Paco
Marisa Mañana Ekoro

 

A ellas, porque están conmigo.

Paco está tendido junto a mí. Parece una media luna cubierta de pelo. Con un simple movimiento de mis pies suelo obligarle a que su cuerpo no roce el mío. Me disgusta que lo haga, aunque sé que, cuando estoy durmiendo, se hace un ovillo en el ángulo que forman mis piernas al doblarse. Lo sé porque cada mañana lo tengo pegado a mí. En seguida me digo que es sólo un gato, ¿qué culpa va a tener? Aun con todo, su cuerpo unido al mío me molesta. Me gustaría hacerle mimos como hace cuatro meses y salía con Francisco, darle besos y alzarlo en el aire, sentir que al ceñirlo en mis brazos tomaba una parte de Francisco, pero me cuesta, ya no es como antes.

A César le encantan los animales, y a quienes no les gustan, los tacha de insensibles. Lo mismo si se enterara de lo que siento por Paco, no querría nada conmigo. En ocasiones hasta le ha cambiado la arena. Cuando estoy con César en la cama, dejo que Paco me roce si quiere, que no se percate de nada. 

Anoche pensaba en Francisco con mi cabeza apoyada en César, y con Paco en el hueco que forman mis piernas al doblarse. A Francisco también le gustan los animales. Me regaló el gato al mes de salir juntos. Fui yo quien decidió llamarlo casi como a él. A Francisco el gesto le pareció cursi (además de decir que Paco era un nombre de persona, no de animal), pero a mí me gustaba ser cursi y absurda con Francisco.
—Es como si me comparases con el gato.
—¿Qué más te da?

Para mí llamar al gato como a él me parecía una muestra de cariño. Me pregunto si seguiríamos juntos de no haber sido cursi y absurda. Ahora me duele haberme enamorado de él. Follábamos, él salía con sus amigos, yo con los míos, de vez en cuando nos juntábamos todos; él no me pedía explicaciones, y aunque yo quería verle más, pensaba que eso me lo daría el tiempo. Cuando no estaba con él y estaba en casa, agarraba a Paco y le hablaba como si hablara a Francisco. Creí que todo iba bien, hasta que Francisco me dejó. Entonces me convencí que si Francisco era como a mí me gustaba, independiente y fogoso, la que fallaba era yo, por cursi y absurda.

César, en cambio, cualquier momento que tiene libre lo emplea en estar conmigo, y a mí me gusta sentir que soy imprescindible, aunque sea para César en lugar de para Francisco. Paco también me necesita. Al menos para que le ponga comida y agua en sus cuencos verdes y le cambie el recipiente, también verde, aunque más oscuro, donde hace sus necesidades. Por lo visto necesita el contacto con mi cuerpo, porque no se despega de mí. A veces me parece un bebé que sólo quiere que lo mimen. O un muñeco peludo, de color marfil y con los ojos azules, casi transparentes. 

Anoche César me dijo que volvió a soñar conmigo. Yo nunca me acuerdo de mis sueños, pero sé que lo hago. Y seguro que es con Francisco. Todos soñamos. Incluso los animales sueñan. O por lo menos Paco lo hace, como ahora, que debe de tener una pesadilla por sus movimientos arrítmicos y casi espasmódicos. Francisco afirmaba que él no sueña. Si los animales sueñan, ¿cómo él no? Llamo a Paco tres veces y ni se inmuta. Me quedo mirándolo unos segundos, como si pudiera adivinar qué sueña con sólo mirarlo. He abierto la ventana, ahora que es mayo y hace buen tiempo, así dejo que Paco salga y entre cuando quiera. Lo llamo otra vez, pero nada. Toma aire. Lo expulsa. Su cuerpo es una pequeña alfombra viva. Tiene el hocico abierto y las uñas hacia afuera. 

En cambio, el que sí se movía anoche era César. Ya no me acoplaré a su cuerpo ni le daré un beso en el cuello y otro en la espalda si corto con él. Sé que le encanta que lo abrace y lo bese por detrás. Ya no volveré a sentirle respirar un poco agitado, ni me acariciará distraídamente las manos, encogiendo las rodillas. Me gusta escuchar cómo su respiración se vuelve al poco más lenta y algo más sonora por su boca abierta. Si lo dejara con César echaría de menos las pastas que me trae los domingos, o que me llame si hace más de tres días que no me ve. Debería estar durmiendo, ya son casi las tres, pero no puedo dejar de pensar que no estoy con Francisco, y en que no sé qué quiero con César. 

