Persistencia

 Rafa Cervera


Se encontraron en un pub una noche. Él estaba con un viejo amigo. Ella iba con una compañera de trabajo. Se saludaron batiendo los brazos sobre las cabezas de la gente. Hicieron las respectivas presentaciones, invitaron a las chicas a sentarse y se pusieron a hablar los cuatro. Él hacía tiempo que le tenía ganas, pero cuando se animaba a hacérselo saber, ella argumentaba que sería una pena echar a perder su amistad por un simple polvo. Solían ser intentos destinados al fracaso porque ella jamás facilitaba las cosas. Pero era tan hermosa, tan morena, su mirada burlona que crecía con cada sonrisa, con un cuerpo tan rotundo. Y luego estaba ese leve acento francés, de todos los años que vivió en Lyon. Cómo debía oler Lyon si ella había estado allí. A veces, optando por el recurso poético, él le había dicho esa misma frase. Ella se sentía bien con aquel chico que la hacía reír y tenía el punto justo de ternura y picardía. Sin embargo el simple hecho de imaginarse con él la confundía y también la hacía sentirse culpable.

De vez en cuando él insistía; y ella que no, que con un divorcio traumático a cuestas no tenía ganas de sustos. Y él que menuda era, si llevaba divorciada más de siete años. Y ella que sí, pero que la herida aún no se había cerrado y además, argumentaba, era mayor que él. Y así hasta la náusea, cada vez que él abordaba el tema.

Así pues, la casualidad los había reunido aquella noche de la manera más inocente. Ella y su amiga venían de cenar. Él y su amigo, también. Estaban los cuatro en un bar del centro; congeniaban, charlaban, reían mucho. Al rato, la amiga de Adela dijo que el domingo tenía guardia y que lo sentía pero que tenía que irse. Quedaron sólo tres.

Él sugirió ir a un bar donde el dueño era amigo suyo y los otros dijeron que vale. Al verles llegar, el propietario le saludó efusivamente y los agasajó invitándoles a lo que quisieran. Él le dijo en voz baja a su amigo el del bar refiriéndose a ella: ¿Has visto? He visto, le contestó. Y acto seguido les invitó a pasar a la trastienda para hacerse unas rayas. Las chicas primero, dijo alguien, por lo que Adela, muerta de risa, se inclinó sobre la mesa y el esplendor de su culo en pompa dijo hola a los tres desprevenidos varones. Cuando decidió que ya estaba bien de estar allí (no fuera que su amigo el del bar y Adela empezaran a simpatizar demasiado), propuso ir a una discoteca que cerraba muy tarde. Se despidieron del amigo del bar, el cual insinuó que quizá, al cerrar, se pasaría por el otro sitio. Entonces él, sin que los otros le vieran, hizo un gesto cómico que más o menos significaba: aparece y te estrangulo. El otro cogió la indirecta y reprimió una carcajada mientras entraba de nuevo en el local.

Subieron al coche de la mujer. El del bar, generoso como el sólo, le había regalado una papela de coca a Adela (lo cual hizo que él empezara a desconfiar) y se metieron más rayas antes de arrancar, menos su viejo amigo. Tal como él mismo explicó, ya había bebido bastante y prefería irse porque de lo contrario sabía que terminaría tirado por el suelo o algo similar. Lo llevaron hasta su casa, lo dejaron en el portal y después él le preguntó a ella si seguía teniendo ganas de ir a aquella discoteca. Adela, que para entonces ya se sentía parte de los misterios de la noche, asintió con gesto firme. El coche arrancó.

Dentro de la discoteca estaba oscuro y sonaba música negra. Bailaron. Ambos se encontraban muy bien, eufóricos pero sin pasarse. Además, era la primera vez que estaban solos sin haberlo planeado. Pidieron más bebida. Se sentaron e iniciaron una charla que, inevitablemente, derivó en cuestiones carnales. Él le confesó que la encontraba preciosa. Ella sonrió un poco, desinhibida por todo lo que había tomado; supo entonces que no le importaría pasar la noche con él, le apetecía y punto, aunque la sola idea de demostrarlo le asustó. Tuvo un gesto instintivo, echó la cabeza para atrás y después buscó un cigarro en el bolso, ya intranquila. Al encenderlo cruzó las piernas con tanta sensualidad que él creyó recibir señales afirmativas. Ella lo notó y no pudo evitar quedar en silencio. Él supo que si permitía que Adela se le escapara esa noche, no tendría muchas oportunidades mejores que aquella. Siguieron hablando. Los dedos de Adela paseaban nerviosos por la superficie del vaso, y de vez en cuando se introducían en él intentando pellizcar la rodajita de limón, que se le escurría siempre.

