Única
y exclusivamente para los que alguna vez me
han dicho: “¡Qué bien que escribes, Gabi!”
Subí
al vagón en el último
minuto. Gran divorcio entre la pierna izquierda y la derecha: una a
salvo y la otra flotando con los dedos agarrotados para no perder el
zapato de tacón nuevo. El tren arrancó y se apagó la luz. Vino el tropezón
y después los malabarismos para que el tubo que contenía el grabado
siguiera sujeto en mi mano, aunque tuviese que quedarme allí, en plena
articulación de la máquina, para toda la vida. La escena era tan ridícula
que agradecí la oscuridad, a pesar del frío del suelo colándose en mi
estómago y de las colillas y restos secos de cocacola que empezaban
a incordiarme la nariz.
Estaba prácticamente resignada a llegar a Madrid como una lagartija.
Ni siquiera me cuestioné la posibilidad de utilizar mi propia mano para
rescatarme. El futuro cuadro central del despacho de mi padre tenía
que llegar perfecto a casa. Era la misión de mi viaje y de mi vida.
Cuando me abandonaron las fuerzas, la dignidad y, afortunadamente, el
sentido del olfato, sentí una mano que me cogió por la cintura. Era
un hombre, sin duda. Lo supe por la manera como me levantó del suelo,
con esa seguridad con la que una sueña ser llevada al infierno si hace
falta.
—Gracias, soy tan torpe... ¿vas a Madrid?
Un
rosario de obviedades que aquel hombre ignoró por completo hasta ubicarme
en un compartimento también a oscuras.
Después de asegurarme que el grabado estaba a salvo, de tranquilizarme
el cabello, alisarme la falda y las ideas, dirigí la atención hacia
la silueta del hombre que respiraba fuerte y fumaba con verdadero gusto.
—¡Vaya viaje que vamos a hacer sin luz! ¡En un rato vendrán a decirnos
que lamentan el fallo mecánico! ¡Lo deben tener todo controlado. Viajar
de noche a oscuras para ahorrar! ¡Y a los pobres insomnes que nos hemos
comprado un libro en la estación... que nos den!
Mi
acompañante seguía sin hablar, fumando, como si no me escuchara.
—¿Qué tienes en ese tubo? —preguntó de repente. —¡Ah! Es un grabado.
Era de mi abuelo, bastante viejo, casi desde el principio de los tiempos.
Para mi padre tiene mucho valor, sentimental, ya sabes, un asunto familiar.
Es que nosotros somos de Galicia y siempre...
—Pero, ¿qué tiene?, ¿cómo es? —me interrumpió, y entonces comprendí
que realmente le urgía que le describiera el contenido del tubo de cartón
por el que permanecí estirada en un vagón de tren...
—Pues, es un paisaje —dije sin saber por qué.
—¿Pero, cómo es? —siguió preguntando mientras se acercaba.
—Es verde, muy verde, y... amplio.
—¿Un verde apagado? —dijo acariciando mis tobillos. Empecé a sufrir
por mis zapatos de tacón que volaron hacia cualquier lugar de la nada.
Me fijé en su cabeza, irregular, poco cabello, cuello ancho y traté
de ponerle rostro a esa sombra que se había arrodillado frente a mí.
Una de sus manos podía sostener mis dos pies juntos.
—No, está bastante húmedo —solté con una seguridad que me sorprendió.
—¿Qué más hay? —continuamos.
—Dos montañas —dije.
—¿Muy juntas? —ya sus manos pasaban a mis rodillas, decidí cerrar los
ojos y seguí hablando:
—Parece que van abriéndose.
—¿Hasta dónde?
—Hasta que se ve algo entre ellas.
—¿Qué es?, ¿se mueve?
—Parece que tiene vida propia.
—¿Se hunde?
—No, más bien se... extiende.
—¿Hacia dónde? —preguntó sin dejar de mover las manos...
—¿Hacia dónde? —casi en un gemido.
—Hacía el cielo —grité.
