Paco, el del bar, me puede conseguir un cachorro cuando quiera.

—Verá usted, ninguno de mis tres hijos tiene sitio en su casa, y para dejarme en la parcela dicen que de un fin de semana al otro nadie puede quedarse conmigo.

—Les comprendo, habitar la parcela durante toda la semana la deja inapropiada para las visitas. Yo sólo dejaba allí al perro, una semana, dos semanas, un mes, a veces más tiempo. ¿Se da cuenta de lo terrible que sería dejar a mi padre allí solo tanto tiempo? Al volver con mis amigos, ¿cómo iba a explicarles el desorden?

—Yo no tengo a donde ir, por eso he venido. Pero soy tan viejo que las fuerzas me han abandonado, y me falta valor. Si usted pudiera ayudarme, yo no puedo solo.

—Una historia muy bonita, pero no le voy a comprar nada.

—¿Podría empujarme debajo del tren?

Primero pensé en hacerle ver que no le había entendido, a pesar de que lo que me pedía llevaba rato queriendo hacerlo. Pero a mí no me gusta interrumpir cuando me están hablando, y él no paraba de hablar. Y si le hacía repetir toda la historia no llegaría nunca el momento de hacerlo.

—Verá, abuelo, llevo aquí esperando unos cinco minutos, de los cuales usted ha ocupado la mayor parte. Pues bien, ¿se puede imaginar el tiempo que tardaría en salir el tren con su cuerpo esparcido entre las vías? Seguramente usted no ha pensado en ello, pero pasarían tantas horas que cerrarían la estación y toda la línea. Lo siento, pero no puedo perder tanto tiempo.

—No se preocupe, usted es joven, y yo no peso mucho.

—Si yo ni siquiera ayudo a un ciego a cruzar la calle, ¿por qué iba a hacer una excepción con usted?

Pero aquel viejo, quiero decir hombre a punto de caducar, insistía. Si no hubiera tenido tanta prisa enseguida habría terminado con la conversación. Pero en ese momento me venía muy mal.

Tal vez pensó que yo era sordo, porque se acercó más, puso su mano en mi hombro y estiró su cuerpo, hasta el punto de que no quedó ni uno solo de sus huesos sin crujir, pegando su cara a la mía. Entonces abrió la boca. El aire que expulsó era tan denso que tuve dificultades para respirar. El olor fue espantoso, como restos de cadáver en los neumáticos del coche de un cliente de mi empresa de seguros, un día de lluvia. Era el mismo que desprendían las chuletas de la barbacoa de mi hermano, en su piscina-restaurante del pueblo de Paco, el del bar. Aún peor, cuando éste último se acercaba masticando a mi cara.

—¡Quita, Paco!, ¡Quita, viejo!

Estiré mi brazo para apartar aquella tumba abierta. En realidad casi ni le había rozado cuando empezó a mover brazos y piernas nerviosamente. Nadie hubiera adivinado su edad al ver ese cuerpo en plena actividad motriz. En unos segundos llegó hasta el borde del andén y desapareció dejando una nube de polvo. Impresionado por la agilidad con que se había caído, me asomé para felicitarle. Su cuerpo estaba completamente extendido. Su cabeza se acomodaba junto a la vía, pero había algo raro en su cara. Su cráneo se había plegado y debía tener suelta la mandíbula, porque ésta se había adelantado y descansaba ahora sobre su pecho. El pliegue acentuaba más su sonrisa y sus gafas se habían colocado en la punta de la nariz. Sus ojos me miraban y con aquella mueca cruel se estaba riendo de mí.

Es la última vez que le hago un favor a alguien que ha pasado de los sesenta. Ya me lo decían mis padres de pequeño: «No hables con extraños». Si hubieran insistido más, hoy me habría acordado y nada hubiera pasado. Cuando vaya a cobrar el alquiler a papá se lo voy a echar en cara. Ahora el tren se tropezará con sus huesos y no nos iremos nunca. Mira que se lo dije.

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