Adiós, Pauline. Remite: Dante |
Patricia Cereijo |
«Entre no-me-olvides me dejé nuestros abriles olvidados en el fondo del placard del cuarto de invitados.» Andrés Calamaro Me miré en el espejo tratando de reconocerme y busqué mis ojos. Siempre me habían dicho que estaban especialmente vivos. Ya no brillaban y me asusté. Observé luego mis mejillas. Habían perdido su color, me parecieron translúcidas, como de papel. Tenía la boca deshidratada, como sin frescura, y se curvaba en una mueca que no supe descifrar. Ése fue el día en que me pregunté cómo y porqué había llegado a aquel punto. En ese momento me llegaron los gritos de Dante desde el salón pidiendo un café. Me levanté despacio, fui a la cocina, lo preparé y se lo solté sobre la mesa mientras él miraba la televisión sin inmutarse ante la rabia, sorda e incontenible, que se iba apoderando de mí. Salí atropelladamente de la habitación y me encerré en el baño, como tantas otras veces, para desahogarme, echar un trago y llorar. Me senté y encendí un cigarro mientras buscaba la botella de vodka. Cuando por fin la encontré empecé a maldecir porque estaba vacía. Di una calada profunda al cigarro. Esperaba a mi llanto, que esta vez no llegó, quizás porque para entonces ya había llorado demasiado. Allí estaba yo, sentada en la taza del váter, la botella vacía en el suelo. Me levanté poco a poco, me puse frente al espejo y desaté el albornoz. Me vi así, desnuda, y sentí asco y pena y un dolor terrible, pero ya no me quedaba vodka para emborracharlo y tirarlo por el váter. Salí después del baño y me metí en la cama, tratando de acurrucarme, como cuando era pequeña. Así estuve mucho tiempo, mirando desvelada al infinito. Buscaba una excusa, algo que me diese fuerzas para intentar salvar mi pareja. Luego Dante entró en la habitación. Ni siquiera le miré. Podía oírle perfectamente. Se metió en la cama mascullando un «duérmete» que no sonó a un «que duermas bien», sino a cosas mucho peores. Con el alma vacía y el cerebro lleno de buenos propósitos hice un nuevo intento por salvarnos: Cariño, ¿por qué no salimos a cenar mañana? ¿A cenar? gruñó. ¿Qué pasa, que mañana no te apetece cocinar? Es que hace muchísimo que no vamos a ningún sitio juntos... Bueno, pues si te hace ilusión, iremos a cenar, pero ahora déjame dormir, coño dijo entre bostezos. Me di la vuelta dándole la espalda. Estaba desvelada. Me sentía vacía, desencantada y muy, muy sola. Trataba de recordar lo bueno que nos unió, la pasión arrebatadora que nos había vuelto tan locos, pero sólo me venían a la cabeza años de olvidos, insultos, alegrías no compartidas, tristezas mutuas y solitarias, de cansancio, aburrimiento y alcohol. Demasiado alcohol para olvidar. Pasé todo el día siguiente ojerosa, cansada, sin ánimo para trabajar y repitiéndome constantemente que le quería, que era verdad, y que él me quería a mí, en un intento desesperado por dar vida a algo que parecía haber muerto mucho tiempo atrás, no sabía cuándo. Reservé una mesa para dos en el restaurante donde él me había besado por primera vez. Aquella tarde, mientras me arreglaba, pensaba en estar especialmente guapa, sentirme viva y atractiva. Elegí un vestido que a Dante siempre le había gustado y me maquillé con todo cuidado. Aunque tenía la cara demacrada, casi ni se notaba. Ya en el coche saqué cientos de conversaciones, pero las respuestas de Dante no pasaron de los monosílabos. Empecé a sentirme mal y a marearme. Tenía muchísimas ganas de vomitar y de salir de aquel coche. Ya no quería ni cena ni nada, sólo salir corriendo. Empezaba a estar segura de que no tenía sentido nada de lo que estaba intentando y sólo quería una copa. Encendí un cigarro para tranquilizarme. Por fin llegamos al restaurante. El maître nos llevó a la mesa que yo había pedido especialmente, muy íntima, con velitas y poca luz. Trajeron el primer plato y Dante empezó a protestar porque, como había poca luz, no podía ver lo que estaba comiendo. Luego me tocó a mí. Menos mal lo de que haya poca luz, porque la verdad es que cada día estás más demacrada dijo. Bueno, es porque anoche dormí fatal respondí. Ya, pues ese vestido antes no te quedaba mal, y ahora pareces un espantapájaros. Si también eso es por dormir mal... ¿no tienes otro que te sirva? No respondí y empecé a llorar. Hubiera querido