Diez pajas
Ismael El Kadaoui Calvo


Maldito el día en que salí a la calle habiéndome hecho una paja. Me iba a arrepentir de esa y de las seis mil doscientas cinco que llevo en estos veintiséis años de mi masturbada vida.

Había quedado con mi pareja, y digo pareja y no novia porque de hecho somos pareja de hecho, quiero decir que vivimos juntos pero sin vivir juntos; vamos, que ella tiene su casa y yo la de mis padres, por eso ella no puede venirse a vivir conmigo, y yo no puedo irme a vivir con ella porque... pues porque simplemente no quiere que le robe su independencia. Puede sonar un poco raro, pero el caso es que quedé con Irene, mi novia, porque me tenía que dar una sorpresa. Aunque sorpresa la que me llevé yo al levantarme. Había tenido una polución nocturna. Vamos, que me corrí soñando que me follaba a Santa Clara. Lo de “Santa” va precisamente porque es monja, ¡pero la hija de puta tiene unas peras! Y como además no lleva sujetador, y no es que haya indagado mucho para averiguarlo, sino que se le nota, que por notar se le notan hasta los pezones bajo el hábito, no me extraña que me corra. Al ver mi pelambre pringada hasta el último resquicio fui a lavármela, ¡uf! la cosa se levantó al frotármela con la toalla, y paja al canto.

Por fin, presto a recibir a Irene y entusiasmado por la sorpresa que me iba a dar, de la cual sospechaba que me pediría matrimonio. Llevábamos diez años juntos, y si no nos casamos antes es por el asunto de los niños. Ella quiere tener hijos y yo no puedo dárselos (según el urólogo mis espermas cojean del flagelo). Pero nada, ella insiste: “¡Quiero un hijo, tuyo o de quien sea!” (cuando dice de quién sea se refiere a adoptar uno, o al menos es lo que siempre he supuesto). Yo que no acepto tener un hijo en casa que no sea de mi propia sangre. “¡Pues no hay boda!”, concluye ella. Ahora que lo pienso y conociéndola como la conozco, las ocho de la mañana no es el momento idóneo para pedir la mano. Por supuesto, no lo era. Al parecer había encontrado solución a mi problema, tenía concertada una cita en la clínica para sacarme una pequeña “muestra” de semen y fecundar el óvulo fuera. ¡Vaya sorpresa! Allí en el hospital me dan un botecito y me dicen que tengo que llenarlo. Y aquello que sólo lo podía llenar un elefante en celo. “¿Quieres que te ayude?”, me preguntó Irene. Yo le contesté que no, a menos que echase lefa por la boca no sabía en qué consistiría su ayuda. Así que me pille un par de revistas y me ofrecieron dos películas porno: “Tías con polla” y “Cómo el Papa perdió la virginidad”. De modo que me conformé con las revistas. Tres, tres, hasta tres pajas me tuve que hacer para llenar el botijo. Acabé con las manos llenas de callos y la polla hecha jirones. Para como de males, tuve que ir a urgencias porque me disloqué el hombro en el proceso.

