El viaje

 Paloma Barrientos L.


Luisa y Juan forman un matrimonio bien avenido. Él es repartidor de cervezas Mahou y ella se ocupa de sus labores, al menos así consta en la línea de puntos del carnet de identidad. También cuida de él, pero este detalle no figura en la descripción. Tampoco menciona si tienen hijos, no hay una casilla que especifique ese dato, pero no los tienen. Sí señala en cambio el domicilio: c/ Juan Duque nº 23, 2º Ext. Drcha.

Luisa padece fuertes dolores de espalda por la artrosis y el médico le aconsejó no coger peso, así que, de mutuo acuerdo, su esposo ha decidido que permanezca en casa. El pedido del mes lo sube el chico del supermercado y de las compras de última hora se encarga su marido. De este modo, una vez terminadas las tareas domésticas emplea el resto del tiempo en su afición favorita, los concursos televisivos. Ya ha participado en más de cien e incluso ha ganado alguno de ellos. Se trata de objetos muy útiles como el depilador nasal eléctrico ideal para eliminar el vello de nariz y orejas, el lavacabezas Babyliss o el lote de dos correctores de juanetes invisibles durante el día. Sin embargo el objetivo es llegar al gran concurso, el viaje a Londres para dos personas con todos los gastos pagados durante una semana.

Cuando Luisa le comentó a Juan la posibilidad de este viaje él sin levantar la vista del Marca emitió un gruñido a través de las páginas, que ella tomó como una muestra de aprobación. Obtenido su consentimiento tan solo tenía que contestar a las preguntas intercaladas entre cada película y los sucesivos anuncios de la tele. Tampoco estaría de más aprender el idioma. En realidad, se dijo, está tirado.

—Hello, what’s your name? —interrogó el locutor del That´s English.

—Hello, maineim es Luisa —contestó ella.

—Good, very good —aseguró—. Ahora vamos a continuar con la lección dos. This is the table. What is this? —reiteró mirando al telespectador.

—This is the mesa, table, no, table —contestó mientras apagaba el fuego para evitar que el pivote de la olla exprés continuara dando vueltas.

—This is the table —continuó el de la tele ajeno a sus movimientos en la cocina.

—Si ya sé lo que es una mesa, ¡qué pesao! —exclamó al tiempo que preparaba la suya.

—What is this? This is the window. Repit, please —dijo el locutor.

—Está bien, ya lo repito, This es the ventana ¿vale así, no? —replicó Luisa encaminándose a la ventana.

El sonido de un portazo la apartó de la ventana dando un respingón. Es el marido que viene a comer. Luisa echó una ojeada rápida a su alrededor. La sopa y los garbanzos estaban listos, la mesa preparada, ella en mitad de la cocina con el delantal y la sonrisa pintada en la cara. Todo perfecto.

—Buenas —saluda Juan con el periódico bajo el brazo ¿qué hay de comer?

—Cocido, mi amor —responde Luisa.

—Sirve la sopa y deja ya de parlotear, ¿quieres? —dice su esposo cogiendo el mando del televisor.

—Claro, cielo, aquí tienes —dice ella poniéndole delante el plato de sopa.

—Y el vino, vamos a ver, ¿dónde está el vino?—pregunta Juan sorbiendo la sopa de la cuchara.

—Beber tanto no es nada bueno, ya sabes lo que explicó el doctor acerca de tu presión arterial.

—Anda, deja de soltar tonterías y trae los garbanzos, ¿quieres?

—Claro, vida, lo que tú digas —afirma la mujer levantándose sin terminar la sopa—. Lo lamento, cielo, no hay pan para acompañar la guarnición. Se te ha olvidado traerlo. Como estás tan ocupado, ¿verdad?

—Tu obligación era recordármelo —acusa Juan—. Claro, te pasas el día viendo los malditos concursos esos que te van a volver loca. Pero esto se va a acabar —continua mientras pulsa el botón del mando a distancia para evitar la publicidad.

—Mi vida, por favor —suplica su esposa—, no cambies de canal que van a facilitar la última pregunta para el concurso del viaje a Londres.

—¿Lo ves?, estás chiflada —confirma él—. ¿Pero esto que es? —grita—. Ven aquí y mira este vaso. Ven aquí —repite Juan en tanto que el televisor emite un fogonazo y se apaga solo—. He estado bebiendo vino con jabón ¿Te parece bien?

—Mira —dice Luisa tratando de encender de nuevo el televisor—, la tele se ha averiado.