Al cabo de un rato el discjockey anunció por el micrófono que la discoteca iba a cerrar sus puertas. La música dejó de sonar. Las luces se encendieron de golpe. Él le preguntó si le invitaba a tomarse una copa más en su casa. Adela enmudeció; al cabo de unos segundos dijo que, si le invitaba, querría quedarse, a lo que él contestó que seguramente. Sin dar tiempo a que ella hablara dijo, ¿te gustaría que me quedase? Y vio como asentía con la cabeza. Entonces ella le dijo: pero me da miedo que nuestra amistad se estropee por esto. Somos adultos, respondió él, antes de besarla en la boca.

El primero fue un beso descompensado (él besó con más empeño que ella, que no dejaba de darle vueltas al significado real de lo de ser adultos). El segundo estuvo más igualado y él besó con tanta pasión, con tanto deseo acumulado, que al cerrar los ojos sintió un leve mareo a causa del alcohol ingerido. Se separó de ella acariciándole la mejilla, se cogieron de la mano y salieron de la discoteca en busca del coche. Fueron hasta la casa de Adela. El día empezaba a clarear y se oía el canto madrugador de algunos pájaros.

Subieron al piso, entraron en el dormitorio, se abrazaron de nuevo y él le preguntó si no le iba a invitar a una copa. Ella le animó a que se sirviera él mismo. Así lo hizo y cuando chocó su vaso con el de ella, un miedo tremendo pudo con él. Al fin estaba a punto de acostarse con Adela; un sueño que estaba a punto de hacerse realidad y sintió un escalofrío. Era el momento de la verdad. ¿Y si algo salía mal? Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Volvió a sentir un mareo.

Adela le preguntó si estaba bien. Él negó con la cabeza. La miró a los ojos y le dijo que sería mejor que se fuera. Dijo que a lo mejor ella tenía razón y aquello no era una buena idea. Ella le dedicó una sonrisa casi maternal, le pasó la mano por la nuca y le besó. Le hizo gracia que en aquel preciso instante el indeciso fuese él. ¿Estás seguro?, preguntó Adela besándole de nuevo, y él, callado, la abrazó otra vez.

Adela dijo que tenía que ir al baño y le pidió que no encendiera la luz de la habitación, que le daba vergüenza. Dispuesto a ahuyentar sus temores se dijo a sí mismo que menuda idiotez y que vaya putada porque Adela sin ropa tenía que ser un espectáculo para retener en la memoria por los siglos de los siglos. Pero por miedo a contrariarla, y a que las cosas se fueran complicando más y más, aceptó sus condiciones.

Se desnudó, se metió en la cama y se puso a pensar en lo que pasaría a continuación, cuando ella llegara desnuda también y la tuviera pegada a él. Entonces llegó y ya no tuvo que imaginarse nada más.

Consideraba odiosas las mañanas de domingo, pero al ver la espalda desnuda de Adela junto a él, nada más abrir los ojos, le invadió una euforia tal que dio gracias al día festivo por el tiempo que le ofrecía para seguir con ella. La noche había sido perfecta, se dijo a sí mismo. Los había unido la casualidad y ahora estaba claro que los dos eran más que compatibles.

Se volvió sigiloso hacia Adela, en la cama. La miró una vez más, abrazada al extremo de la sábana, con la espalda desnuda. Disfrutó de aquella imagen. En un segundo cruzaron por su cabeza un millar de cosas, todas buenas, todas con ella. La contemplaba ignorando que Adela también estaba despierta. Y rígida, poseída por una incómoda sensación. No hacía más que pensar en la excusa que pondría cuando él la volviese a llamar.

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