El sueño / el anillo
Javier Lara Expósito


Siempre sentí claustrofobia, incluso en mi niñez, y nunca he conseguido desprenderme de ella.

Es más, en los tiempos en los que permanecí confinada día y noche en una habitación, mi fobia a los espacios cerrados se agudizó. Llevaba tantos años encerrada en ella que apenas era capaz de articular dos o tres palabras seguidas y, por supuesto, ahí estaban mis esfuerzos por mantener una conversación mínimamente fluida con mis padres. Eran los únicos seres con los que mantenía contacto. Aun cuando me llevaban los alimentos, eran inútiles. 

Vivía en un pueblo pequeño, casi una aldea, para mi desgracia, y tenía unos padres que se avergonzaban de mí desde que se hicieron visibles las secuelas de mi accidente. 

Hasta entonces yo era la chica más atractiva del pueblo, y todos los chicos me deseaban. No voy a ocultar que yo me sentía halagada por ello, y que todas esas sanas rivalidades reforzaban mi ego. Pero todo aquello cambió a raíz de aquel maldito accidente de tráfico del que ni siquiera yo fui responsable. 

Regresábamos a casa tras tomar unas cuantas copas en uno de esos bares de moda. Mi amiga íntima que conducía el coche eufórica, en obvio estado de embriaguez, nada más entrar en el automóvil y ponerlo en marcha exclamó: 
—¡Joder, tía, qué pasada!, ¡lo veo todo doble, debo de llevar encima una tajada impresionante! 

Yo la insté a que abandonara el volante, un poco achispada, pero ella ignoró mi tono imperativo y arrancó conduciendo de manera suicida. 

Mientras todos los demás coches circulaban por su derecha, ella lo hacía por la izquierda a 160 kilómetros por hora. Un camión de grandes dimensiones colisionó contra nosotras con tal fuerza que el coche se precipitó por un barranco próximo, convirtiéndose en un amasijo de hierros. Mi amiga salió indemne del accidente y yo sobreviví milagrosamente tras tres meses en coma. 

Y cuando desperté pude ver mi futuro con toda su crudeza, sola. 

Recuerdo muy gráficamente aquel momento: la habitación tenía ese olor intenso y característico a medicinas que flota en las atmósferas hospitalarias. De súbito una enfermera entró y dijo: 
—Vaya, ¿con que ya has despertado? 

Estaba desconcertada, y había enmudecido mientras miraba a esa mujer con ojos inexpresivos y actitud distante al dirigirse a mí. 

Nadie vino a visitarme durante mi estancia en el hospital, hasta el día en que me dieron el alta y mi padre y mi madre, con expresión de martirio, me trasladaron a casa. El médico les dijo a mis padres que tuvieran paciencia, ya que mi recuperación sería lenta, que tardaría en recobrar el habla. 

Pero mis padres ignoraron al médico y me encerraron en mi habitación. Ellos no habían nacido para luchar, y decidieron adoptar un papel victimista. Ahora, retrospectivamente, pienso en mis padres y les injurio por su cruel cobardía, e increpo a todos aquellos a los que creía mis amigos, y a Elena, a la cual no volví a ver. Ni siquiera me telefoneó a lo largo de los 30 años transcurridos tras el accidente. 

Todas las noches me despertaba sobresaltada, gritando, sollozando y emitiendo sonidos guturales; empapada en sudor, tras soñar la misma pesadilla recurrente: mis amigos se despiden de mí al concluir la fiesta de fin de año. Fiesta que se celebra en el piso de uno de ellos, y yo, reticente, me adentro en un ascensor. 

Tras despedirme de todos, presiono el botón del bajo y antes de llegar a él, el ascensor se paraliza. Aterrada, pido socorro, pero mi voz no es percibida por nadie. Pasan las horas y siento que me falta el oxígeno para, finalmente, fallecer en el interior del ascensor sin que nadie acuda en mi auxilio. 

La pesadilla no se materializó, al menos no tal y como la soñé, pues expiré en mi habitación, cuando mi padre y mi madre se ausentaron para dar un paseo. Pero en algo sí que el sueño fue premonitorio. Fallecí tal y como había vivido durante gran parte de mi vida, sola y enclaustrada en aquella habitación minúscula, sin conocer la piedad, si es que era cierto que la piedad existía. 

Ahora por fin me siento aliviada mientras observo con rabia a todos aquellos seres que me condenaron a morir en vida. Y exclamo en mi interior un visceral: ¡Que les jodan! 

