Adán y Eva
Zelia López

 

Érase un día remoto al principio del mundo, cuando todo era paz y tranquilidad, la atmósfera era limpia, las aguas claras y el silencio adormecía. Vivían felices en un lugar maravilloso, sin tener que trabajar, sin deberes ni obligaciones, sin prisas, sin estrés, sin tener que competir, ni compararse con nadie. Eran iguales pero distintos, no había rivalidad entre ellos, tal vez por sus obvias diferencias. Vivían plácidamente, sus cuerpos desnudos eran perfectos, naturales. Al principio se miraban, pero sin lascivia, y se aceptaron. Luego se gustaron. Después fueron queriéndose, se necesitaban, era un placer estar juntos y solos, sin celos, sin engaños, sólo queriéndose. Cada día se necesitaban más, cada día necesitaban estar más tiempo juntos, aprendieron a reír y a llorar y a comunicarse y a entenderse. Se miraban y se observaban, se sentían, y aprendieron a tocarse, y era bello cogerse de la mano y bañarse juntos, correr juntos y dormir juntos. Primero disfrutaron de la amistad inocente, después nació el cariño, y después... ¿Qué ocurrió después?

Un día, cuando el sol estaba alto y dormían plácidamente a la sombra de un sauce, Adán de pronto se despertó y se quedó mirando fijamente a Eva, y vio que era hermosa. Sí, era diferente a él, pero le gustaban esas diferencias. Fue recorriendo con la mirada despacio, detenidamente, todo su cuerpo, y reparó en aquellos pechos en flor, turgentes e insinuantes, y sintió de pronto una sacudida incontrolada que le recorría la espina dorsal. Se quedó inmóvil. Por primera vez no podía controlar su cuerpo. El corazón le daba golpes en el pecho, y notó que la sangre le fluía más deprisa, y un deseo incontrolado se estaba apoderando de su mente. Su miembro viril, que siempre había estado mirando para abajo, vio cómo de repente crecía, engordaba, y miraba para arriba, y no podía hacer nada por detenerlo. Era un nuevo sentimiento de placer que se estaba apoderando de él. El instinto le impulsaba a abrazar a su compañera, y a besar a aquellos bultos salientes, insinuantes, pero no quería despertarla, y se echó a su lado, para ver si se calmaba, pero vio que su agitación iba en aumento. La proximidad a Eva y el roce de su piel le despertaron violentamente un deseo irrefrenable de juntarse con ella, y no sabía cómo. La despertó y ella, soñolienta e inocente al verle en aquel estado, le preguntó:
—¿Qué te pasa, Adán?
—No sé explicarlo —dijo él.
—Y esto, ¿qué es? —dijo mirando como se movía involuntariamente su pene, y añadió —parece que está vivo.
—Tócalo —dijo él, y viendo que se retraía, cogió la mano de la miedosa Eva y se la llevó a aquel apéndice que por más que lo intentaba, no le volvía a su anterior estado.
—Me da miedo —dijo Eva.
—Tal vez si lo acaricias, puede que se calme —dijo Adán.

Entonces Eva empezó a acariciar aquel duro y enorme miembro, primero con miedo, luego con delicadeza y después con gusto. Y de pronto sintió deseos irrefrenables de conseguir aquella especie de serpiente para ella. Súbitamente empezó a sentir cómo se estremecía todo su cuerpo, sólo por el contacto suave y caliente de aquel miembro erecto y movible que parecía tener vida propia. Con la respiración profunda y entrecortada, se tumbaron en el suelo y era tanta la excitación que sintieron que, sin haber habido penetración, sólo por la proximidad de sus miembros, tuvieron los dos al unísono un tremendo orgasmo que terminó con un montón de sacudidas vaginales en ella, y un lanzamiento incontrolado de líquido caliente y viscoso que la pequeña serpiente de él de manera intermitente lanzaba por la boca. La culminación del acto sólo por proximidad les dejó calmados y exhaustos de momento. Había sido maravilloso. ¿Cómo no lo habían descubierto antes?, se preguntaron sin palabras.

Pasada media hora, repuestos del primer ataque de sexo, empezaron a mirarse de modo distinto. Se sentían más unidos que antes. A ella le gustaban las diferencias de él, y a él le gustaban las diferencias de ella, y dieron gracias a su Creador. Se sentían inmensamente felices, y como si les faltara el tiempo, se empezaron a prodigar caricias, arrumacos, besos, y toqueteos precisamente en aquellas benditas diferencias. Y para sorpresa de ambos todo empezó a funcionar otra vez. Era como si hubieran tocado un resorte y éste les abriera la puerta placentera y excitante de la infinita felicidad. A Eva empezó a gustarle su serpiente, y a él le enloquecían todas las cosas de Eva. Entonces ella le señaló su sexo y le dijo que la besara allí, porque allí sentía estremecimientos y cosas maravillosas. Y vieron que era bueno, y juntos se fueron descubriendo el uno al otro, era una nueva dimensión de ver y de vivir la vida. Se sentían en el paraíso.

Eva empezó a adornarse con flores y pulseras para estar más atractiva para Adán, y Adán se hizo un taparrabos para librarse un poco de las miradas embriagadoras y perturbadoras de Eva. Un día se fueron a coger manzanas, y por un descuido se cayeron unas al suelo. Eva se agachó a por ellas, y Adán, que estaba justo detrás de ella, la miró cuando estaba en posición cuadrúpeda. Sintió un impulso que no pudo resistir, y se lanzó hacia ella. Otra vez se le había despertado violentamente la serpiente, y con un deseo irrefrenable, como había visto hacer a los elefantes, embistió por detrás el inocente y angelical sexo de Eva. Ella al sentirlo dio primero un grito de dolor, y otro, y otro, que más tarde pasaría a ser de placer, y se entregaron otra vez a goces desconocidos. Mientras Adán tocaba todo su cuerpo, ella se dejaba penetrar una y otra vez por quien se encontraba fuera de sí, y que en potentes y repetidos actos de gran masculinidad según le mandaba su instinto, deshojó la rosa, y esto le hacía retorcerse de gusto, al tiempo que veía cómo la dulce Eva también compartía su felicidad haciéndola sentir múltiples e inacabables orgasmos. Vivían solos y felices en un lugar perfecto.

Pero como la felicidad no es eterna, pronto les fue enviando Dios un montón de hijos a los cuales tenían que alimentar y cuidar y dedicarles muchas horas del día y de la noche. Y aquella ardua tarea era incompatible con los juegos amorosos libres, fructíferos y placenteros, que sin límite de tiempo habían estado disfrutado hasta entonces. Y aunque tener hijos vieron que era bueno, ya no era lo mismo.

 
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