Siempre
sentí claustrofobia,
incluso en mi niñez, y nunca he conseguido desprenderme de ella.
Es
más, en los tiempos en los que permanecí confinada día y noche en una
habitación, mi fobia a los espacios cerrados se agudizó. Llevaba tantos
años encerrada en ella que apenas era capaz de articular dos o tres
palabras seguidas y, por supuesto, ahí estaban mis esfuerzos por mantener
una conversación mínimamente fluida con mis padres. Eran los únicos
seres con los que mantenía contacto. Aun cuando me llevaban los alimentos,
eran inútiles.
Vivía en un pueblo pequeño, casi una aldea, para mi desgracia, y tenía
unos padres que se avergonzaban de mí desde que se hicieron visibles
las secuelas de mi accidente.
Hasta entonces yo era la chica más atractiva del pueblo, y todos los
chicos me deseaban. No voy a ocultar que yo me sentía halagada por ello,
y que todas esas sanas rivalidades reforzaban mi ego. Pero todo aquello
cambió a raíz de aquel maldito accidente de tráfico del que ni siquiera
yo fui responsable.
Regresábamos a casa tras tomar unas cuantas copas en uno de esos bares
de moda. Mi amiga íntima que conducía el coche eufórica, en obvio estado
de embriaguez, nada más entrar en el automóvil y ponerlo en marcha exclamó:
—¡Joder, tía, qué pasada!, ¡lo veo todo doble, debo de llevar encima
una tajada impresionante!
Yo la insté a que abandonara el volante, un poco achispada, pero ella
ignoró mi tono imperativo y arrancó conduciendo de manera suicida.
Mientras todos los demás coches circulaban por su derecha, ella lo hacía
por la izquierda a 160 kilómetros por hora. Un camión de grandes dimensiones
colisionó contra nosotras con tal fuerza que el coche se precipitó por
un barranco próximo, convirtiéndose en un amasijo de hierros. Mi amiga
salió indemne del accidente y yo sobreviví milagrosamente tras tres
meses en coma.
Y cuando desperté pude ver mi futuro con toda su crudeza, sola.
Recuerdo muy gráficamente aquel momento: la habitación tenía ese olor
intenso y característico a medicinas que flota en las atmósferas hospitalarias.
De súbito una enfermera entró y dijo:
—Vaya, ¿con que ya has despertado?
Estaba desconcertada, y había enmudecido mientras miraba a esa mujer
con ojos inexpresivos y actitud distante al dirigirse a mí.
Nadie vino a visitarme durante mi estancia en el hospital, hasta el
día en que me dieron el alta y mi padre y mi madre, con expresión de
martirio, me trasladaron a casa. El médico les dijo a mis padres que
tuvieran paciencia, ya que mi recuperación sería lenta, que tardaría
en recobrar el habla.
Pero mis padres ignoraron al médico y me encerraron en mi habitación.
Ellos no habían nacido para luchar, y decidieron adoptar un papel victimista.
Ahora, retrospectivamente, pienso en mis padres y les injurio por su
cruel cobardía, e increpo a todos aquellos a los que creía mis amigos,
y a Elena, a la cual no volví a ver. Ni siquiera me telefoneó a lo largo
de los 30 años transcurridos tras el accidente.
Todas las noches me despertaba sobresaltada, gritando, sollozando y
emitiendo sonidos guturales; empapada en sudor, tras soñar la misma
pesadilla recurrente: mis amigos se despiden de mí al concluir la fiesta
de fin de año. Fiesta que se celebra en el piso de uno de ellos, y yo,
reticente, me adentro en un ascensor.
Tras despedirme de todos, presiono el botón del bajo y antes de llegar
a él, el ascensor se paraliza. Aterrada, pido socorro, pero mi voz no
es percibida por nadie. Pasan las horas y siento que me falta el oxígeno
para, finalmente, fallecer en el interior del ascensor sin que nadie
acuda en mi auxilio.
La pesadilla no se materializó, al menos no tal y como la soñé, pues
expiré en mi habitación, cuando mi padre y mi madre se ausentaron para
dar un paseo. Pero en algo sí que el sueño fue premonitorio. Fallecí
tal y como había vivido durante gran parte de mi vida, sola y enclaustrada
en aquella habitación minúscula, sin conocer la piedad, si es que era
cierto que la piedad existía.
Ahora por fin me siento aliviada mientras observo con rabia a todos
aquellos seres que me condenaron a morir en vida. Y exclamo en mi interior
un visceral: ¡Que les jodan!
