Mis leones / la ventana
Pablo Insua García


A todos aquellos que, enseñándome a vivir mi vida, me habéis 
enseñando a vivir otras muchas. Gracias

En la conversación telefónica que acababa de mantener, si se la puede llamar así, porque no fui capaz de articular palabra, mi jefe me había dicho fríamente: 
—Luis, no sabes lo duro que se me hace decirte esto, pero el consejo de administración de la empresa ha decidido prescindir de tus servicios. Mañana mismo ocupará tu despacho tu sustituto.

Cuando colgué el teléfono gris oscuro de mi despacho me quedé contemplando cómo la columna de humo que desprendía mi cigarrillo se disipaba al llegar al techo igual de rápido que mi futuro profesional.

Me hubiese gustado hacer cientos de preguntas, pero me resultó imposible. Al menos me hubiese gustado saber cuáles eran los motivos que habían llevado al consejo a tomar esa decisión y quién sería mi sustituto, pero me había limitado a colgar el teléfono sin más.

De pronto sentí que me faltaba el aire, aplasté el cigarrillo en el cenicero de arcilla que me había regalado mi hija Patricia un año antes del fatal accidente que le costó la vida e intenté abrir los pulmones al máximo, pero nada. Entonces me levanté, caminé aprisa hacia la ventana y la abrí de par en par. Entró una gran bocanada de aire gélido, pero mis pulmones no la aceptaron. Finalmente la angustia me hizo sentir la necesidad de salir del despacho lo antes posible. Cogí por la solapa mi gabardina que estaba colgada en el perchero como si estuviera agarrando a mi peor enemigo. Vacié el cenicero, que era lo único que quería llevarme, y tras coger de la cerradura del cajón el llavero con las llaves de mi casa y mi coche, abandoné mi despacho por última vez. Bajé los tres pisos que me separaban del garaje atacando los escalones de tres en tres. Cuando llegué junto a mi flamante BMW azul de cuando las cosas me iban bien, abrí la puerta, me senté en mi asiento y tras poner a todo volumen una cinta con los grandes éxitos de Tequila que últimamente escuchaba cada vez que tenía oportunidad, salí de mi plaza haciendo que las ruedas chirriaran contra el suelo. Cuando pocos segundos después me encontré ante la puerta de salida accioné el mando a distancia y mientras esta se abría esperé dando golpecitos en el volante al ritmo de la música.

Fuera la oscuridad era absoluta a pesar de que sólo eran las seis de la tarde. Un día cualquiera a estas horas todavía me quedaría mucho tiempo en mi despacho rodeado de papeles, por lo que me sorprendió muchísimo el enorme atasco en el que me vi metido. Mi ansiedad me hacía no soportar el discurrir cansino de los coches, así que en cuanto tuve oportunidad varié la ruta aun a costa de dar un poco más de vuelta. Apenas quince minutos después entraba en mi casa. Mi hermano Carlos no estaba, así que dejé en el perchero mi gabardina y me senté en el sofá. Pensé en encender la televisión, pero la desgracia ajena no me iba a aliviar mi angustia, así que preferí el silencio. Me arrodillé ante el mueble bar que había debajo de la televisión, saqué la botella de whisky y un vaso. Me senté en el sofá y me serví un buen chorro que casi tan rápido como había caído en el vaso resbaló por mi garganta. Comencé entonces a atormentarme con mi desgracia. Pensé en Silvia. Nos habíamos separado a raíz de la muerte de nuestra hija. Ninguno de los dos habíamos sido capaces de superarlo, y eso nos había llevado a reprochárnoslo mutuamente hasta que nos fue imposible la convivencia. Me eché entonces otro trago de whisky y lo ingerí a la misma velocidad que el anterior. Tras el segundo trago pensé en mi ruina económica. Un impulso tras la separación me había llevado a invertir gran cantidad de dinero en bolsa y lo había perdido contra pronóstico a toda velocidad. Me puse un tercer whisky y pensé entonces en la compañía de Carlos, ése era mi único consuelo, aunque insuficiente. Tras mi separación se había venido a vivir conmigo para estar a mi lado y de paso ahorrarse el dinerillo del alquiler. Comencé a sentir sueño.

Cuando me desperté recordaba muy claramente que al igual que las últimas noches había soñado con dos leones. Dos leones que estaban tristes por encontrarse en cautividad en el zoológico, y que tras encontrarse en libertad por un fallo de seguridad iban recorriendo las calles comiéndose a todos aquellos ciudadanos que se encontraban tristes como habían estado ellos. A pesar de los esfuerzos de la policía y bomberos por detenerlos se habían comido ya a cientos de personas a lo largo de las veces que me habían visitado en sueños.

El estruendo de muchas sirenas me sacudió la modorra. Me asomé al balcón del salón y vi como “mis leones”, perseguidos por la policía iban tras un grupo de personas. Eran unos quince. No sabía por qué aquellos hombres y mujeres podían estar tristes y por tanto ser víctimas de “mis leones”, pero si entendí perfectamente que yo debía ser víctima suya. Todo era perfecto, pondría fin a mi desdichada vida en las garras de “mis leones”; y aunque no les guardaba rencor, haría que aquellos que me habían despedido de forma injusta se sintiesen culpables de mi muerte al oír mi nombre en los telediarios.

Me senté sobre la barandilla dispuesto a dejarme caer al vacío. Dudé por un instante, pero al notar la presencia de mi hermano detrás de mí supe que si me paraba a escucharle sería infiel a mi destino. Me impulsé con los pies y caí al vacío. 

La ventana

Para Elo, por ser una realidad, no un recuerdo.

La luz de la farola se encendió junto a la ventana del primer piso. La ventana se abrió y un hombre joven con un cigarrillo en la boca apoyó los codos en el alféizar. Cuando el reloj del campanario dio las ocho y cuarto supo que aquella anciana ya no volvería a pasar. Cerró la ventana al tiempo que una lágrima resbalaba por su mejilla. La última imagen que tenía del recuerdo de su madre había muerto. 

 
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