Inmadurez
Pedro Antonio Martín

 

Siempre me he tenido por una mujer madura. Pero el incidente de hace unos meses con una compañera de trabajo me ha hecho pensar. Ahora estoy en el paro. Les pedí un contrato en condiciones, porque yo lo valía y ellos me necesitaban, y me despidieron. 

Pero aquí me quiero referir a lo que ocurrió aquel día.

Lourdes y yo acabábamos de sentarnos para comer. Eran poco más de las dos y cuarto y, como siempre, en La Pequeña no cabía ni un alma más. Habíamos ocupado un sitio improvisado en aquel lugar tan reducido, que consistía en una mesa alta y dos taburetes arrinconados en el pasillo que llevaba al comedor. El ambiente estaba muy cargado. Era sofocante. A Lourdes le colgaban las piernecitas de aquel taburete tan elevado. Temí ya en ese momento que pudiera caerse. Ella era una persona muy menuda y frágil. Por edad no era mucho menor que yo, aunque por su aspecto de niña sí lo parecía.

Mientras venía el primer plato, intentábamos sacar una conversación que no fuera del trabajo. No salía. Quizás éramos muy distintas. Comíamos juntas en muy pocas ocasiones. Pero, sobre todo, creo que no se encontraba a gusto conmigo. Yo era su jefa, la persona que se colocaba cada instante delante de su mesa y le indicaba y supervisaba las tareas a hacer. Encima, la acuciaba a ser más espabilada, porque a mí me presionaban desde arriba para que el trabajo saliera. Ella era buena persona, pero con la presión, yo sólo veía su apatía y su falta de aliento vital. Pensaba con frecuencia: “las personas con sangre de horchata me ponen nerviosa.” 

Yo me sentía muy segura delante de ella. Reconozco que la miraba por encima del hombro, porque era una buena profesional y me habían sido asignadas tareas de responsabilidad. Además, creía entonces que mi puesto de trabajo no pendía de un hilo como el suyo. A mí no me habían regalado nada. Había ido madurando con los avatares de la vida. Ella, en cambio, me parecía muy cría e inconsciente. Pese a todo, deseaba convertirla, aparte de en mi ayudante, en mi amiga. Pienso que las dos necesitábamos esa amistad. No tenía intención de hacerle daño. Sin embargo, Lourdes, creo yo, no lo percibía así. Quizás adivinaba que me sentía superior. Aparte, ahora lo sé, pensaba que podía ser claramente una amenaza para ella. Aquel día le dije:
—Podríamos comer más veces juntas. Me gustaría que nos lleváramos bien. Yo no querría llamarte tantas veces la atención si no fuera porque si no sale el trabajo me toca hacerlo a mí.

Me miró seria y no respondió nada. Bajó la cabeza. Sentí que había hablado como regañándola. No era el tono que pretendía. En ese momento nos pusieron el primer plato, una sopa de pollo. Ella comenzó sorbito a sorbito, con su parsimonia característica. Cuando yo ya había terminado, ella apenas había tomado unas cucharadas. Entonces dijo: 
—No me entra más y me duele la cabeza; estoy como mareada.
—Mujer, la sopa es un buen reconstituyente —le respondí.

El camarero ya me había dejado el segundo plato a un lado de la mesa. Recuerdo de ese instante el olor penetrante del solomillo al roquefort, por encima del bochorno del local. 

Comencé a cortar el filete. Y en ese momento fue cuando escuché un “¡Uy, qué mareo!”, y un golpe de cuchara sobre la mesa. Alcé inmediatamente la mirada y ya todo se precipitó.

Lourdes estaba petrificada en su asiento, con los ojos abiertos, inmensos. Su mirada se dirigía al infinito. Contemplé impresionada su cuerpo inerte, antes de bajar apresuradamente de mi asiento. Se estaba deslizando desde el taburete hasta el suelo. Su cara se volvió extraña. Uno de sus brazos se agarraba a la mesa mientras el otro se ceñía a su cuerpo diminuto. Empecé a gritar: 
—¡Lourdes, Lourdes, qué te pasa! 

