Quince minutos |
Montse Cantón |
«Porque gracias al escrúpulo, vacilamos, y se nos pasa el tiempo de gozar, de gozar ese minuto feliz que, como gracia especial, fue incluido en nuestro programa.» Mario Benedetti Armando Pero él nunca se considera feliz, dice que dejó escapar su felicidad y aunque ría sin parar o cante con los amigos sabe que eso es sólo un instante, que el resto es luchar y preguntarse por qué. Así que camina, como hoy, sin dirigirse a ningún lado, sólo camina para observar como el sol se va ocultando y la luz varía y lo envuelve todo con un tono anaranjado, las ropas, los rostros, los semáforos y teléfonos; envuelve cigarrillos mal apagados en la acera, envuelve perfumes que tienen cuerpo de mujer, envuelve despedidas con beso y reencuentros y lo envuelve a él. Le gusta sentirse espectador de este momento en que la ciudad, conglomerado de prisas, humo y empujones, parece dejar a un lado su prepotencia y se rinde al sentimentalismo de un atardecer. Armando siempre termina su recorrido en la calle Fuencarral donde coge un metro cercano para regresar a casa, pero hoy mientras cruza la calle distraído, un taxi que apura el ámbar de un semáforo le arrolla sin poder evitarlo y cae violentamente al suelo perdiendo el sentido y la sangre. Durante quince minutos aproximadamente la gente se amontona alrededor, se oyen gritos pidiendo una ambulancia, nadie se atreve a tocar a Armando que sigue en el suelo inconsciente, con la cara pálida, los ojos perdidos y sangrando por algún lugar difícil de localizar. Cuando por fin aparece la ambulancia Armando no respira. Tratan de reanimarle pero ya es tarde, Armando ha muerto. Martes, 23 de febrero de 1999 Hacía casi diez años que no veía a Armando, nos conocimos en la playa cuando yo tenía veinte y él veintitrés. Yo estaba trabajando en un bar de copas del puerto, iba a estar dos meses intensivos para poder sacar dinero y marcharme a Argentina, mi sueño dorado. El sitio no estaba mal, era uno de los pocos donde la música era decente y el ambiente de pijo playero quedaba un poco fuera. Armando había llegado de vacaciones dos semanas con unos amigos y estaba decepcionado, no soportaba los garitos donde las canciones del verano a todo volumen se repetían sin parar. Una noche apareció en el bar, debió gustarle el sitio porque al día siguiente regresó. Yo me fijé en él desde el principio, no quería liarme con ningún tío que me hiciera más difícil luego mi proyecto de viaje, pero fue inevitable. Me pidió una copa, un whisky con coca-cola, y empezamos a hablar de música. Tenía buen gusto y conectamos desde el principio, se quedó hasta el cierre. Al día siguiente también se quedó hasta el cierre, y al tercer día ya estábamos juntos. Armando estudiaba Derecho, último curso, y tenía una vida más o menos estable, con familia que te exige, coche, fines de semana y vacaciones pagadas. La típica vida que odias pero que te sientes incapaz de cambiar por comodidad. Aún así Armando tenía ideales y le gustaba soñar. Yo se puede decir que había tenido todo lo contrario, mi madre murió cuando cumplí los diecisiete, no tenía hermanos y mi padre nunca existió a pesar de estar vivo, así que de un día para otro tuve que dejar las clases y ponerme a trabajar. Quería irme a Argentina, mi madre sólo se había enamorado una vez, y no fue de mi padre, fue de un argentino, ella siempre quiso ir allá para buscarle pero llegó mi padre, llegué yo y ella abandonó el sueño. Puede que sea algo romántico pensar que me correspondía a mí cumplir lo que mi madre no pudo pero lo sentía así. También quería marcharme de Madrid donde me sentía explotada antes de tiempo, con una vida que no podía seguir resistiendo. Cuando Armando se enteró de mi propósito trató de convencerme para que olvidara la idea y yo traté de convencerle para que me acompañara a realizarla. Decidimos vivir juntos el tiempo que nos