Anoche, con César al lado, estaba pensando en Francisco, y fue como si, en ese preciso momento, Francisco también pensara en mí. Boca arriba, me agarré con ambas manos el estómago. Me ocurre con frecuencia. Un vuelco al corazón, y al poco venía a verme Francisco o me daba un telefonazo. Una vez le pregunté, y nunca le ocurrió conmigo. En el fondo sé que me faltaba algo. Nos corríamos y nos reíamos, pero sobre todo nos corríamos. En el último mes quedaba menos conmigo y más con sus amigos Odiaba a Francisco o lo adoraba, según estuviera con sus colegas o estuviéramos follando. Ahora salgo con César, que cuenta conmigo para casi todo. Intento olvidar a Francisco, pero la noche en que me dejó no habló mucho. Su mirada baja y su escasez de palabras vuelven a mí una y otra vez.

“Francisco tiene que llamar”, dije anoche despertando a Paco que, como sí emergiera de una pesadilla, dio un brinco y me miró. César no me escuchó, siguió durmiendo. Aunque sabía que lo oiría, el timbre del teléfono me sobresaltó. Era la una de la madrugada, y era Francisco, en efecto.
—¿Hablar? ¿Tan tarde?
—Si me dices que no, me voy por donde he venido, pero me gustaría que charláramos.

Paco me había seguido. Mientras lo miraba le dije a Francisco que bajaba. Me daba apuro decírselo a César, pero por fortuna estaba tan dormido que no tuve que darle explicaciones. Me puse los pantalones como si tuviera los huesos de trapo. Casi me caigo de culo. Paco me siguió y cerré la puerta antes de que me alcanzara. Llevaba las llaves de chiripa. De no haberlas tenido en el bolsillo del pantalón tampoco las tendría en ese momento, seguro. Al salir del ascensor me di cuenta de que no me había puesto calcetines. Las botas que llevaba son un poco ásperas para mis pies desnudos, que bailaban dentro, pero me olvidé de ello nada más ver a Francisco en el banco que está cerca del pino, nuestra sombra favorita cuando hacía sol, junto al cajero. Tenía las piernas cruzadas y llevaba el jersey rojo que tanto me gusta. Me sonrió y se levantó nada más verme en el portal. Me di cuenta de que ya no me apetecía oír lo que quería decirme. Desde el momento en que me senté junto a él hasta que subí a casa y me dormí, todo transcurrió muy rápido, como en los sueños. Consumimos su cajetilla. No permitió que sacara mi paquete del bolsillo. Todavía es mayo y refresca por las noches, y Francisco me ofreció su jersey. No sabía si cogerlo, como si implicara algo más. Al final cedí. Francisco hablaba y yo entendía lo que me decía, pero sólo recuerdo nuestras dos últimos frases.
—Siento haber sido cursi y absurda —y me arrepentí al momento de decir aquello. 
—No has hecho nada malo, me caes de puta madre.

Al contrario que siempre, estaba tenso. Arrancaba las palabras como si su lengua no tuviera batería. Yo no le creía. Su jersey dejó de darme calor y sentí un frío extraño. No sabía rebatirle, era como si estuviera anestesiada. No sé si es que no quise creerle o es que me tomé sus palabras como si, después de hacerme daño, quisiera arreglarlo. Sus manos, que tanto me gustan, se me antojaron crueles. No dije nada. Tras el silencio, Francisco se levantó. Le pedí un beso y me lo negó. También su boca se me antojaba cruel. En cambio recibí un abrazó y me deseó suerte. Me quité su jersey rojo como un autómata y subí a casa. No recordaba apenas la conversación. Sólo nuestras últimas frases. Volví a notar la aspereza de las botas cubriendo mis pies desnudos. Aunque veía a Francisco como si lo tuviera delante, al meterme en la cama desperté a César con mis besos e hice el amor con él bajo mi lámpara azul. César dormitaba con mi cabeza apoyada en su pecho, dándome besos. Me separé un momento para observarlo. Lo miraba sabiendo que esta mañana madrugaría conmigo, a pesar de llegar a las tantas y saber que puede quedarse a dormir. 

Lo último que recuerdo antes de quedarme dormida anoche, es a Paco en el ángulo que forman mis brazos, susurrando su nombre y acariciando su lomo mientras me acuna su ronrroneo, buscando lo cursi y lo absurdo, algo que, probablemente, sólo le diría a Francisco. 

 
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