Érase
un día remoto al principio
del mundo, cuando todo era paz y tranquilidad, la atmósfera era limpia,
las aguas claras y el silencio adormecía. Vivían felices en un lugar
maravilloso, sin tener que trabajar, sin deberes ni obligaciones, sin
prisas, sin estrés, sin tener que competir, ni compararse con nadie.
Eran iguales pero distintos, no había rivalidad entre ellos, tal vez
por sus obvias diferencias. Vivían plácidamente, sus cuerpos desnudos
eran perfectos, naturales. Al principio se miraban, pero sin lascivia,
y se aceptaron. Luego se gustaron. Después fueron queriéndose, se necesitaban,
era un placer estar juntos y solos, sin celos, sin engaños, sólo queriéndose.
Cada día se necesitaban más, cada día necesitaban estar más tiempo juntos,
aprendieron a reír y a llorar y a comunicarse y a entenderse. Se miraban
y se observaban, se sentían, y aprendieron a tocarse, y era bello cogerse
de la mano y bañarse juntos, correr juntos y dormir juntos. Primero
disfrutaron de la amistad inocente, después nació el cariño, y después...
¿Qué ocurrió después?
Un
día, cuando el sol estaba alto y dormían plácidamente a la sombra de
un sauce, Adán de pronto se despertó y se quedó mirando fijamente a
Eva, y vio que era hermosa. Sí, era diferente a él, pero le gustaban
esas diferencias. Fue recorriendo con la mirada despacio, detenidamente,
todo su cuerpo, y reparó en aquellos pechos en flor, turgentes e insinuantes,
y sintió de pronto una sacudida incontrolada que le recorría la espina
dorsal. Se quedó inmóvil. Por primera vez no podía controlar su cuerpo.
El corazón le daba golpes en el pecho, y notó que la sangre le fluía
más deprisa, y un deseo incontrolado se estaba apoderando de su mente.
Su miembro viril, que siempre había estado mirando para abajo, vio cómo
de repente crecía, engordaba, y miraba para arriba, y no podía hacer
nada por detenerlo. Era un nuevo sentimiento de placer que se estaba
apoderando de él. El instinto le impulsaba a abrazar a su compañera,
y a besar a aquellos bultos salientes, insinuantes, pero no quería despertarla,
y se echó a su lado, para ver si se calmaba, pero vio que su agitación
iba en aumento. La proximidad a Eva y el roce de su piel le despertaron
violentamente un deseo irrefrenable de juntarse con ella, y no sabía
cómo. La despertó y ella, soñolienta e inocente al verle en aquel estado,
le preguntó:
—¿Qué te pasa, Adán?
—No sé explicarlo —dijo él.
—Y esto, ¿qué es? —dijo mirando como se movía involuntariamente su pene,
y añadió —parece que está vivo.
—Tócalo —dijo él, y viendo que se retraía, cogió la mano de la miedosa
Eva y se la llevó a aquel apéndice que por más que lo intentaba, no
le volvía a su anterior estado.
—Me da miedo —dijo Eva.
—Tal vez si lo acaricias, puede que se calme —dijo Adán.
Entonces
Eva empezó a acariciar aquel duro y enorme miembro, primero con miedo,
luego con delicadeza y después con gusto. Y de pronto sintió deseos
irrefrenables de conseguir aquella especie de serpiente para ella. Súbitamente
empezó a sentir cómo se estremecía todo su cuerpo, sólo por el contacto
suave y caliente de aquel miembro erecto y movible que parecía tener
vida propia. Con la respiración profunda y entrecortada, se tumbaron
en el suelo y era tanta la excitación que sintieron que, sin haber habido
penetración, sólo por la proximidad de sus miembros, tuvieron los dos
al unísono un tremendo orgasmo que terminó con un montón de sacudidas
vaginales en ella, y un lanzamiento incontrolado de líquido caliente
y viscoso que la pequeña serpiente de él de manera intermitente lanzaba
por la boca. La culminación del acto sólo por proximidad les dejó calmados
y exhaustos de momento. Había sido maravilloso. ¿Cómo no lo habían descubierto
antes?, se preguntaron sin palabras.
Pasada
media hora, repuestos del primer ataque de sexo, empezaron a mirarse
de modo distinto. Se sentían más unidos que antes. A ella le gustaban
las diferencias de él, y a él le gustaban las diferencias de ella, y
dieron gracias a su Creador. Se sentían inmensamente felices, y como
si les faltara el tiempo, se empezaron a prodigar caricias, arrumacos,
besos, y toqueteos precisamente en aquellas benditas diferencias. Y
para sorpresa de ambos todo empezó a funcionar otra vez. Era como si
hubieran tocado un resorte y éste les abriera la puerta placentera y
excitante de la infinita felicidad. A Eva empezó a gustarle su serpiente,
y a él le enloquecían todas las cosas de Eva. Entonces ella le señaló
su sexo y le dijo que la besara allí, porque allí sentía estremecimientos
y cosas maravillosas. Y vieron que era bueno, y juntos se fueron descubriendo
el uno al otro, era una nueva dimensión de ver y de vivir la vida. Se
sentían en el paraíso.
Eva
empezó a adornarse con flores y pulseras para estar más atractiva para
Adán, y Adán se hizo un taparrabos para librarse un poco de las miradas
embriagadoras y perturbadoras de Eva. Un día se fueron a coger manzanas,
y por un descuido se cayeron unas al suelo. Eva se agachó a por ellas,
y Adán, que estaba justo detrás de ella, la miró cuando estaba en posición
cuadrúpeda. Sintió un impulso que no pudo resistir, y se lanzó hacia
ella. Otra vez se le había despertado violentamente la serpiente, y
con un deseo irrefrenable, como había visto hacer a los elefantes, embistió
por detrás el inocente y angelical sexo de Eva. Ella al sentirlo dio
primero un grito de dolor, y otro, y otro, que más tarde pasaría a ser
de placer, y se entregaron otra vez a goces desconocidos. Mientras Adán
tocaba todo su cuerpo, ella se dejaba penetrar una y otra vez por quien
se encontraba fuera de sí, y que en potentes y repetidos actos de gran
masculinidad según le mandaba su instinto, deshojó la rosa, y esto le
hacía retorcerse de gusto, al tiempo que veía cómo la dulce Eva también
compartía su felicidad haciéndola sentir múltiples e inacabables orgasmos.
Vivían solos y felices en un lugar perfecto.
Pero
como la felicidad no es eterna, pronto les fue enviando Dios un montón
de hijos a los cuales tenían que alimentar y cuidar y dedicarles muchas
horas del día y de la noche. Y aquella ardua tarea era incompatible
con los juegos amorosos libres, fructíferos y placenteros, que sin límite
de tiempo habían estado disfrutado hasta entonces. Y aunque tener hijos
vieron que era bueno, ya no era lo mismo.
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