Como
al día siguiente me iba de
vacaciones, pasé por la habitación de Ricardo para despedirme de él.
Era un paciente que llevaba dos meses ingresado en el hospital donde
ejercía mi trabajo como enfermera jefe, a las órdenes de don César Mendizábal,
un cirujano de gran prestigio, que era quien había intervenido a ese
paciente para extraerle un cáncer de colon. Debido a su gran fortaleza
física, a pesar de su avanzada edad, había respondido muy bien al tratamiento,
y se hallaba a la espera de que le dieran el alta.
Pensando
que a mi regreso de vacaciones ya no se encontraría allí, fui a despedirme
de él. Le encontré tan esperanzado que me dijo que afortunadamente el
miedo a morirse en esa ocasión había desaparecido, y esperaba que a
mi vuelta al trabajo, ya le habrían mandado a casa.
—Eso espero —le dije—, de todas formas ya nos veremos cuando vuelva
a revisión.
Pero cuando me incorporé a mi trabajo y pasé por las habitaciones para
ver los cambios de pacientes que se habían efectuado, al entrar en la
214 me sorprendió ver que don Ricardo todavía estaba allí y le pregunté:
—¿Qué pasa, don Ricardo? No esperaba verle aquí y menos acostado a estas
horas ¿Cómo es que no está levantado?
—Es que desde que usted se fue, cada día estoy peor.
—Pero, ¿cómo puede ser eso, si yo le dejé a punto de darle el alta?
—Así era como yo lo esperaba. Pero no sé lo que ha pasado. Yo creo que
me han cambiado el tratamiento. Pero se lo he preguntado al doctor y
me ha dicho que no. Y yo cada día estoy más agotado.
—Bueno, pues ya estoy yo, y verá que pronto se recupera.
Salí
de la habitación con gran extrañeza, y en el pasillo tropecé con don
César, y le transmití mi preocupación por el cambio tan notorio que
había sufrido don Ricardo, y muy desabrido me respondió que con los
años que llevaba de profesión, ya debía estar acostumbrada a que esos
cambios eran normales en ese tipo de enfermos. Aunque no me quedé muy
convencida, no podía rebatirle, y menos tratándose de una persona como
don César, con un prestigio adquirido a base de una gran dedicación.
Era ambicioso en todos los órdenes, y se fue superando hasta llegar
al puesto que ocupa como director de la clínica. Sentía por él una gran
admiración y respeto, que él me gratificaba depositando en mí una gran
confianza. Pero la respuesta tan categórica que acababa de darme, además
de no convencerme, me dejó perpleja por el tono que había empleado conmigo,
y cuando leí la hoja del tratamiento me sorprendí al ver que le habían
cambiado las medicinas por otras menos acordes con las de su enfermedad.
Averigüé quién lo había ordenado, y al decirme que el doctor Mendizábal,
pensé que quién era yo para no estar de acuerdo con su diagnóstico y
dejé el asunto en sus manos. Según supe después por una compañera, cuyo
su padre trabajaba en la empresa de don Ricardo, estaba casado en segundas
nupcias con una mujer muy guapa, treinta años menor que él, que sólo
pensaba en divertirse y gastar el capital de su marido. Sólo había coincidido
con ella el día de la intervención de su marido, pero no recordaba cómo
era, ya que fueron los hijos del paciente quienes se encargaron de saber
el resultado de la intervención, mientras permanecía apartada en un
rincón, y ya no volví a coincidir más con ella. Aunque ya no era responsabilidad
mía, pasaba varias veces por su habitación para ver cómo evolucionaba.
Por lo poco común de la hora me extrañé al ver salir al doctor de la
habitación y le pregunté sorprendida.
—¿Pasa algo, doctor?
—No, nada —me respondió a la vez que proseguía su camino y yo entraba
en la habitación donde encontré a don Ricardo dormido.
Todo era muy confuso. Aunque no era normal que el doctor diera explicaciones,
me resultó extraño que no me advirtiera del sueño del paciente. Aquella
noche tuve guardia y fui hacer una última visita a don Ricardo, que
al verme llegar, me dijo con una voz muy apagada que estaba perdiendo
toda esperanza de salvarse. Yo tenía una ligera sospecha de que le estaban
administrando algo inadecuado, pero no podía acreditarlo. Cuando a medianoche
sonó el timbre de la 214, me fui detrás de la enfermera que acudía a
la llamada y encontramos a don Ricardo que apenas podía respirar, y
le dije:
—Abre pronto el oxígeno.
Y mientras le colocaba la mascarilla le dije que fuera a buscar al médico
de guardia. Cuando llegó el doctor se le puso una inyección para reanimarle
y dio orden de que avisáramos a la familia. Luego llegaron los hijos,
y como aún estaba consciente fueron reconocidos por su padre, pero cuando
llegó su mujer apenas tenía vida. Cuando se extinguió, el médico de
guardia firmó la defunción cuya causa se había producido por un paro
cardiaco a consecuencia de la intervención de cáncer de colon que se
le había practicado. Pero yo no estaba tan segura de ello, aunque tampoco
tenía sobrados motivos para albergar tantas dudas. Así que por muy extraño
que aquello me pareciera, puede que no fueran más que sospecha infundadas,
y como mi profesión no era la de detective, preferí olvidarme del caso.
Después
de dos meses me fui a cenar con unos amigos a un restaurante de las
afueras de la ciudad. Terminada la cena, mientras hablaba con mis amigos,
sentada frente a mí descubrí a una bella mujer que no dejaba de mirarme,
mientras a mí no me resultaba desconocida, pero no acertaba a saber
de qué podía conocerla. Nuestras miradas se cruzaban continuamente,
mientras ella hablaba con la persona que la acompañaba sin que yo pudiera
ver quién era, por estar de espaldas a mí y medio oculta por otras personas.
Dejé de indagar y me incorporé a la conversación de mis amigos, y cuando
me quise dar cuenta habían desaparecido. No debía hacer mucho rato que
se habían ido, porque al salir del restaurante y dirigirnos a los coches,
pude ver a esa persona entrando a toda prisa en su vehículo y descubrir
que se trataba del doctor Mendizábal, que estaba tratando de que yo
no le descubriera. En ese momento empezó a intrigarme, y a pensar de
qué conocía a esa mujer, si al doctor nunca le había visto con nadie.
Como
si fuera un flash, se iluminó ante mí la habitación 214 y vi una mujer
que aparentaba llorar por su marido en el preciso momento que terminaba
de cerrar los ojos para siempre. Aquel día no iba tan maquillada, además
de que con quien más hablé fue con los hijos del difunto. Y como si
se tratara de una película del teniente Colombo, empecé atar cabos y
recordé lo que me había contado mi compañera sobre la mujer de don Ricardo.
Y sobre todo por qué el doctor Mendizábal se estaba ocultando de mí.
¡Era todo tan sospechoso! Pero yo no disponía de datos que acreditaran
que la muerte de don Ricardo había sido un homicidio. Pero lo que no
pude hacer fue seguir trabajando con una persona que, aunque no tuviera
ningún fundamento, siempre le vería como a un sospechoso.
Así
que pedí el traslado a otro hospital, y puse punto y final aquella pesadilla,
pero no por eso me siento satisfecha de la postura que adopté, y espero
que algún día salga todo a la luz y pueda resplandecer la verdad.
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