Los chinitos |
Carmen Cacho Ordax |
La escuela nacional en la que yo hice la primaria tenía un armario grande pintado de verde donde doña Rosa, la maestra gorda y somnolienta que nos enseñaba nuestras labores y redacción, guardaba el material escolar y, cuando llegaba la hora de pedir, los chinitos. Los chinitos eran las huchas de cerámica que nosotras, niñas pobres de barrio, utilizábamos para cuestar en favor de otros niños mucho más pobres. No sé por qué llamaban a las huchas así. Los chinitos no eran solo chinitos, sino que sus cabezas representaban a todas las razas. Estaba la cabeza del indio con plumas, la del indio sin ellas, el chinito amarillo limón con sombrero y coleta... A mí la que más me gustaba era la del negrito. La cabeza de cerámica del negrito brillaba mucho y parecía de chocolate. Tenía el pelo corto y muy rizado, el blanco de los ojos muy blanco y el rojo de los labios como el carmín de mi madre. Doña Rosa sólo tenía un chinito por cabeza, es decir, cuatro cabezas de chinito, y éramos un montón de niñas de buen corazón dispuestas a pisarnos los calcetines para llegar prímer al armario verde el día del Domund. Bueno, mejor sería decir que las otras niñas se pisaban unas a otras. Yo no tenía necesidad. No porque fuera la más lista o la más tonta, sino porque doña Rosa siempre reservaba el negrito para mí. Doña Rosa decía que mi negrito y yo formábamos buena pareja y que no era cosa de tentar a la suerte cambiándome de chinito. Quizá tuviera razón; mi negrito y yo patinábamos sonrientes por los mercados, las tiendas y las calles hasta el anochecer y, a la mañana siguiente, cuando volvíamos a la escuela, su cabeza y la mía eran las que más pesaban. Hoy apenas tengo cabeza para el 0,7% y ya no cuesto por nadie. Pero hay días en que la cabeza sigue pesándome igual. Esta mañana no he podido salir a la calle a hacer sonar mi negrito, sonriéndole a la gente con mi bufanda al cuello y la nariz como una picota del frío. Esta mañana, resguardada del frío y la lluvia en el edificio de oficinas que me sustenta y consume, he echado de menos el aire, mis patines, mi inocencia y la sonrisa sorprendida de las mujeres en los mercados. Esta mañana he tecleado mi número de cuenta en la banca virtual y ni siquiera he sentido una pequeña brisa del huracán Mitch. |