—Mejor, así no la ves más. No pienso avisar para que la arreglen, con que ya puedes irte haciendo a la idea, ¿de acuerdo? ¿Ves este vaso? —indica Juan cogiendo uno del escurridor—, está sucio, y éste también, y éste, y éste otro —repite arrojándolos al suelo—. Eres una inútil —afirma cruzándole la cara de un bofetón.

—Lo... siento, lo siento mucho —se disculpa Luisa con la voz entrecortada—, no volverá a ocurrir, te lo prometo.

—Me voy. No te soporto más —sentencia ya en el umbral de la cocina.

—Pero, ¿y la comida? ¿Te vas a ir sin terminar de almorzar? —pregunta ella.

Sin embargo el marido ya no la escucha, camina hacia la salida del apartamento y de otro portazo cierra la puerta. Luisa sigue de pie en medio de la cocina rodeada de cristales rotos, con el rostro todavía marcado por las huellas de los dedos de su marido y un pie sangrando. Con cuidado de no cortarse más sortea los destrozos y se deja caer en una silla frente al televisor mudo. La ventana continua cerrada, tan sólo su llanto y el goteo constante del grifo mal cerrado de la pila rompe el silencio de la casa.

Así, quieta, muy quieta, permanece sentada mucho tiempo hasta que la pantalla ya no refleja su silueta. Un vistazo al reloj le indica que son las siete de la tarde. Juan no llegará hasta las nueve, pero de todos modos se levanta para recoger los pedazos de cristal y los restos de comida. A continuación friega los platos y por último borra todo rastro de la escena anterior con la fregona. Tras curarse el pie en el cuarto de baño vuelve de nuevo a la cocina, momento en el que oye el tintineo de unas llaves y una puerta que se cierra con suavidad.

—Luisa —grita desde el pasillo—, Luisa —repite con insistencia.

—Sí, mi amor, ya estoy aquí ¿Te ha sucedido algo?

—Pues claro que me ha ocurrido, imbécil —insulta Juan—. Tengo el brazo izquierdo agarrotado y me duele el pecho de modo que le he pedido a un compañero que me trajera a casa.

—Sí, claro, amorcito, pero no te excites que te vas a poner peor. Creo que sería bueno llamar a un médico, ¿no crees?

—Sí, quizás tengas razón. El dolor es cada vez más intenso y me cuesta respirar. Voy a tumbarme en el sofá —dice el marido casi tambaleándose.

—Dios mío, cielo —exclama asustada llevándole hasta sillón más cercano del salón—, estás muy pálido, voy a llamar al 061. Ánimo, vida mía, la ambulancia llegará en diez minutos. Te pondrás bien. Enseguida vuelvo —agrega al tiempo que desaparece del salón dejando a su esposo con la intención de decir algo.

Ya en la habitación abre el armario, escoge el vestido más nuevo que tiene y se lo pone. A continuación se coloca las medias y los zapatos negros de tacón alto y corre por último al baño. Allí pinta sus labios de rojo, se peina y otra vez corre por el pasillo hasta el vestíbulo cogiendo el abrigo y el bolso del perchero.

—Ya estoy lista —asegura entrando en el salón—. ¿Cómo te encuentras?

—¿Lista para qué? —pregunta Juan casi sin voz.

—Yo voy contigo, por supuesto —corrobora ella.

Juan ya no tiene tiempo para replicarle, el timbre de la puerta suena en ese momento. Luisa se apresura a abrir.

—Pasen por aquí —habla a los dos hombres—, el enfermo está en el salón.

El médico comprueba el pulso y da instrucciones para realizarle un electrocardiograma al tiempo que ayuda al ATS a subirle a la camilla y colocarle el oxígeno.

—Bien —resuelve al leer la prueba—, vamos al hospital.

—¿Tan grave es, doctor? —cuestiona Luisa.

—Ahora no puedo hacer un diagnóstico, por eso vamos al hospital para practicarle más pruebas.

Una vez en la calle el conductor de la ambulancia le explica que hay sitio suficiente atrás para ir con su marido, pero ella prefiere ocupar el asiento delantero.

—Vaya —habla desilusionada—, no era un polideportivo lo que estaban construyendo.

—¿Cómo dice usted? —pregunta el conductor.

—No, nada —responde ella—, es que nos prometieron un polideportivo cuando llegamos a la casa.

—¿Cómo dice, señora? —repite el conductor.

—Mire, aquí había antes un monumento o algo así, ¿no? —dice señalando la fuente que hay frente a la estación de Príncipe Pío.

—Sí, creo que era una puerta, pero la quitaron hace un año —comenta el conductor extrañado—. Ya casi estamos en la Concepción. Final del trayecto —añade para aliviarla.

—Final del viaje —concluye ella.

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