Genio y figura...

 Nieves Díaz

Ramón era una institución en la comarca. Tenía aspecto de ogro de cuento infantil. Era grandullón, obeso y coloradote, y poseía un fuerte carisma ganado en su juventud, cuando, como miembro del equipo de fútbol local, había marcado goles históricos para su equipo que consiguió, en aquellos gloriosos años, un efímero ascenso a Primera Regional. Su fama de goleador le había acompañado a lo largo de toda su vida. A pesar del tiempo transcurrido desde aquellas hazañas, aún quedaban viejos en el pueblo encargados de transmitir oralmente a las nuevas generaciones los éxitos deportivos de Ramón como delantero centro.

Había otras muchas razones que hacían que Ramón fuese apreciado y admirado por sus paisanos. Era un buen conversador, mejor bebedor, y excelente animador en las tertulias que se organizaban espontáneamente en la taberna que regentaba desde que, retirado ya del mundo del deporte, decidió sentar la cabeza y compaginar las tareas de campesino con las obligaciones de tabernero. La taberna de Ramón era el centro de la vida social en el pueblo. Cualquier acontecimiento que afectara al municipio era discutido allí, antes incluso de ser llevado al pleno del Ayuntamiento. Cualquier evento deportivo que mereciera la pena se veía en la televisión de la taberna abarrotada de parroquianos que no se perderían por nada del mundo los gritos atronadores de Ramón animando a su equipo favorito, o los esfuerzos con los que trataba de empujar en la montaña a los ciclistas que competían por conseguir la Vuelta, el Tour o el Giro.

—Lo peor de este hombre es su tozudez —decían cuantos le conocían.

—Y esa manía de oponerse a todo lo que signifique progreso —argumentaban otros.

La testarudez de Ramón había dado lugar en la taberna a discusiones históricas tan terribles que habían tenido como consecuencia la ruptura de amistades entre Ramón y alguno de sus antiguos compañeros de equipo, que no le perdonaban a éste su oposición al progreso. Célebre por su enconamiento y ardor fue la discusión sobre si era o no conveniente para el pueblo el trazado de la autopista, o la que suscitó el tema de la construcción de un túnel con el argumento de hacer más corto el recorrido del ferrocarril.

Todas estas batallas dialécticas las resolvía Ramón vociferando que el pueblo no necesitaba para nada la maldita autopista, o que la construcción del túnel no haría sino evitar al pueblo el disfrute que suponía ver pasar a los trenes a su hora. Los argumentos retrógrados de Ramón no convencían a nadie, a pesar de su carisma, pero lograban que los lugareños se enzarzasen en discusiones inacabables. Estas discusiones estaban siempre regadas con buen tinto de la casa y aderezadas con el espeso humo de los puros que los clientes reservaban para la ocasión. La última de las discusiones había tenido lugar hacía sólo una semana, y había girado en torno a la conveniencia o no de utilizar abonos artificiales en las labores agrícolas. La opinión de Ramón era, por supuesto, contraria a su utilización.

—Dónde se ha visto —gritaba Ramón— echar esas porquerías al campo que siempre ha sido lo suficientemente fértil para permitirnos vivir de sus productos. ¿Qué falta le hacen al campo esas guarradas?

La argumentación anti-abonos artificiales del tabernero fue en esta ocasión tan contestada, que los gritos de los partidarios de los productos químicos lograron acallar la imponente voz de Ramón. La discusión se prolongó hasta bien entrada la madrugada. El tinto corrió a raudales esa noche y la tensión sanguínea de los discutidores alcanzó cotas muy altas.

Ramón se fue a la cama más alterado que de costumbre. Su corazón no pudo soportar la tensión de la orgía discutidora de la noche anterior y los contertulios quedaron sobrecogidos al día siguiente por la noticia de su muerte, víctima de un infarto.

La noticia hizo que, de forma espontánea, la mayoría de los paisanos fueran a reunirse a su taberna donde lloraron juntos al tabernero, glosaron sus virtudes y obviaron todos sus defectos. El alcalde no sabía qué inventar para dedicar a Ramón un homenaje póstumo en su entierro que fuera recordado para siempre, y lanzó jubiloso la idea de la incineración de su cadáver. Ramón sería el primero en la comarca en inaugurar el horno crematorio recientemente construido en el pequeño camposanto municipal. A Ramón y sólo a él le correspondería el honor de haber ocupado con sus cenizas la primera de las urnas destinadas a tal efecto en una pequeña estancia del cementerio.

La idea fue acogida con una calurosa y solidaria ovación que pareció mitigar un poco el dolor que la muerte del amigo les había causado. Tras la decisión, tomada en reunión de urgencia, emocionados y circunspectos, se fueron a sus casas a vestir sus mejores trajes para acompañar a Ramón en el último viaje.

Al luctuoso acontecimiento acudieron cientos de personas de los pueblos colindantes que, en silencio y conteniendo el llanto, acompañaban al féretro. El cortejo fúnebre se desplazó penosamente por la cuesta que llevaba al cementerio. Los portadores de la caja que transportaba el cadáver del tabernero eran los miembros supervivientes del antaño glorioso equipo de fútbol, y la carga era pesada. Algunos paisanos no las tenían todas consigo sobre si a Ramón le gustaría o no ser incinerado, pero seguía pareciéndoles una buena idea como homenaje a su memoria.

Con alivio, soltaron el féretro sobre un altar situado delante del horno crematorio y, antes de proceder a la incineración, destaparon la caja para ver por última vez la cara del que fuera admirado futbolista, amigo, tabernero y contertulio. Los rostros de los primeros que se aproximaron al féretro mostraban estupor, incredulidad y espanto, pero nadie articulaba palabra. La cara de terror de los cercanos suscitó la curiosidad de los que estaban más alejados que trataron de acercarse para descubrir la causa del mudo espanto que sobrecogía a los presentes. Luego empezaron a escucharse los primeros comentarios ahogados por el miedo: «¡Ramón no está en la caja! ¡El cadáver ha desaparecido!» Murmullos de incredulidad, oraciones desesperadas, susurros que mostraban el pánico de los paisanos. La suma de todos estos sentimientos se convirtió en un estruendo creciente sólo detenido por un alarido histérico que silenció de nuevo a los presentes. El grito de pánico fue precedido por un sonido como de piedras desprendidas, como de tierra removida.

«¡Allí!», gritó alguien señalando a una de las tumbas vacías.

Nadie se movió. Todos los cuerpos girados hacia el mismo sitio. Sólo el cura reunió el valor suficiente para acercarse al lugar del que parecía proceder el sonido. Miró al fondo de la tumba y descubrió con incredulidad que el pesado cuerpo de Ramón yacía en ella reflejando serenidad en su semblante de cadáver. Ramón había elegido la inhumación tradicional en un postrer y espectacular alarde de tozudez.

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