El cuerpo en condiciones |
Mercedes Blázquez |
Nunca se me ha dado bien calcular el tiempo para llegar adecuadamente a mis citas, así que era más que probable que ésta vez sucediese lo mismo y me tocase estar sentada un buen rato en el sofá de piel marrón, hojeando las mismas revistas de artículos médicos y propaganda de fármacos milagrosos, hasta que el doctor terminase de atender al penúltimo paciente. Pero hoy he tenido suerte. La recepcionista nada más verme entrar por la puerta me ha informado que el doctor llevaba esperando más de diez minutos. Al quitarme los guantes se ha enganchado la alianza con la felpa y ha estado a punto de caerse al suelo. Me la he vuelto a poner porque sé que a él le excita verla. No me ha dado tiempo siquiera a quitarme el abrigo, porque la puerta de la consulta se ha abierto y el doctor me ha indicado con la mano que pasase. Mientras, él se ha acercado a la mesa de la recepcionista, seguramente para darle las indicaciones oportunas de no pasarle ninguna llamada ni ser molestado por nadie hasta nuevo aviso. Ella se colocará los auriculares y aprovechará el tiempo para pasar los informes pendientes a máquina y quedará, eso espero, al margen de todo. Al entrar en la consulta me quedé esperando al doctor de pie, entretenida en mirar a través de la ventana los tejados y el laberinto de puntos luminosos. Voy a apagar la luz del fluorescente. La lámpara bastará. Ya puedes quitarte el abrigo. A pesar de no darme la vuelta podía adivinar que estaría mirándome de arriba abajo. Oí como cerraba la puerta con llave detrás de mí, y esa era la señal inequívoca de que la sesión había comenzado. Las cortinas, por favor. Obedeció y las corrió sin dejar de mirarme. Guardé los guantes en el bolsillo del abrigo y comencé a quitármelo mientras él retorcía una y otra vez sus manos peludas y abotargadas como si se tratase de un usurero contemplando la mercancía adquirida. Al dejar en el respaldo de la silla el abrigo y el bolso, vi que estaba ya preparado mi frasco sobre la mesa. No puedo quedarme mucho tiempo. He dicho que iba de compras... Lo comprendo perfectamente. Me desabroché los botones de la blusa y dejé al descubierto el sujetador negro de encaje que tanto le gustaba. Bajé la cremallera de la falda y la dejé caer sobre mis pies. Me doblé para cogerla y sin saber cómo, él había desaparecido de mi campo de visión. Quieta. No te levantes. Antes de que pudiera protestar se puso de puntillas y me sujetó con firmeza por las caderas. Comenzó a rozarme lentamente, pero en seguida el movimiento pasó a ser tan rápido que noté cómo se electrizaba la tela de su pantalón al contacto con mis nalgas. No tenía donde sujetarme y no sabía si sería capaz de mantener por mucho tiempo el equilibrio. La falta de estabilidad me hizo doblar las piernas y faltó poco para que los dos nos precipitáramos al suelo. Incorpórate, pero no te vuelvas. Deslizó la blusa por mis hombros mientras pegaba su aliento a mi oreja. Sus manos húmedas subían por mi espalda hasta llegar a la nuca para terminar jugueteando con mi pelo. Quítate los zapatos. Puse los pies sobre el suelo, pero estaba tan frío que opté por tirar de nuevo la falda sobre las losetas para usarla de alfombra. Entonces, me sacó los pechos de las copas del sujetador y comenzó a pellizcarme los pezones. Estoy a punto de tener la regla y los tengo sensibles. No te preocupes. Prometo no hacerte daño. A través de su pantalón noté que su pene estaba ya duro y lo restregaba insistentemente cerca de mi ano. Me producía un dolor tan intenso y punzante en el coxis que me hizo dar un respingo. Apretó entonces con más fuerza mis pechos aplastándolos hasta dejarme casi sin respiración. Le aparté las manos bruscamente. ¡Por favor, ten más cuidado! Agarró mi cintura y mientras se agachaba comenzó a mordisquear la goma del liguero hasta deshilacharla. No pude evitar ponerme tensa esperando que de un momento a otro me mordiese. Durante unos segundos sólo restregó sus labios hasta que por fin sus dos hileras de dientes se ensañaron con mi carne. Por suerte, la humedad de su lengua enseguida alivió el intenso escozor que sentía. Me hizo girar para tenerme frente a él. Puso una mano en mi vagina y, apartando el