Yo también te quiero

 Cecilia Canal


Nos sentamos en la mesa de aquel restaurante al aire libre, muy cerca de la playa. Una mujer de estatura media y rubia se acercó y se dirigió a Álvaro.

Mientras ellos hablaban yo miré al cielo. Estaba lleno de estrellas. Hacía una noche perfecta. Cerré los ojos un instante para concentrarme en la brisa: era como si un manto cálido y con un suave olor a mar me envolviera. Les miré, no podía entender por qué Álvaro no me la presentaba. Oía algunas palabras de la conversación, como algo lejano que se confundía con otras voces. Presté atención, y lo que me había parecido sentir tan lejos, se oyó claro de repente:

—Te presento a Chelo, una antigua amiga —dijo Álvaro dirgiéndose a mí, inquieto y de buen humor, mientras aquella rubia sonriente, decía sin apenas mirarme:

—Me están esperando, tengo que irme, adiós.

—¿Quién es? —le pregunté, mientras encendía un cigarrillo.

—Una antigua amiga —contestó Álvaro. Tenía una expresión extraña, como si ese encuentro quisiera demostrar algo.

—Nunca me has hablado de ella, ¿verdad? Sólo por curiosidad, ¿qué tipo de amistad os une?

Y como animado por estas palabras que trataban de ser algo irónicas, cambió de actitud y comenzó a hablar aparentando estar tranquilo.

—¿Sabes, querida? —comenzó diciendo, mientras le hacía un gesto al camarero—, no tenemos nada que ver el uno con el otro, y aun así intentamos respetarnos. Te recuerdo que precisamente en eso se tendría que basar nuestra relación.

—¿Sabes, Álvaro? —contesté imitándole—, con ese cinismo no vas a lograr ni una chispa de entendimiento.

Toda la escena me estaba pareciendo una provocación. En ese momento se acercó el camarero.

—¿Desean algún aperitivo?

Álvaro pidió un jerez. Yo hice un gesto de negación con la cabeza. Poco después el camarero regresó con los menús y una botella de Fino Quinta. Álvaro, como siempre encantador, le dijo que tardaríamos un poco en pedir la cena. El camarero estuvo conforme y se marchó para atender otras mesas. El restaurante estaba lleno, y creo que agradeció nuestro retraso. Aprovechando ese momento, Álvaro retomó la conversación.

—Quieres que cambie mi forma de vida y eso hace imposible la convivencia. Yo no soy feliz. —Algo estaba ocurriendo, algo que yo desconocía—. Menosprecias a todos mis amigos —continuó.

—No hables tan alto, nos están mirando —le respondí.

Álvaro siguió hablando. Nunca lo había visto tan comunicativo.

—Si fueras realista —me dijo— sabrías que no deberías sorprenderte de no conocer a todos mis amigos. ¿Acaso debo mentirte? ¿No es suficiente que estemos viviendo bajo el mismo techo?

—Para ti, puede ser —contesté—. Sólo hice una simple pregunta. No consigo acostumbrarme a la indiferencia, ya sabes, es mi carácter.

Mientras le hablaba supe que Álvaro estaba planeando la ruptura, había decidido cambiar nuestra vida de repente, sin hacerme partícipe de la decisión. Lo estaba haciendo de la manera más cruel.

—Eres muy lista —respondió irritado—. Intentas confundirme. Soportamos nuestras conductas y el conflicto se acaba, pero nunca podremos sentirnos cómodos —todos los de la mesa de al lado lo miraron.

—Bueno —contesté, con más vehemencia de la que deseaba mostrar—. Tú estableciste las reglas, tú puedes romperlas.

Había caído en su trampa y lo sabía, pero algo en mi interior me impulsaba a facilitarle el camino. Apenas podía respirar, sentía un dolor físico en el corazón, estaba segura de su intención.

—No cambies los papeles —dijo—, la que intentas romper eres tú. Está claro que nuestra relación te hace sufrir. Creo que el mar no tendría suficiente agua para ti —y mirándome fijamente continuó—, sólo busco un refugio, alguien que se sienta conforme con lo que puedo darle —después, bajando mucho el tono—, te quiero, sólo que no como tú quieres que te quiera.

Yo sabía que decía la verdad, y también sabía que él era demasiado cobarde para amar realmente a alguien.

En ese momento se acercó el camarero y elegimos los platos. Yo sólo pedí una ensalada de espinacas. Él estuvo preguntando por todo lo que tenían en la carta y terminó eligiendo ostras y una dorada a la sal. Mientras cenábamos, los dos estuvimos en silencio. Yo no entendía por qué aún seguía con ese hombre que para mí era el ser más insensible que había conocido. Con los años su cinismo había ido creciendo y él lo fomentaba como si de algo muy preciado se tratara.

Intenté comer lo que me habían traído. Al terminar, para distraerme, miré a mi alrededor. Todos me parecieron felices. Si ellos lo eran, ¿por qué yo no? Empecé a sentirme más tranquila. Era como si la brisa del mar que seguía acariciando mi rostro me diera fuerzas. La sensación de ahogo empezó a desaparecer. Después de un rato que se me hizo eterno, el camarero retiró los platos y Álvaro pidió la cuenta.

Volví a mirar las estrellas. Estaban radiantes. Entre tanto se habían vaciado casi todas las mesas, y los que quedaban más cerca parecían distraídos. La pareja de la mesa de al lado hablaba casi juntando sus cabezas, con las manos entrelazadas. Era como si quisieran disimular que nos habían escuchado. Yo hubiera deseado huir de ahí en ese momento.

—¿Qué es lo que quieres hacer? —pregunté, y quise levantarme, pero no pude.

—Espera a que pague —dijo, como si nada estuviera pasando—. El camarero no tiene la culpa.

Mientras salíamos del restaurante noté que él estaba asustado. Eso me produjo una extraña reacción de ira.

—Te dejaré —le dije muy tranquila en cuanto llegamos al coche.

—Naturalmente que lo harás —dijo Álvaro—, si así lo quieres. Pero no tardes, no quiero amargarme el verano. Dispongo sólo de un mes de vacaciones.

En el trayecto tampoco cruzamos una palabra. Durante ese breve espacio de tiempo repasé nuestra vida en común. Reconocí, muy a mi pesar, que lo nuestro no era una farsa. Era peor: era el absurdo. Este hombre sólo podía soportar las relaciones superficialmente.

Poco antes de coger la curva que llevaba a nuestra casa, Álvaro dijo:

—Terminemos como amigos, no me hagas sufrir —entonces por primera vez en quince años y para ayudarse adoptó un tono lastimero—. Soy un hombre, y como cualquier hombre, dispongo sólo de una vida. Quiero aprovecharla.

—¿Entonces tú sabes cómo son los hombres? —pregunté intentando hacerle reaccionar.

—Naturalmente —dijo él—. Te ruego que me dejes descansar tranquilo. No sigas. Nosotros no hemos elegido esta situación, sólo abrigábamos la esperanza de ser compañeros. No quiero discutir.

—Tienes razón —le respondí. Me dolía el desprecio que sentía por él—. Tu nivel de insensibilidad es escalofriante, pero tienes razón.

Cuando me fui a acostar, él estaba sentado en la terraza bebiéndose un whisky. Se veía la luna sobre el faro y el mar estaba tranquilo.

Antes de irme a la cama, con afecto y mientras le tocaba el hombro, le hablé por última vez.

—Es hora de aprender a vivir. Ya has visto a nuestros hijos, maravillosos seres libres, ¿verdad? Y cómo nos desprecian... Dejemos este oficio de pareja.

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