Antonia
pegó un portazo el
día de Nochebuena. Y lo peor no fue el haberse dejado las llaves, lo
peor fue que aquel portazo no era el que le hubiera gustado dar. Uno
de esos de “anda y que os zurzan a ti, al besugo, y a toda tu familia”.
Este era de esos otros que salen de pura rabia, de los de llevar encima
tres berrinches seguidos: bronca con Luis nada más levantarse por el
lío de la cena y de sus padres, bronca con su jefe por pedir un par
de horas libres para preparar el besugo, y bronca consigo misma por
haber chamuscado la cena. Y ahora eran cerca de las nueve y estaba sin
llaves, sin cena y sin paraguas; y no es que lloviera a mares, pero
caía ese flojete que te empapa, sin peso, hasta los huesos. Caminaba
sin rumbo, agarrada a un billete, buscando algo que comprar para la
cena. Los padres de Luis eran tan puntuales, quizá ya estaban en el
portal, extrañados, llamando a la portera por si ella sabía algo de
Antonia.
Y
Antonia corría en busca de cualquier comercio, de cualquier bar que
le pudiese solucionar la cena de Nochebuena. Era Nochebuena y tenía
que ofrecer manjares, inventarse nuevos modos de doblar las servilletas.
De disimular, a cualquier precio, que había perdido la ilusión, en algún
lugar, entre los doce y los veintitrés.
En
una calle oscura, llena de charcos, dos figuras se acurrucaban en un
portal. Un niño, feo y con mocos, sostenía a un viejo adormecido. Vendían
ajos. Antonia sintió lo mismo que de niña sentía en las cabalgatas;
una pena fina que le encogía la garganta hasta obligarle a llorar sin
querer ser vista. Estiró el billete que llevaba en su puño y se lo entregó
al niño.
—Quiero todos los ajos —dijo.
El
niño cogió el billete, espabiló al abuelo y, sin despedirse, se alejaron.
Antonia sonrió con la cara redonda que uno pone cuando desea “Feliz
Navidad”. Ese año cenarían sopas de ajo, y mientras se hacían, bajaría
del armario el belén y lo colocaría en el salón como cuando era una
niña. Cada figura en su sitio, la lavandera en el río y los camellos
encima del puente, acercándose al portalito.
La primera vez
La
primera vez que vi el fantasma
de mi padre ni me inmuté. Demasiado vino durante la cena. Le deseé “buenas
noches” y apagué la luz.
Desperté
en un sobresalto, la cabeza me pesaba de tanto sueño raro. Abrí el grifo
de la ducha y me mantuve bajo el chorro de agua caliente hasta que conseguí
relajarme. Fue entonces cuando recordé la aparición de la noche anterior.
Cerré el grifo, me puse el albornoz y corrí hasta el dormitorio. Allí
estaba él, delante de la butaca, quieto, con la mirada fija.
Grité,
lloré, volví a gritar, y por último le pregunté “¿qué quieres de mí?”
El fantasma de mi padre no contestó. Se limitó a poner la misma cara
del día de su muerte, cuando me llamó a su lado, agonizante, podrido
en dinero intocable, y me suplicó que me acercara. Yo lo hice, pero
fue para arrancar su mascarilla de oxígeno y, mientras moría, escupí:
“Jódete, viejo cabrón”. Así murió, con la misma expresión de miedo y
sorpresa que ahora tenía. Fue inútil. Le amenacé, le imploré, le recé
todo lo que sabía, y él nada, quieto, con aquella cara de recién muerto
mientras me vestía.
No
conseguí que se fuera. Es más, a partir de aquel momento se convirtió
en mi sombra, y yo en la sombra de lo que fui. En un par de meses perdí
su fábrica, perdí sus fincas y sus coches, perdí mis mujeres, mis amigos,
mis clubes y contactos sociales. Y cuando ya no me quedaba nada, nada
más que el fantasma de mi padre, desapareció.
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