tanga a un lado, hurgó con los dedos hasta conseguir tocar mi clítoris. Con la otra mano cogió mi pecho y metió el pezón en su boca succionándolo como una ventosa. Deslicé mis manos sobre la piel lisa y brillante de su cabeza y luego, sin ninguna piedad, clavé las uñas hasta hacerle sangrar. Se apartó de mí gruñendo como un cerdo salvaje. ¿Cuantas pastillas has tomado? De eso quería hablarte. Necesito aumentar la dosis. Tendrás que conseguirme otro frasco más. No sabía si iba a estar dispuesto a seguir abasteciéndome. En nuestro encuentro del mes pasado no había dejado de quejarse del peligro que corría por mi causa. Bien, pero tendrás que venir cada dos semanas. El riesgo es doble. Asentí con la cabeza porque no estaba en situación de hacer otra cosa. Comenzó a tocarse con una mano su pene sobre la tela del pantalón mientras con la otra se bajaba la cremallera. Apartó el frasco de mis pastillas y el marco de plata con la foto de dos niños gordos con expresión bobalicona en la cara hasta el otro extremo de la mesa, y luego hizo desaparecer sus dos manos en el interior del calzoncillo de algodón blanco. Ven, túmbate. Me subí la blusa hasta los hombros porque la madera de la mesa también tenía aspecto de estar fría. Él sacó las manos del calzoncillo y las pasó de arriba abajo por los laterales de la bata blanca. Cerré los ojos por un momento, y cuando los abrí se había bajado los pantalones hasta vérsele los calcetines de lana negra. Me tuve que morder los labios y girar la cara para que no me viera reír. Bordeó la mesa dando pasos cortos como una geisha y sujetándose el pene con las dos manos hasta depositarlo sobre mis muslos. Hizo lo mismo con las manos. Aún las tenía pegajosas y mi piel estaba empeñada en ponerle impedimentos para que corrieran por ella. El trabajo de masajista no parecía satisfacerle, porque en seguida cogió un cúter de un cubilete y comenzó a rajar el encaje de mi tanga hasta terminar con él en la mano. Adiós a las 2.500 pesetas que me había costado. Colocó su cara sobre mi pubis y me abrió de par en par las piernas. Sentí toda la humedad que desprendía por cada poro de su piel en la entrepierna y me agarré con fuerza a los bordes de la mesa para evitar clavarle de nuevo las uñas. Luego apoyó mis pantorrillas sobre sus hombros. Hasta entonces no había visto la carrera que tenía a lo largo de toda la media. Afortunadamente había dejado el coche aparcado cerca del portal y no tendría que andar por la calle sin bragas y con las medias rotas como si fuese una guarra. La postura no resultaba muy cómoda, y a duras penas pudo sacar del bolsillo de la bata un preservativo. Con los dientes rasgó el envase de plástico. Está muy lubrificado. Apenas lo sentirás. Y así fue. Su pene entró en mi vagina con la misma rapidez que él comenzó a embestirme y emitir resoplidos. Su cara parecía un globo rojo, y a punto estuve de pellizcarle para hacerle explotar, pero en seguida se separó de mí. Entonces me incorporé de la mesa y me compuse la ropa como pude. Me alisé la melena con los dedos mientras me calzaba los zapatos. Cogí el tanga del suelo y lo guardé en el bolso. Él también se había puesto en orden la ropa y estaba sentado en la silla donde había dejado mi abrigo y mi bolso, y con la mano le empujé hacía adelante para poder cogerlos del respaldo. Disculpa, no me he dado cuenta. No te olvides las pastillas. Me fui hacia la mesa y cogí el frasco para guardarlo en el bolso. Luego, sin mirarle, me despedí de él: Entonces, hasta dentro de dos semanas.... Sí, hasta dentro de dos semanas. Salí de la consulta sin decir nada más. La recepcionista seguía aporreando la máquina y repitiendo en voz alta términos médicos que me sonaban a chino. Pasé como una exhalación al lado de su mesa y le hice un ademán con la mano como despedida. En la calle hacía bastante frío. Saqué del bolso las llaves del coche y el frasco de pastillas. Si no me equivocaba, la alcantarilla estaba a tan sólo unos metros. Abrí el frasco y por la rejilla fueron desapareciendo las bolitas rosadas. Me imaginaba a las ratas esperando su dosis mensual con el mono puesto. Estaban de suerte, a partir de ahora sólo tendrían que esperar dos semanas para tener el cuerpo en condiciones. |