¿Eres rica?

 Mª Antonia Castro


—¿Eres rica?

—Sí —contestó inmediatamente Cecilia.

Desde luego allí, cargada con sus equipos fotográficos, su grabadora, su portátil, y todas las comodidades que le proporcionaba el cinco estrellas donde se hospedaba, era inmensamente rica. Imposible compararse con nadie de aquel mísero poblado. Luego, con una lentitud inusitada en ella, preguntó al guía quién le había hecho la pregunta.

Quedó fascinada. Era una mujer esbelta, con una sonrisa inmensa y una elegancia natural poco frecuente. Era la esencia misma del Senegal. Serena, de mirada frontal y límpida, estaba cribando unas espigas de fonio para sacar el grano que les servía como base de su dieta.

Encabezaba a un grupo de ocho mujeres, que compartían con ella la tarea de la criba y selección del grano. Todas ellas llevaban una indumentaria de distintos colores y un tocado diferente en la cabeza. Lo más admirable del conjunto era ver la solidaridad con la que trabajaban, a pesar de sus distintas etnias.

Volvió a mirarlas. Quería grabar, retener en su memoria el cuadro que estaba contemplando: en medio de la sabana africana, en una plantación experimental, a la sombra de grandes acacias, ocho bellas mujeres con túnicas y ropajes de vivos colores hablaban, reían, trabajaban y curioseaban con una naturalidad envidiable.

En su interior volvió a reflexionar su respuesta. Había dicho sí. Y en este nuevo marco, tan lejos de la forma de su Europa natal, la pregunta era como un revulsivo que laceraba su propia existencia. Tenía ante sí a toda una dama: túnica y turbante a juego en un damasquinado en blanco, negro y rojo. Un precioso collar de piedras de color marrón y unos pendientes de oro eran todo su adorno. Sus facciones eran delicadas. Intensos y chispeantes ojos negros acompañaban cada una de sus preguntas. Nariz ancha, pómulos salientes, labios carnosos...

—¿Por qué me preguntará esto? —se interrogaba a sí misma Cecilia, iniciando así una serie de dudas sin respuesta. ¿Qué concepto tendrá esta mujer de la riqueza? ¿Será ella rica en su entorno?

Cecilia miró a su alrededor y le parecía obvio que no. Gracias a la plantación de fonio tenía suficiente grano para que el poblado no pasara hambre, pero simplemente que no pasara hambre. Carecía de todo lo demás, a excepción de la alegría de vivir, y un enorme trabajo para seguir viva.

La miró de nuevo y fijó la vista en los ojos de su interlocutora. Si esta mujer, estas mujeres, que tenía frente a ella no eran ricas, ¿se podría considerar ella como una mujer rica? ¿Cuáles eran, en esos momentos, los parámetros de pobreza-riqueza? ¿Se puede considerar la pobreza-riqueza desde ópticas estrictamente monetarias?

Ciertamente ella acababa de llegar de Europa, de los ricos países del Norte, y estaba en el gran Sur. Había recorrido miles de kilómetros para adentrarse y fundirse en la inmensidad del Parque Nacional de los Pájaros de Djoudj, considerado como Patrimonio de la Humanidad. Iba con un equipo de científicos: biólogos, geólogos, sociólogos y demás expertos en la calidad de los parques africanos. Iba a realizar un reportaje sobre la belleza del parque, y tropezó con la dura existencia de las mujeres de aquellos poblados.

Hasta que no estuvo allí, no constató las grandes diferencias culturales, tecnológicas, económicas, políticas, de explotación y de todo tipo existentes entre el Gran Norte y el Inmenso Sur. Y allí sintió vergüenza y cierto grado de culpabilidad por pertenecer a ese colectivo expoliador y consumidor de casi la totalidad de los recursos del planeta. También sintió cierta furia al comprobar que, en el Inmenso Sur, la mayoría de los trabajos pesados del poblado los hacían las mujeres.

Volvió a mirarla. La mujer senegalesa seguía sonriendo, sin por ello dejar de separar el grano de la paja. Su porte manifestaba su fortaleza interna.

