Marga llegó del trabajo
como todos los días en torno a las 8:30 de la tarde. Su casa estaba
rehabilitada, seguía sin ascensor y tenía que subir hasta el tercero.
Al doblar el último recodo de la escalera se le escapó un grito, la
cerradura estaba en el suelo y en la puerta había un agujero. Tapándose
la boca con la mano exclamó: ¡Joder! ¡La hostia! Corrió escaleras abajo.
Llamó a casa de sus amigos Edu e Isa, que vivían en el segundo, que
abrieron rápidamente ante la insistente llamada.
Marga,
muy agitada, les contó lo que había visto. Subieron los tres, entraron
e inspeccionaron todas las habitaciones, el despacho a la izquierda
del pasillo, el salón a continuación, a la derecha el dormitorio, y
al final del pasillo el baño y la cocina. No, no parecía que hubiese
nadie, ni que faltase nada, ni siquiera que hubiesen entrado. Colocaron
la cerradura provisionalmente hasta que viniese un cerrajero al día
siguiente.
—Marga, ¿quieres bajarte con nosotros?
—No, estoy muy nerviosa y cansada, tal vez llame a Carlos para que venga
a quedarse.
—Hasta mañana, si necesitas algo nos avisas.
Con
el pulso un poco acelerado aún, Marga se quitó el traje. Lo necesitaba
más que nunca. Además los tacones la estaban matando; telefoneó a Carlos
y se fue al salón. Mientras él venía colocaría algunas piezas en el
puzzle que tenía encima de la mesa para relajarse un poco.
La
del puzzle era una afición que había desarrollado hacía tres años, en
las últimas vacaciones que pasó con Carlos, antes de romper la relación.
Fue lo único que a él se le ocurrió para entretenerla y que se le evaporasen
sus efluvios sexuales, no correspondidos por él —de alguna manera la
tenía que distraer—. Y fue definitiva. Le dejó al día siguiente de volver.
Veinte
minutos después salió de su ensimismamiento de un respingo, cuando sonó
el timbre. Saltó hacia la puerta, vio por la mirilla que era Carlos
y abrió. Se besaron en la mejilla y Marga le relató, de nuevo, lo sucedido
ya un poco más calmada, pero seguía hablando muy deprisa y diciendo
muchos tacos como cuando estaba nerviosa.
Carlos
se quedó. Marga hizo pasta y cenaron; la denuncia la haría por la mañana.
Al acabar se engancharon un rato en el puzzle.
A
las doce Carlos abrió el sofá-cama del salón y Marga se desmaquilló.
Se acostaron y ella desde su dormitorio le deseó a Carlos las buenas
noches. Tardó en dormirse y a oscuras estuvo pensando por qué le dejó.
Lo que él pretendía era una novia eterna, la relación estaba estancada,
y ella con 31 años que tenía entonces no podía perder mucho tiempo si
quería tener una familia e hijos. Aun así, al dejarlo Marga perdió hasta
el apetito, se iba a volver loca dándole vueltas a todas las dudas que
tenía sobre él.
Recordó
su primer fin de semana juntos. El viernes cenaron fuera, y al regresar
Carlos sacó una botella de cava y dos copas, que se llevaron a la cama
y apuraron mientras hacían el amor. El sábado se levantaron tarde y
Carlos fue al gimnasio, a tomar una sauna, comieron en casa de Isa y
Edu y por la tarde vieron la tele entre caricia y caricia; por la noche,
se fueron pronto a dormir. Antes de un año, el cava se transformó en
ver en la tele un partido de baloncesto hasta las tres de la madrugada,
con Marga durmiendo; y las caricias de la tarde en silencios. Ella se
empeñaba en mantenerlas pero Carlos le respondía:
—¿Por qué no lees un poquito, bonita? Estoy viendo el tenis —sentado
en su sillón. A Marga se le dibujaba un puchero, cada vez más convencida
de su falta de atractivo sexual “¿Qué hago mal?”, pensaba. Se preguntó
cómo se había enamorado de él. Le había hecho mucho daño. Además siempre
estaba con el dedo en la nariz haciendo pelotillas y tirándose pedos,
muy ejecutivo agresivo de multinacional, pero un poco guarro. Ahora
no sabía como quitárselo de encima, Carlos era como un cuadro más de
su casa, nadie se explicaba cómo, siempre estaba allí, tanto a diario
como cuando Marga hacía fiestas con sus amigos, él siempre tumbado en
el sofá bostezando; aunque en días como ése le venía muy bien, y sus
regalos eran muy útiles: la tele, el microondas, la olla superrápida,
etc. Muy romántico todo. Por fin se durmió.
Al
día siguiente, perfectamente maquillada y conjuntada, fue a la comisaría.