El anillo
Antonio
y Laura, mis padres,
volvieron de nuevo a discutir. Discusiones que se habían convertido
ya en tristemente rutinarias. Cualquier aspecto o tema superfluo era
motivo de una intensa disputa que desencadenaba poco después en una
fuerte bronca. Temas tales como el tipo de ropa que mi madre debía de
comprarme, o la aptitud desdeñosa que, según mi padre, impulsado por
su paranoias, adoptaba mi abuela hacia él, les servían como excusa a
ambos, sobre todo a él, para iniciarlas. Esta vez la bronca se desencadenó
durante la comida, sentados en la mesa frente a un plato de lentejas,
mi madre mi padre y yo.
Mi
padre, acercó la boca a la cuchara y degustó las lentejas.
—Estas lentejas no llevan más que agua, Laura —dijo visiblemente irritado—.
Cada día cocinas peor —le reprochó, para añadir cruelmente—: Claro,
que no me puedo quejar, cuando me casé contigo ya sabía que me casaba
con una inútil. La bruja de tu madre ya me lo advirtió —exclamó.
Mi
madre, profundamente dolida y no soportando por más tiempo las alusiones
reiteradamente despectivas hacia ella y hacia su familia que lanzaba
mi padre, explotó, después de nueve años de callada sumisión:
—Mi madre también me previno de que me casaba con un hijo de puta —dijo
encolerizada.
Mi
padre se levantó como impulsado por un resorte de su silla, furioso,
y la instó, aproximándose a ella y zarandeando su menudo cuerpo, a repetirle
lo que le había dicho:
—¿Qué es lo que me has dicho? —dijo con el rostro rojo de rabia—. Repítelo
si te atreves, zorra.
La furia de mi padre aumentaba, pero mi madre, harta ya de sus arrebatos
de violencia, no se dejó amedrentar por su actitud, y le desafió a que
intentara matarla:
—Vamos, no tienes agallas para matarme —exclamó.
Yo
presenciaba toda esa escena aún sentado en mi silla, paralizado por
el miedo.
Las
lágrimas comenzaron a asomar en mi rostro
—¿Ves? Has hecho llorar al niño, pedazo de animal —le recriminó mi madre
a mi padre poco antes de que los musculosos brazos de él se aferrasen
con una fortaleza desmesurada al cuerpo menudo y frágil de ella inmovilizándolo.
Transcurridos unos segundos, mi padre decidió liberarla de entre sus
brazos, aún rabioso, reaccionando ante mis repentinas y alarmadas súplicas.
Ella, mirando su anillo, caminaba indecisa por el pasillo. Había decidido
deshacerse de todo aquello que le recordase a mi padre. Y lo primero
de lo que habría de desembarazarse era de su anillo de compromiso.
Mi
padre la seguía con amenazante paso firme, y ella aceleró el ritmo de
sus pasos, temerosa, buscando protección en el baño. Cuando entro en
él, se aseguró de cerrar bien la puerta echando el cerrojo, apoyó su
cuerpo contra el lavabo, presta a arrancar su anillo de compromiso,
sólidamente encajado en su dedo anular, mediante la fuerza. Una expresión
de dolor se reflejaba en su rostro y los músculos de sus brazos se contraían
inútilmente. Llegó incluso a gritar. Con el dedo anular enrojecido desistió
de seguir utilizando la fuerza. Mientras, mi padre aporreaba la puerta
del baño frenético:
—Abre la puerta, hija de la gran puta —le espetaba—. No te olvidarás
tan fácilmente de mí —añadió, intuyendo que pretendía desprenderse del
anillo de compromiso.
Mi madre dirigió su mirada de profunda amargura y desaliento hacia la
puerta, una vez oída la afirmación de mi padre; ligeramente convencida,
inmediatamente después de haberla escuchado, de lo verídico de su aseveración.
Pero transcurrido un lapso de tiempo de segundos, volvió a concentrarse
en su afán por sacar el anillo de su dedo, pero esta vez lo intentó
cubriendo el dedo con jabón, esperando que así se deslizase, pero ni
aún así lo consiguió.
Fue
entonces cuando, definitivamente, se rindió ante la cruda evidencia
de que nunca podría escaparse del recuerdo de su esposo, aunque se separase
de él, rompiendo a llorar arrodillada en el suelo del baño, sintiéndose
impotente. Mi padre y yo pudimos escuchar sus sollozos. Más tarde, cuando
mi madre me relató todo aquello que no pude ver esa lejana tarde, yo,
además, sentí su dolor.
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