Se
hizo la luz. Abrí los ojos y yo estaba sola en un compartimiento pequeño
y frío. Mis zapatos de tacón estaban perfectamente colocados al lado
de mi maleta. El grabado, abierto y estirado en el asiento de enfrente.
Sentí una vergüenza horrible. El retrato de mi bisabuelo me miraba,
con esa sonrisa de pocos amigos, como si hubiese pasado mala noche.
Convivencia
“¿Por
qué has traído leche
entera y no desnatada?”, me dijo Manuel a punto de pillarse los dedos
con la puerta de la nevera. Era de risa. Habíamos sobrevivido tres meses
a las tormentas. Él, vegetariano; yo, alérgica a la lechuga. Confesando
verdades secreto de estado: “Tengo el tabique nasal desviado, por eso
algunas noches mi respiración puede llegar a parecerte un ronquido”.
Aceptando lo irreductible: Dos vueltas a la manzana hasta que se descargue
el ambiente que generan sus visitas al baño, matemáticamente siempre
cinco minutos después de la comida. Y es que una mujer puede asumir
cosas sin preguntar, sin siquiera interesarse. Puede (aún pareciéndole
un exceso de sensibilidad) comprar café descafeinado, cigarrillos light
y bollos sin azúcar. Pero esta especie de campaña en contra de la leche
entera, tan alimenticia y bien considerada, me hincó el diente directamente
en el sistema nervioso.
Por
primera vez en tres meses de convivencia estaba decidida a alzar la
voz, a olvidarme de tanta psicología de pareja. El timbre del telefonillo
cerró la llave de mi rabia y me dejó en stand by observando como el
butanero le ponía cara de normalidad a la mañana: “Hola corazón, aquí
te traigo las bombonas”. Me tiré en el sofá, en caída libre, haciendo
mucho ruido, para que el mundo se enterara de que esta vez no sería
yo la encargada de procurarnos el calor de hogar. Fue inútil. Ni el
mundo ni Manuel (que estaba demasiado ocupado paseando sus maravillosos
pectorales en busca de una camiseta limpia) me hicieron el menor caso.
El butanero ya tenía mala cara. No tuve más remedio que ponerme de pie,
desabrochar los dos primeros botones de mi pijama, agitarme el cabello
y sonreír como si Prometeo estuviera en el quicio de la puerta para
hacerme entrega del fuego sagrado. Frustrada, cargué las bombonas hasta
la cocina con una agilidad desconocida. Le cerré la puerta al hombre
del butano, que todavía sonreía con la mirada bizca directamente en
mi escote.
Pero era demasiado tarde para retroceder. Además, el enemigo me brindó
inmediatamente una oportunidad de venganza: “¿Crees que estoy mucho
más delgado?”, preguntó sin dejar de mirarse en el espejo con esa desazón
que sólo le causa la posibilidad de ocupar menos espacio. Lo observé
desapasionadamente, de arriba abajo, por delante y por detrás, para
hacerle creer que sería yo, y no el mismísimo demonio, quien le daría
el veredicto final. “Definitivamente, sí” —le solté, tratando de obviar
lo estupendo que se veía dentro de esa camiseta ajustada—, “pero eso
debe ser porque no bebes leche entera”, rematé de cabeza sin percatarme
de que la defensa ya se había alineado en mi contra. “La leche entera
es veneno” —me dijo—, “tú sí que deberías evitarla. Grasa pura que se
fija para siempre en el culo”.
Una puñalada trapera directa al corazón. Manuel sabía que gran parte
de mi seguridad estaba concentrada precisamente en esa parte de mi cuerpo.
No pude responder. Estaba ofendida, desesperada, sintiendo que las zonas
afectadas, mi culo y mi alma, comenzaban a quemarme. Corrí a la cocina,
abrí la nevera y una botella de leche entera en cada mano comenzaron
a rociar cada vértice del salón, incluyendo su cara, su cuello y su
última camiseta sin arrugas. Manuel me miró sin asombro. Se quitó la
camiseta goteante, la olió y dijo: “caducada”, mientras la hacía una
bola y encestaba tres puntos en el cubo de la ropa sucia.
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