hacer como cualquier estrella de Hollywood, como cualquier mujer con dignidad: levantarme con calma de la silla, apretando fuertemente la servilleta en la mano, salir de aquel restaurante y sacarlo así de mi vida. Pero di un trago a la copa de vino para que Dante no notase mis lágrimas. En realidad lloraba porque en aquel momento no sólo comprendí que nada de lo que había entre nosotros estaba vivo, sino que nunca tendría el valor para ser una estrella de Hollywood con dignidad. Sin saber por qué, dije: Dante, tengamos un hijo. «Dante, tengamos un hijo», dijo, mirándome con sus grandes ojos llenos de lágrimas y la copa de vino en las manos. Aquella noche, sentado en la mesa del restaurante donde la besé por primera vez, supe que lo nuestro se había acabado. Que la pasión que nos había vuelto locos de amor se había convertido en un dolor profundo. Tuve que haber estado ciego para no haberme dado cuenta antes. Pauline era tan frágil... En ocasiones la hubiese abrazado y estrechado entre mis brazos, queriéndola con todas mis fuerzas hasta quitarle el aliento. Pero en otras la hubiese matado con mis propias manos. Nunca pude evitarlo, la relación amor-odio que manteníamos y que pasaba de un extremo al otro con absoluta rapidez, me destrozaba los nervios. La quería, como si cada minuto empleado en ella fuese insuficiente y a la vez, excesivo. Odiaba haber perdido su admiración y sentirme olvidado. Yo sabía que ella me quería, pero quería que me odiase y me dejase. Supongo que Pauline seguía amándome desesperadamente, y por eso se le había ocurrido la locura de tener un hijo. A veces la oía llorar a través de alguna puerta, generalmente en el baño, mientras se emborrachaba y fumaba un cigarrillo tras otro. Me ponía enfermo ver cómo bebía en lugar de contarme lo que le pasaba, y me convencía a mí mismo de que Pauline no me quería. Algunas veces hubiese querido entrar, consolarla y abrazarla, y luego llevarla a la cama, secarle las lágrimas con besos, besarle todo el cuerpo, bajar hasta su sexo para besárselo y chupárselo con fuerza, sintiendo todo su sabor, hasta que ella se corriese y, luego, mientras todavía temblaba, volverme a tumbar junto a ella, abrazándola para quitarle el frío que yo sabía que sentía. Pero ella nunca abrió la puerta ni me llamó, y yo jamás tuve agallas para entrar. Temía su reacción, temía sobre todo aquellos ojos negrísimos, entre desafiantes y asustados, mirándome como a un extraño. Era con aquellas miradas cuando la hubiese matado, por mirarme sin verme, por sus silencios, por olvidarse de mí, por tratarme como si ya no le importase. Y Pauline seguía llorando. Yo, el miserable Dante, no entendía nada. No comprendí entonces que ella sufría lo mismo que yo, el paso del tiempo avanzando inexorablemente hacia el vacío. El mismo vacío que yo enmascaraba tratándola mal, convirtiéndome en quien no era, ignorándola, follándola como si no estuviese en la cama conmigo. Lo cierto era que nuestra historia había terminado. Lo que ella intentaba salvar estaba muerto. Mi preciosa y frágil niña había adelgazado extremamentente y toda su apariencia tenía un aire de desvalimiento, de pena. Yo también estaba empeorando, tenía ojeras y estaba adelgazando. Por eso aquella noche en el restaurante decidí marcharme. Cuando supe que si no me iba acabaría suicidándome o matando, si no su cuerpo, su alma. Pero aunque no quería hacerle daño, sé que fui cruel. Ella volvió a mirarme con sus ojos llenos de pena y vacío, yo no pude seguir mirándola. Cuando llegamos a casa no le hice el amor: la follé con saña, vomitando todo mi dolor y castigándola a cada embestida porque ya no nos queríamos o ya no sabíamos demostrárnoslo. Le mordí el cuello y le llené la cara de besos dolorosos y amargos. Me corrí y ella no lo hizo, se dio la vuelta sin decir nada, ni siquiera un reproche. Y yo me lo merecía, todos los reproches del mundo habrían sido pocos. A la mañana siguiente recogí mis cosas. Pauline todavía dormía. La miré por última vez, tan plácida, con ese halo de tristeza, pero tan confiada como una niña pequeña. Me acerqué para darle un beso, pero no se lo di. Cuando salí lo hice despacio y sin darme la vuelta. Intentaba dejar atrás toda mi frustración y violencia. Olvidarla. Como si eso fuera posible. Aún hoy sigo intentándolo. Te quiso, Dante |