Tras quince minutos, la llamaron y se sentó en una silla frente a un
ordenador que tecleaba un agente. Marga le observó intimidada; estas
cosas le imponían un poco, estaba nerviosa; no le veía la cara porque
se la tapaba la pantalla, pero sí sus manos, grandes, con los dedos
largos y fuertes, unas manos muy varoniles, por cierto, que no llevaba
alianza.
—¿En qué puedo servirla, señorita? —El policía, primero muy circunspecto,
y al verla, con una amplia sonrisa.
—Anoche cuando llegué a mi casa habían intentado robarme.
—Nombre.
—Marga González de Córdova
—Su DNI, por favor.
Marga
le dio el DNI devolviéndole la sonrisa, y mientras él tomó los datos
ella le estaba haciendo también su ficha. ¡Qué bien está! —pensó— ¡Joder
con la policía!
—¿Dónde trabaja?
—Soy Directora Financiera de Aeropuertos Nacionales.
—¡Hombre! Si somos compañeros. Yo me llamo José.
—¿Compañeros? —preguntó Marga.
—Sí, claro, somos los dos funcionarios.
—Ah, sí, por supuesto.
—Cuéntame lo que pasó.
Marga
le narró detalladamente el suceso, y él no paraba de decirle, “menos
mal que los niños no estaban en casa”. Ella sólo le respondía “menos
mal”. Estás tu listo si crees que te voy a decir que vivo sola, listillo
—pensaba Marga—. Durante la declaración él no paraba de mirarla a los
ojos, con una mirada tan penetrante que a Marga la estaba poniendo un
poco violenta, no sabía si mantenérsela o no, no le parecía normal coquetear
con un policía en esa situación.
—Firma aquí —le dijo el policía—. Y ten cuidado por la calle, llevas
unas sortijas muy llamativas, y te pueden dar un susto cualquier día.
Recuerda que me llamo José por si necesitas algo.
Se
despidieron dándose la mano y Marga se marchó a trabajar, pues antes
de venir, el cerrajero ya le había cambiado la cerradura. Por fin podía
volver a la normalidad. Esperaba olvidarlo pronto.
Una
semana más tarde tuvo que ir al Ministerio de Hacienda a una reunión
y al pasar el control de acceso le pidieron la documentación. No encontró
el DNI en su cartera. Después recordó donde fue la última vez que lo
vio: en la comisaría, al dárselo al policía, pero no recordaba que este
se lo hubiese devuelto.
Al
regresar al despacho telefoneó a la comisaría y preguntó por José. Después
de los saludos:
—Es que me debí dejar el DNI el otro día.
—Sí, lo tengo yo.
—¡Ah!, voy a buscarlo.
—No, verás, es que me lo llevé a mi casa, para que no se perdiese. Mañana
me lo traigo y te lo acerco.
—No te molestes, voy yo por él.
—Mejor me das la dirección de tu trabajo, y mañana te lo llevo.
—No, estaré en una reunión, mejor hablamos mañana por la noche.
Al
colgar, Marga le dio muchas vueltas, pues se había atemorizado de verdad.
Primero pensó que lo que intentaba era ligar, pero después se montó
cientos de películas: que tuviese que ver con los ladrones, que fuese
un violador, y si me pasa algo ¿dónde le denuncio? Hasta que se le ocurrió
citarle en su casa, como él propuso, pero estando allí Carlos para que
pensase que era su marido. Hablaron por teléfono y quedaron según lo
previsto. Carlos se prestó a seguirle el juego.
Al
día siguiente, a las once, sonó el timbre. A Marga le dio un vuelco
el corazón y Carlos le rozó la mano para tranquilizarla, fue él quien
contestó al telefonillo y abrió la puerta. Al aparecer el policía, Carlos,
con los ojos desorbitados, exclamó estupefacto:
—¡Tú!
—Sí, yo —le contestó José sonriendo.
—¡Ah! Pero, ¿os conocéis?
—Sí —respondió Carlos—, ya te lo explicaré.
—Y dirigiéndose a José
—¿Entonces tú eres el famoso policía?
—Sí, ya ves que no te libras de mí. Un día, haciendo la ronda, te vi
entrar con Marga y decidí observaros para averiguar si vivías aquí y
poder hablar contigo. No está bien como desapareciste.
—Bueno, bueno, déjalo ya, ya hablaremos. Dame el DNI de Marga, y mañana
te llamo.
El
policía se marchó, y al cerrar la puerta, Marga, que no daba crédito
a sus oídos y tenía los ojos abiertos como platos:
—¿Qué significa esto?
—Nada especial, lo que has visto.
—Yo no he visto nada, pero sí imagino muchas cosas, así que prefiero
que tú me lo cuentes.
—De acuerdo, a José le conocí en el gimnasio, en la sauna, y tomamos
copas alguna vez.
—¿Sólo eso o hubo algo más?, porque sólo por unas copas no te seguiría.
—Bueno, algo más.
Y
entonces Marga lo vio todo claro, la pieza que le faltaba era José,
el puzzle encajaba.
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