Prometeo |
Carmen Cifredo Martín |
«¿No sabes esto, Prometeo, que de un alma enferma son las palabras médicos?» Esquilo: Prometeo encadenado Aquí estoy a oscuras. Es la primera vez en diez años que me meten en una celda de castigo. Siempre he tenido un comportamiento ejemplar. ¡Qué hambre! Ya viene alguien con la cena. Oigo unos pasos que cojean. Creo que es Eugenio el Negro, buen chaval, aunque un poco corto para lo grande que es. Traerá mi cena y le acompañará un funcionario para anunciarme el fin del castigo. Estoy seguro de que todo esto ha sido un error, y esta noche duermo ya en mi cama. Corre viento ahí fuera, lo oigo silbar a través de los cristales. Si estuviera en el patio tendría que llevar mi gorro de lana para protegerme las orejas. Claro que también podría andar de un lado a otro y no se me quedarían los pies como muertos. Hace rato que he dejado de sentirlos. Ya me lo advirtió mi amigo Mohamed, al que metían aquí dentro un día sí y otro no por culpa de su lengua. «Incontinencia verbal» le llamaba yo. Se aprendía todos los insultos que podía y luego se los soltaba a los funcionarios que pasaban a su lado. Mohamed decía que después de dos días enteros en una de castigo ya no sabía si eran suyos los pies o eran de las cucarachas que le paseaban por el catre. Huele a meados y yo tengo más hambre cada vez. Siempre huele a meados en los sitios que no se usan mucho. Sobre todo a principios del invierno, cuando las cañerías aún están en otoño. Pero lo peor son mis hemorroides, y este catre sin colchón que me obliga a estar sentado desde hace doce horas. Se lo he dicho al funcionario, nada más meterme aquí esta mañana: Vamos, hombre, ¿dónde está el colchón de esta cama? Tengo unas hemorroides de caballo. Ah, sí. Ahora viene el Flex ha respondido el muy capullo con retintín. Es que se nos había olvidado ponerlo. Al irse ha cerrado también la verja de seguridad. ¡Pero si no soy peligroso! Llevo en este penal diez años y aún no se fían de mí. Tengo el culo hecho polvo, pero el médico no me receta nada. Eso se pasa con una buena dieta me dice sin levantar la vista del recetario, cada vez que voy a Enfermería. ¡Si al menos tuviera aquí mis libros! Es inútil pensarlo, porque ni siquiera hay luz para ver una letra. Estoy leyendo a los griegos, tragedias de Esquilo y de Sófocles que me recomendó Marimar, la maestra del Penal. Me he leído tres veces Prometeo encadenado. Pues sí, encadenado a una roca donde le come el hígado continuamente un cuervo, y todo por llevar el fuego a los mortales y oponerse a la autoridad suprema, a Zeus. Así de injusta es la vida. Al menos Prometeo tiene salvación, porque un día llega Hércules y lo libera de su castigo. Mis libros son antiguos y tienen láminas a todo color. La que más me gusta es una en la que un Prometeo regordete sostiene una antorcha como si volase. ¡Y luego dicen que los gordos no somos atractivos! En el Penal de Burgos hace mucho frío y a veces viento, como esta noche. Pero uno se acostumbra después del primer invierno. No hay apenas maricas ni etarras, que siempre aportan un buen nivel de conversación, pero me defiendo con la estupenda biblioteca. Es la mejor de todos los sitios donde he estado. Eso sí, hay mucho enganchado, casi todos sidosos, y por ellos hago lo que puedo. Cagüen la puta se quejaba ayer Amador Rellán, un muchacho de 23 años de la 14. Tenemos una jeringuilla para todo el patio, así no es extraño que caigamos como moscas. ¿Y dónde coño está la metadona que nos prometieron en verano? Por la tarde Amador ya tenía un recurso de mi puño y letra dirigido a Dirección. Soy así. Me enternecen estos jóvenes, y ellos tienen en mí a un padre. Siempre que puedo les consigo algún favor de la Asistente Social. Incluso los funcionarios