La equivocación
David Lastras

 

A la gente siempre le ha gustado poner fechas en las fotos, dedicatorias, e incluso grafitis. En muchos casos el carbono 14 tiene mucho más protagonismo que la propia obra, o incluso el autor de la misma.

Sin embargo, esta vez se van a quedar con las ganas. Esta vez no van a poder decir eso de: “Pues me han contado que en el siglo xv...” Y, no se crean, no lo hago por hacerme el interesante, que podría, o simplemente, por qué no, tocarles un poco los cojones, que también podría.

Y es que para qué decir otra cosa: No tengo ni la más remota idea de cuándo ocurrió. Según las crónicas sucedió en un tiempo en donde sólo había dos fuerzas, dos elementos, que gobernaban a los hombres y, por lo tanto, al mundo. Por un lado estaba la chispa irrefrenable del amor, y por otro el tropiezo irreparable de la muerte.

Uno se llamaba Duncan. Y la otra Démona. Cada uno de ellos tenía su propio terreno, su campo de acción particular, y nunca, ni siquiera cuando por casualidad se cruzaban en los pasillos del hospital, se hablaban. Pero sí se miraban. Porque secreta y casi casi reprochablemente se deseaban.

Démona admiraba el tesón y la dedicación que ponía en su trabajo. Porque, a diferencia de las suyas, las flechas de Duncan no eran vitalicias. Sólo surtían efecto en un limitado espacio de tiempo. Y por eso mismo tenía que ser especialmente cuidadoso. Cuidadoso de que efectivamente la pareja en cuestión fuera la una para la otra. Porque si él se equivocaba, sería la infelicidad de ellos. Por eso se pasaba meses, incluso años, detrás de la pareja. Descubriendo sus gustos y sus manías particulares. Sus caracteres y todo aquello importante que se debe saber para la mutua convivencia.

Duncan, por su lado, amaba de Démona... Bueno, lo cierto es que cada vez que se cruzaba con ella sólo podía fijarse en aquel pelo largo y moreno de ella. Aparte de las impresionantes curvas de la chica, claro. Sin embargo, su amor era también un amor-odio, porque no comprendía cómo ella, que representaba la vejez, el desgaste, el atardecer, la... la muerte en sí, qué carajo, tenía que tener ese exuberante y veinteañero cuerpo. Y sin embargo él, que simbolizaba el comienzo, la alegría, el entusiasmo... tenía que tener un cuerpo, admitámoslo, catastrófico. Para que se hagan una idea clara, era como Danny de Vito, pero sin cuello. Y encima su cuerpo era el de una persona de 61 años. Un día, en un atardecer de éstos cursis y de película de Meg Ryan (ya saben, un restaurante de ésos caros y con velitas encima de las mesas, en uno de éstos atardeceres frente al mar que les recuerdas 50 años después a tus nietos), una pareja estaba esperando que le sirvieran.. Ella era joven y guapa. Llevaba un vestido negro que le hacía resaltar admirablemente su figura. Él, digamos que era maduro. Eso sí, parecía sacado de un spot navideño anunciando cava, champán o algo por el estilo... Alto, sin muchas arrugas en la cara, su frondoso pelo blanco, cómo no, estaba magistralmente peinado. Tenía smoking que, pese a la elegancia que le daba, también le hacía resaltar admirablemente su estómago. Sin embargo sus ojos... Ay, sus ojos. Eran marrones, como los de todo el mundo, no se crean, pero, no sé, tenían algo, un brillo, una... digamos juventud apasionada, que le hacía parecer como hipnotizado y mucho más joven de lo que era.Y eso lo que verdaderamente le jodía a Démona. Porque ella también tenía sus sentimientos, su coranzoncito. Pero ante todo era una profesional de su trabajo. Así que cogió una flecha, tensó despacio la cuerda y... de pronto observó cómo, por arte de magia, aparecía otra flecha y chocaba con la suya, desvaneciéndose las dos al momento. Después, ante su mirada atónita, observó cómo aquel hombre enamorado sacaba, de no sé dónde, una cajita (con el típico y esperado anillo muy caro y muy bonito) para segundos después enlazarse con su pareja en un largo y apasionado beso.

Démona sintió ganas de vomitar. Siempre le pasaba lo mismo cuando fallaba, y mucho más cuando Duncan se interponía en su camino. Porque, seguro, ésa escenita había sido cosa de ese mamón romántico. Miró con rabia por todo el restaurante, y al cabo de unos segundos lo observó en una solitaria mesa. Sus ojos se encontraron, y mientras que él se quitaba el sombrero en forma de saludo, se levantó y se dirigió a la salida.Démona estaba furiosa. Fue hasta él y lo agarró del brazo. Lo arrastró al servicio de caballeros y violentamente se metieron dentro.
—¡Tú eres gilipollas! —le espetó—. No me lo puedo creer, siempre igual, ¡cabrón! Cada cinco o seis siglos te metes en mi puto trabajo.