quedaba y decidir al final. Fueron los mejores días que he pasado nunca. Armando conseguía arrastrar a sus amigos al bar mientras yo trabajaba y, cuando ellos no querían, venía él solo, se quedaba hasta el cierre y luego íbamos los dos a la playa, fumábamos y hablábamos. Eso era lo mejor que teníamos, podíamos hablar hasta el amanecer y siempre las palabras que teníamos en la cabeza eran las mismas. Luego íbamos a mi casa y allí hacíamos el amor hasta que nos quedábamos dormidos, abrazados. Los amigos de Armando volvieron a Madrid, Armando se quedó conmigo hasta finales de agosto, no hablamos del futuro hasta el último día. Creo que él confiaba en que me iba a quedar y yo confiaba en que él se iba a venir y ese fue el único momento en que las palabras que teníamos en la cabeza no fueron la mismas. Yo sabía que si volvía a Madrid con Armando nada sería igual, que todo lo que me asqueaba de Madrid terminaría por ensuciar a Armando. Él tenía miedo, venirse conmigo era renunciar a toda su vida regalada y no se sintió preparado. Me fui a Argentina y no sé cómo han pasado diez años. Regresé a Madrid hace un par de semanas, no he pasado ni dos minutos seguidos sin pensar en Armando, quería llamarle aunque sólo fuera para saber cómo estaba, para oír su voz, pero en dos semanas no he sido capaz de marcar ese número de teléfono en el que tal vez ni siquiera hubiera podido encontrarle. Esta tarde fui a visitar a unos amigos, ya estaba anocheciendo cuando crucé la calle Fuencarral, oí un golpe brusco y un frenazo, un taxi había atropellado a un hombre, la gente se apresuró a rodearle, yo también acudí. Era increíble, pero era él, Armando. Me quedé inmóvil, incapaz de articular una palabra ni realizar un movimiento, sólo mirándole a la cara durante quince minutos hasta que murió. Luego me fui, caminando con un nudo en la garganta hasta la casa de mis amigos. Allí rompí a llorar y ellos me preguntaron. A ellos no pude explicarles lo que pasaba, ni siquiera ahora ante este papel soy capaz de transformar en palabras lo que siento. Me vuelvo a Buenos Aires pasado mañana y ya no tendré nada por lo que regresar aquí, ahora sé o quiero creer que volví para vivir con Armando sus últimos quince minutos. Quince minutos Armando fue a buscarla por última vez al bar. Esa noche hubo más gente que de costumbre y ella no pudo hacerle mucho caso. Armando se tomó cinco whiskys con coca-cola y habló con el pinchadiscos, con un alemán que esperaba a una chica, habló con tres malagueñas que trataron de sacarle a bailar y con dos chicos borrachos que se quejaban de no comerse una rosca, habló con todos menos con ella. Él sólo quería que el bar cerrara de una vez y poder abrazarla. A las cinco y media de la mañana por fin pudieron irse, caminaron hasta la playa como todos los días, pero esta vez no hablaron, era como si los dos supieran que las palabras que tenían que decirse esta vez no les iban a gustar. Se quedaron sentados en la orilla, esperando a que saliera el sol. Cuando por fin empezó a amanecer fue ella la que rompió el silencio: Armando dijo casi susurrando, te quiero mucho. Él no contestó nada, siguió con la mirada perdida en las olas y la abrazó más fuerte. Ella continuó hablando: Pero eso no va a hacer que me quede. Armando sintió como si el estómago se le retorciese y se hiciese más y más pequeño. Durante toda la noche había albergado la posibilidad de que ella le dijese que se quedaba, pero ahora sabía que era imposible, que sería estropearlo todo. Ella se dispuso a decir algo más, pero él no la dejó. La miró a los ojos y con un gesto le hizo comprender que todo estaba dicho. Entonces ella no pudo evitar ese nudo en la garganta y rompió a llorar. Él la abrazó con más fuerza y así permanecieron durante quince minutos, abrazados, sin pronunciar palabra, casi sin respirar. Luego se levantaron y caminando juntos se alejaron del mar. |