me ven como un tipo muy útil cuando hay que calmar los ánimos o llamar a alguien la atención. En fin, estoy muy bien considerado por todos. Exagerando un poco podría decir que ésta es la familia que nunca tuve fuera. Y entonces, ¿por qué demonios querría yo cambiar esta situación? No entiendo lo que me ha pasado esta mañana. Soplaba el viento del norte y me he quedado en un rincón del patio. Me ha llamado el subdirector de Tratamiento a su despacho. Nada más entrar he visto que estaba de malas pulgas. Tenía ese gesto tan suyo de contraer la barbilla con pequeños temblores. Su voz quería ser suave, pero yo sentía que me estaba escupiendo: Estoy hasta los cojones de tus recursos a la Dirección. ¿No te he dicho que te metas en tus asuntos? cada vez subía más el tono, y una baba diminuta le empezaba salir por la comisura derecha del labio. Y ha continuado: ¿A ti qué coño te importa cuántas jeringuillas haya por metro cuadrado, si tú no te pones nada? Y así ha seguido durante un buen rato. Yo miraba con la mayor sumisión. Unas veces su corbata. Otras la babilla blanca cayéndole ya sin remedio. He hecho como si el asunto no fuera conmigo, y he puesto en práctica lo que he aprendido en el Taller de Teatro de los jueves por la tarde: silencio, cara de asombro y de indignación, como si me hablara de otro interno. Mira que si te meto en un lío no va a haber dios que te saque. ¡Como vuelva a ver un solo papel con tu letra, te has cagado, te lo juro! Y para sellar el juramento ha dado un golpe en la mesa con su mano derecha, que ha hecho temblar el cenicero de mármol gris lleno de colillas. Ha sido entonces cuando he tenido la visión. Miraba una colilla que había saltado del cenicero por el puñetazo. El viento hacía rodar una latas vacías por el suelo del patio. Se me han nublado los ojos. Y lo he visto. He visto a Zeus. Estaba rodeado de águilas y rayos. Tronaba amenazante y emitía no sé qué castigo eterno sobre mi hígado. Yo, mientras, guardaba tras mi espalda la antorcha encendida con la que había llevado la luz y el calor a los pobres mortales. No he visto nada más. Luego, al abrir los ojos, el subdirector estaba en el suelo, mirando fijamente mis pies. Sangraba por la cabeza. El cenicero de mármol junto a él. He entendido que era un buen momento para marcharme, así, con naturalidad. Estoy ya cansado de Burgos. Diez años en la misma cárcel aburren a cualquiera, de modo que me he encaminado a la puerta de salida. Por casualidad estaban allí tres funcionarios malencarados. Uno de ellos me ha golpeado con una de las porras. Eso sí, antes me han ofrecido su brazo para que no me rompiese la crisma al caer al suelo. Me gusta la gente educada. El viento ha dejado de soplar. Oigo los pasos de Eugenio, el Negro, y de alguien más. En esta galería sólo estoy yo castigado, lo sé muy bien, de manera que se dirigen aquí. Ya abren la puerta. Un cerrojo, otro más, un tirón desde fuera, los goznes chillan igual que los de mi galería. La luz del pasillo me ciega. Pero, ¿qué es esto? ¿Dónde está la bandeja metálica con mi cena? En cambio viene el médico. No entiendo por qué hace la visita por la noche. ¿Le preocuparán a estas alturas mis hemorroides? También hay dos hombres grandes vestidos de blanco. Y el de la porra de esta mañana va detrás. Me hace un reconocimiento: la lengua, los ojos, el pulso. Y ahora me pone una intravenosa. Tengo que darte una buena noticia dice al fin. Te vamos a trasladar a Ciempozuelos. ¿Qué te parece? Ya era hora, joder me dan ganas de decirle. Pero no tengo ganas ni de hablar. Sólo siento hambre. Detrás vendrán mi cena, mi colchón de espuma y mis tragedias griegas. No sé. Este muchacho de la porra tiene un enorme parecido con la lámina del Hércules que viene en mi libro. |