Duncan se echó un poco hacia atrás. Nunca la había visto tan furiosa:
—Démona, por favor, cálmese. Menos mal que te he interceptado... Ése hombre está perfectamente. Vale, tiene 69 años, pero jovencita...
—Sí, ya lo sé. Él está perfectamente. ¿Y ella?

Duncan, no comprendía
—¿Y entonces?
—Verás, él va ha morir dentro de tres años. Pero gracias a ti, ya no. En su lugar se casará y le dará un hijo. Y al poco tiempo, vendré yo y me lo llevaré.

La cara de Duncan era de total incomprensión.
—Pero, ¿no lo ves? —le chilló Démona—. Una vez que lo haya enterrado, con un hijo o dos, porque como si lo viera, las desgracias nunca vienen solas, ¿quién se va a follar a esta pobre mujer?... Porque vosotros sois unos cabrones, y en cuanto oís un mísero y casi inaudible llanto, perdéis el culo hacia la primera salida de emergencia...
—No puedo creer que vaya usted a matar a un hombre sano, enamorado por... el sexo
—Pues sí. El sexo es parte fundamental del amor. Tú deberías saberlo. Además, ¿qué más da matarlo ahora que dentro de tres años? Y por otra parte... —pareció pensar unos segundos— ¡Qué cojones, es mi trabajo! —Y abriendo la puerta del servicio— No te metas en mi camino, como yo no lo hago en el tuyo.

Se dio la vuelta, pero antes de que saliera, Duncan la cogió del brazo y la retuvo:
—¡No, espere!

Démona intentó librarse, pero no pudo. Duncan le cogió el otro brazo y la puso contra la pared:
—Espere un segundo. ¡Razone un momento lo que quiere hacer!

Pero no habló. Ni tampoco ella. Se quedaron silenciosos, mirándose. Hasta que de pronto, sin previo aviso, la besó en la boca. Fue unos pocos segundos, y cuando se separó de ella, Duncan pensó que el golpe que le daría Démona haría historia. Pero no fue así. Ella le miró y tras una casi imperceptible sonrisa, le devolvió el beso.

Y bueno ya saben como son éstas cosas: tú me das un beso. Yo te lo devuelvo. Tú me quitas el cinturón, yo te quito la blusa que llevas y, pues... todos los etcéteras que ustedes, gente de mente calienturienta, puedan imaginar.

A Duncan, después de hacer el amor, le gustaba ver como sus amantes se vestían. Y ésta no era una excepción. Sentado sobre la taza del váter, sudoroso todavía, y con los calzoncillos y pantalones por debajo de las rodillas, contemplaba como Démona se ponía nuevamente la blusa color ocre y sus pantalones vaqueros. Después la vio, impasible, cómo buscaba algo por el suelo.
—¿Cuáles son las tuyas?
—¿Qué?
—Tus malditas flechas, ¿cuáles son? —repitió Démona.
—Las rojas, cariño.
—No las rojas son las mías. Y no soy tu cariño, gilipollas.

Duncan se levantó, metiéndose la camisa por el pantalón:
—Perdona, cariño, pero... —miró entonces al suelo, y vio esparcidas una treintena de flechas. Pero todas eran rojas
—¿Qué decías? —sonrió Démona. 
—No, mujer, cómo van a ser iguales —Duncan se puso en cuclillas. En ese momento el reloj de Démona sonó intermitentemente.
—Mierda —dijo apretando un pequeño botón—, tengo trabajo. Mira —miró a Duncan—, hay 30 flechas, ¿no? Pues tú coge 15 y yo las otras 15.
—Pero... no, mujer, alguna diferencia habrá. Ayúdame a encontrar alguna...—Tengo prisa, el trabajo no puede esperar, y las malditas flechas son iguales. Tú mismo lo estás viendo.

Acto seguido cogió 15 flechas, las metió en una pequeña mochila negra y se levantó.
—¿Nos volveremos a encontrar?
—Sabes que no. Aunque tal vez nuestros caminos se vuelvan a... digamos, interponerse —y acto seguido cerró la puerta del servicio de caballeros tras de sí. 

No se tiene constancia de que se volvieran a encontrar, pero aquel día fue diferente, uno de estos días para no olvidar nunca. No piensen nada raro. Fue un día normal, uno de tantos que, por la noche, ni recuerdas ya ni lo que has desayunado, y eso que siempre se suele desayunar lo mismo. Sin embargo, digo que fue especial porque ocurrió una cosa extraordinaria. Al principio era imperceptible, sobre todo en grandes ciudades. Pero después la cosa se hizo más grande, más generalizada. Porque desde ese instante hubo personas muy muy mayores que sintieron el pinchazo, inesperado y casi olvidado, del amor; mientras que hubo otras personas muy muy jóvenes, incluso bebés, que sintieron el calambre raro, desconocido y siempre inesperado, de la muerte.

 
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