El anillo

Antonio y Laura, mis padres, volvieron de nuevo a discutir. Discusiones que se habían convertido ya en tristemente rutinarias. Cualquier aspecto o tema superfluo era motivo de una intensa disputa que desencadenaba poco después en una fuerte bronca. Temas tales como el tipo de ropa que mi madre debía de comprarme, o la aptitud desdeñosa que, según mi padre, impulsado por su paranoias, adoptaba mi abuela hacia él, les servían como excusa a ambos, sobre todo a él, para iniciarlas. Esta vez la bronca se desencadenó durante la comida, sentados en la mesa frente a un plato de lentejas, mi madre mi padre y yo.

Mi padre, acercó la boca a la cuchara y degustó las lentejas. 
—Estas lentejas no llevan más que agua, Laura —dijo visiblemente irritado—. Cada día cocinas peor —le reprochó, para añadir cruelmente—: Claro, que no me puedo quejar, cuando me casé contigo ya sabía que me casaba con una inútil. La bruja de tu madre ya me lo advirtió —exclamó.

Mi madre, profundamente dolida y no soportando por más tiempo las alusiones reiteradamente despectivas hacia ella y hacia su familia que lanzaba mi padre, explotó, después de nueve años de callada sumisión: 
—Mi madre también me previno de que me casaba con un hijo de puta —dijo encolerizada.

Mi padre se levantó como impulsado por un resorte de su silla, furioso, y la instó, aproximándose a ella y zarandeando su menudo cuerpo, a repetirle lo que le había dicho: 
—¿Qué es lo que me has dicho? —dijo con el rostro rojo de rabia—. Repítelo si te atreves, zorra. 

La furia de mi padre aumentaba, pero mi madre, harta ya de sus arrebatos de violencia, no se dejó amedrentar por su actitud, y le desafió a que intentara matarla: 
—Vamos, no tienes agallas para matarme —exclamó.

Yo presenciaba toda esa escena aún sentado en mi silla, paralizado por el miedo.

Las lágrimas comenzaron a asomar en mi rostro 
—¿Ves? Has hecho llorar al niño, pedazo de animal —le recriminó mi madre a mi padre poco antes de que los musculosos brazos de él se aferrasen con una fortaleza desmesurada al cuerpo menudo y frágil de ella inmovilizándolo. 

Transcurridos unos segundos, mi padre decidió liberarla de entre sus brazos, aún rabioso, reaccionando ante mis repentinas y alarmadas súplicas. Ella, mirando su anillo, caminaba indecisa por el pasillo. Había decidido deshacerse de todo aquello que le recordase a mi padre. Y lo primero de lo que habría de desembarazarse era de su anillo de compromiso.

Mi padre la seguía con amenazante paso firme, y ella aceleró el ritmo de sus pasos, temerosa, buscando protección en el baño. Cuando entro en él, se aseguró de cerrar bien la puerta echando el cerrojo, apoyó su cuerpo contra el lavabo, presta a arrancar su anillo de compromiso, sólidamente encajado en su dedo anular, mediante la fuerza. Una expresión de dolor se reflejaba en su rostro y los músculos de sus brazos se contraían inútilmente. Llegó incluso a gritar. Con el dedo anular enrojecido desistió de seguir utilizando la fuerza. Mientras, mi padre aporreaba la puerta del baño frenético: 
—Abre la puerta, hija de la gran puta —le espetaba—. No te olvidarás tan fácilmente de mí —añadió, intuyendo que pretendía desprenderse del anillo de compromiso. 

Mi madre dirigió su mirada de profunda amargura y desaliento hacia la puerta, una vez oída la afirmación de mi padre; ligeramente convencida, inmediatamente después de haberla escuchado, de lo verídico de su aseveración. Pero transcurrido un lapso de tiempo de segundos, volvió a concentrarse en su afán por sacar el anillo de su dedo, pero esta vez lo intentó cubriendo el dedo con jabón, esperando que así se deslizase, pero ni aún así lo consiguió.

Fue entonces cuando, definitivamente, se rindió ante la cruda evidencia de que nunca podría escaparse del recuerdo de su esposo, aunque se separase de él, rompiendo a llorar arrodillada en el suelo del baño, sintiéndose impotente. Mi padre y yo pudimos escuchar sus sollozos. Más tarde, cuando mi madre me relató todo aquello que no pude ver esa lejana tarde, yo, además, sentí su dolor.

 
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