Cuento de Navidad /  la primera vez
Susana López Chana

 

Antonia pegó un portazo el día de Nochebuena. Y lo peor no fue el haberse dejado las llaves, lo peor fue que aquel portazo no era el que le hubiera gustado dar. Uno de esos de “anda y que os zurzan a ti, al besugo, y a toda tu familia”. Este era de esos otros que salen de pura rabia, de los de llevar encima tres berrinches seguidos: bronca con Luis nada más levantarse por el lío de la cena y de sus padres, bronca con su jefe por pedir un par de horas libres para preparar el besugo, y bronca consigo misma por haber chamuscado la cena. Y ahora eran cerca de las nueve y estaba sin llaves, sin cena y sin paraguas; y no es que lloviera a mares, pero caía ese flojete que te empapa, sin peso, hasta los huesos. Caminaba sin rumbo, agarrada a un billete, buscando algo que comprar para la cena. Los padres de Luis eran tan puntuales, quizá ya estaban en el portal, extrañados, llamando a la portera por si ella sabía algo de Antonia.

Y Antonia corría en busca de cualquier comercio, de cualquier bar que le pudiese solucionar la cena de Nochebuena. Era Nochebuena y tenía que ofrecer manjares, inventarse nuevos modos de doblar las servilletas. De disimular, a cualquier precio, que había perdido la ilusión, en algún lugar, entre los doce y los veintitrés.

En una calle oscura, llena de charcos, dos figuras se acurrucaban en un portal. Un niño, feo y con mocos, sostenía a un viejo adormecido. Vendían ajos. Antonia sintió lo mismo que de niña sentía en las cabalgatas; una pena fina que le encogía la garganta hasta obligarle a llorar sin querer ser vista. Estiró el billete que llevaba en su puño y se lo entregó al niño.
—Quiero todos los ajos —dijo.

El niño cogió el billete, espabiló al abuelo y, sin despedirse, se alejaron. Antonia sonrió con la cara redonda que uno pone cuando desea “Feliz Navidad”. Ese año cenarían sopas de ajo, y mientras se hacían, bajaría del armario el belén y lo colocaría en el salón como cuando era una niña. Cada figura en su sitio, la lavandera en el río y los camellos encima del puente, acercándose al portalito. 

La primera vez

La primera vez que vi el fantasma de mi padre ni me inmuté. Demasiado vino durante la cena. Le deseé “buenas noches” y apagué la luz.

Desperté en un sobresalto, la cabeza me pesaba de tanto sueño raro. Abrí el grifo de la ducha y me mantuve bajo el chorro de agua caliente hasta que conseguí relajarme. Fue entonces cuando recordé la aparición de la noche anterior. Cerré el grifo, me puse el albornoz y corrí hasta el dormitorio. Allí estaba él, delante de la butaca, quieto, con la mirada fija.

Grité, lloré, volví a gritar, y por último le pregunté “¿qué quieres de mí?” El fantasma de mi padre no contestó. Se limitó a poner la misma cara del día de su muerte, cuando me llamó a su lado, agonizante, podrido en dinero intocable, y me suplicó que me acercara. Yo lo hice, pero fue para arrancar su mascarilla de oxígeno y, mientras moría, escupí: “Jódete, viejo cabrón”. Así murió, con la misma expresión de miedo y sorpresa que ahora tenía. Fue inútil. Le amenacé, le imploré, le recé todo lo que sabía, y él nada, quieto, con aquella cara de recién muerto mientras me vestía.

No conseguí que se fuera. Es más, a partir de aquel momento se convirtió en mi sombra, y yo en la sombra de lo que fui. En un par de meses perdí su fábrica, perdí sus fincas y sus coches, perdí mis mujeres, mis amigos, mis clubes y contactos sociales. Y cuando ya no me quedaba nada, nada más que el fantasma de mi padre, desapareció.

 
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