Observó al grupo de mujeres, que a su vez no habían dejado de curiosearla, y cuchichear entre sí con risas contenidas. Al cabo de un rato, la portavoz del grupo, sin dejar de sonreír e inclinando hacia un lado la cabeza, volvió a preguntarle:

—¿Tienes marido?

—No —contestó lacónicamente. ¿Por qué me habrá preguntado esto? ¿Qué valor tiene el hombre para ellas?

Lo cierto es que no tenía marido en ese momento. Acababa de pasar por el largo y penoso proceso de un divorcio. Todavía sentía en la piel la nostalgia de la convivencia, el dolor del fracaso, el sentimiento de culpabilidad y la esperanza de renacer con otra forma de vida. También tenía muy presente el día en que tomó la decisión de cortar con la anestesia afectiva, con la agonía de los silencios, de las distancias, del desamor.

No, no tenía marido y se sentía realmente libre, segura de la decisión tomada. Tenía muchos más amigos que antes y compartía su vida en cada momento con quien quería. Algunas veces había pensado en lo que sería una vejez solitaria, pero rápidamente se imaginaba la angustiosa soledad de una vida en pareja sin puntos de encuentro.

Pasaron varios hombres del poblado. Eran fuertes, rudos, hechos con la esencia de la tierra, del barro y del fuego. Más allá había otro grupo de mujeres cuidando a los niños al tiempo que hacían la comida. Otras llegaban con fardos de leña o hierba en la cabeza y chiquillos atados a sus espaldas o caderas. Viéndolas se dio cuenta de la dificultad de la independencia femenina en ciertos entornos sociales, especialmente de países subdesarrollados.

Los hombres charlaban animadamente. Se fijó de nuevo en ellos y luego en ellas, cómo andaban, cómo comían, cómo extraían del suelo el agua y los alimentos. Realmente formaban parte del ecosistema al que pertenecían. ¡Qué lejos estaban del consumismo, del despilfarro constante e inconsciente!...

Todavía sumida en sus pensamientos, Cecilia volvió a oír otra pregunta:

—¿Tienes hijos?

—No, tampoco tengo hijos —contestó con una sonrisa.

La mujer senegalesa tradujo a sus compañeras de trabajo la respuesta, y empezó a notar que la miraban con mayor curiosidad todavía. En una zona donde la descendencia es tan importante para asegurar el reparto del trabajo y la continuidad del poblado, dado el altísimo índice de mortandad, el que una mujer no tenga hijos es casi un pacto con la marginación.

Cecilia se sumió de nuevo en sus sentimientos. El deseo impetuoso de ser madre había sido uno de los principales escollos que no pudo resolver con su marido. Apasionada-mente quería tener un hijo, sentir sus caricias, su piel, su sonrisa, el latido de su corazón junto al de ella. No le fue permitido, la oposición fue absoluta. Durante un tiempo aceptó la egoísta y férrea voluntad de su marido de no tener descendencia, luego la reivindicó. Noche tras noche se había despertado en el momento maravilloso de alumbrar al hijo, y noche tras noche lloraba en soledad su vientre yermo. Ciertamente, no tenía hijos, pero estaba más libre para su trabajo. Quizá fuera lo mejor.

—¿Tienes, entonces, tierras, o ganado?

Se imaginó arando la tierra o cultivando la huerta y dando de comer a cerdos y gallinas, y no pudo reprimir una sonrisa. Ella, que casi no tenía tiempo de tirar una maleta y coger otra para cubrir la siguiente información, no se imaginaba en esas lides.

—No, no tengo nada de eso.

Cecilia se quedó mirando a la senegalesa. A medida que traducían su respuesta iba poniendo una expresión de asombro unida a cierta ternura y piedad. No entendía por qué. Pero, la senegalesa se le acercó y poniéndole la mano en el brazo, muy bajito y muy dulcemente la dijo:

—Pues tú sí que eres verdaderamente pobre.

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