Abatido, me fui con Irene que me contó que había estado tan fría (más bien frígida) este último mes para que “eyaculase debidamente”, palabras textuales. Si supiese que en estos últimos treinta días me he hecho un 0,56% de todas las pajas que llevo en mi vida (parecen pocas, pero son treinta y cinco), me mataba. Pero lo peor habría llegado cuando le hubiese dicho que ninguna me la hice pensando en ella: la ya citada Santa Clara, Mar Flores, la reina Sofía, Mónica Lewinski, Bibiana Fernández, María Teresa Campos, La veneno, la princesa Diana (repetidas veces), mi dentista y veinte nombres más que no logro recordar. Bueno, a lo que iba, mi pareja llevaba un mes sin follar y al llegar a casa me violó. Literalmente. Me dijo que lo hiciéramos. “No puedo, es el cumpleaños de mi amigo Luismi y hemos quedado en prepararle una fiesta sorpresa”, le dije para evadirme. Pero ella no entraba en razón, así que tras insultarme repetidas veces, cogió un cuchillo de cocina y amenazándome me ató a la cama de pies y manos y dale que te pego. Dos polvos seguidos. ¡Me cago en la puta. En estos diez años no me había dejado acabar ni uno y toma, ahora dos! Encima cómo tenía la polla, que eso no era polla ni era nada, parecía un plátano pelado de los jirones que tenía. Así que tras satisfacer sus necesidades, llegué a casa, me duché, comí y, efectivamente —aunque sin muchas ganas— fui a casa de Toño a preparar la fiesta. Cuatro gatos estábamos para inflar un montón de globos y colgar carteles y chismecitos por toda la casa. Al comenzar la fiesta sacaron dos tartas: una para Luismi y otra para mí. Al parecer, era mi santo (San Humberto, no sabía que hubiese un San Humberto). Estaba muy agradecido hasta que me enteré del regalo: un par de putas. No me lo podía creer. Encima tenía que cumplir porque si no me llamarían marica. ¡Otro polvo no! ¡Basta por hoy! Cuando llegó, la muy zorra me hizo de todo para que me corriese y tras dos horas de intenso trabajo logré engañarla fingiendo un orgasmo; pero la tía decía que no se iba hasta que no me corriese: “A mí no me pagan por orgasmos, sino por corridas”. Una ramera con principios, y me tenía que tocar a mí. Al fin logré convencerla de que me había hecho la vasectomía. Pero ahí no acabó todo, después de follarme a mi puta, me hicieron tirarme también a la de Luismi, y otras dos horas. Acabé muerto. Al finalizar la fiesta, le pedí un par de aspirinas a Toño. ¡Aspirinas! ¡Ja! ¡Aspirinas! El muy cretino había metido las pastillas de Viagra en el bote de aspirinas para que su novia no le dijera nada (es naturalista). Yo que me había tomado dos y me di cuenta de que aquello comenzó a subir, subir, subir, hincharse, hincharse, hincharse y Toño se da cuenta de que no me había tomado las pastillas adecuadas y aquello que me dolía de la hostia. Hacia el hospital corriendo. Y que tenían que amputar. Y yo que no me lo creía, así que tras mucho suplicar llamaron a la enfermera Esther para que me la pelase. Y Esther que es un nombre precioso, pero la enfermera era una gorda con barba, y nos dejaron a solas, y una paja con esas manazas sebosas que tenía y aquello que no bajaba, y dos pajas y aquello que parecía la torre de Babel. Ella se ofrece a que dé rienda suelta a mis pasiones y le metiese mano, así que se sacó las tetas y me las puso en la cara mientras me la seguía meneando y a mí que me dieron arcadas al ver esos pezones que parecían antenas parabólicas. La teta en sí era un pezón, y encima estaba lleno de venas. Y la que dio rienda suelta a sus pasiones fue ella que comenzó a masturbarse como una obesa, perdón, como una obsesa. Y tres pajas, y aquello que en vez de bajar seguí creciendo. Y la gorda emocionada me dijo “si quieres copulamos” con esa voz de toro, y estuvo a punto de subirse sobre mí, pero por suerte logré convencerla de que estaba casado y que aquello no era lo propio. De modo, que sin cortarse un pelo, comenzó a chupármela y contó mis pajas por multiorgasmos. A todas esta Irene entra y observa el panorama de la gorda desnuda, chupándomela y tocándose el clítoris mientras yo, involuntariamente, le manoseaba los pezones. Ni que decir tengo que después de aquello me dejó. Y por fin, a la quinta gayola, aquello se pinchó y empezó a desinflarse. Y la gorda satisfecha por su trabajo (y el mío) me metió un morreo con lengua dejándome en la boca sabor a cebolla y polla; me dio su número de teléfono, “llámame, machote”, y se marchó risueña.

Nueve pajas y cuatro polvos. No vuelvo a follar en mi vida. Y para colmo, me dan puntos en el miembro porque se me rompe el frenillo. Todo un mes sin hacerme gayolas, y cada vez que se me levantaba, se rompía el hilo, se salía la costura y otra vez al médico.

Así que, tras mucho meditarlo y tanteando los pros y los contras (más ventajas que desventajas, por cierto), he decidido hacerlo mañana mismo. A partir de ahora llamadme María Humberta porque me hago travestí. 

 
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