De entre el barullo surgió un hombre para ayudarme. Tratamos de sujetarla, pero ella se desplomó sobre el suelo, y su banqueta después, con un par de golpes que llamaron la atención de todo el local. 

Estaba tendida sobre las baldosas, retorcida. Era como un ocho. No parecía una persona. Empecé a verlo todo como una pesadilla. En ese momento perdí toda la seguridad que antes sentía en mí misma. Entre el hombre y yo no podíamos con ella, el calor era asfixiante. Se había formado un corro a nuestro alrededor que hacía la atmósfera irrespirable. Sólo olía a roquefort. Seguía gritando su nombre entre sollozos y palpitaciones que me golpeaban el pecho, a la vez que agitaba su cuerpo pretendiendo reanimarla con las sacudidas. Sentí mucho miedo y pensé (lo juro) que estaba muerta.

Y de pronto, en esos segundos, pasaron por mi mente todos los seres queridos que había perdido cuando era una niña y empecé a ser consciente de lo que era la muerte: mi abuelo paterno, el materno, mi tía que murió de cáncer... Todos. 

El murmullo aumentaba. Yo estaba paralizada. En el restaurante, cada uno expresaba su opinión sobre qué hacer: “¿Hay algún médico en el local?”, se oyó. El camarero ya había llamado al 061, un cliente había ido al centro de salud que se encontraba a cien metros del restaurante, y entonces Lourdes volvió en sí de repente.

Recuperé el aliento. Lourdes no recordaba nada más que la sopa de pollo y el olor a roquefort. No entendía qué hacía en el suelo y por qué todos la miraban. La palidez le invadía. Para mí fue volver, como ella, a la vida. Respiré aliviada. 

Conseguimos levantarla y conducirla hacia una silla junto a la puerta, para que respirara aire de la calle. Todo el mundo le hablaba para reanimarla, y ella no sabía a dónde mirar ni qué decir. Yo estaba menos preocupada. Para mostrarle que estaba a su lado apoyándola, decidí cogerle fuertemente la mano. Al mismo tiempo recapitulaba lo sucedido, como un informe que tuviera que presentar en una reunión. Era muy importante contarle a los médicos y a ella lo sucedido, con todo detalle. Aquello debía ser algo grave. Quizás epilepsia.

Enseguida llegó un equipo médico de tres personas del Centro de Salud. Le hicieron preguntas y le tomaron la tensión. La doctora dijo que era mejor llevarla al Centro para explorarla más a fondo.

El hombre que antes me ayudó y yo fuimos las muletas de Lourdes.

En el ambulatorio ya me quedé a solas con ella. Me había convertido en su madre y actuaba como tal, queriendo parecer cariñosa, pero muy madura y también responsable: le preguntaba cada treinta segundos si se encontraba mejor, le sujetaba el abrigo, estaba pendiente de todo lo que pasaba a nuestro alrededor. 

Al poco rato nos condujeron a la sala donde le iban a hacer un electro. La doctora le preguntó si le había sucedido algo parecido en otra ocasión, o si se había mareado con pérdida de conocimiento alguna vez. Y fue entonces, para mi estupor, cuando ella empezó a responder con evasivas a todas las preguntas: 
—Bueno, a veces tengo la tensión baja. No recuerdo si he perdido alguna vez el conocimiento...

Percibí que mi presencia le incomodaba más si cabe de lo habitual. Yo no era su madre, ni su amiga. Se encontraba medio desnuda sobre una camilla, indefensa ante mí. Creo que pensaba que cualquier dato comprometedor sobre su salud podría comunicárselo al jefe de departamento y su puesto de trabajo temporal peligraría. Mi única preocupación era que le hicieran un buen diagnóstico, pero ella mentía de forma descarada. Pensé: “Esta chica ha recuperado la conciencia, pero es como si siguiera inconsciente. No comprende que dando datos confusos a la doctora está jugando con su salud.

”La acompañé a su casa, con el informe emitido en urgencias de la mano. Llamamos a la empresa para decirles que Lourdes estaba indispuesta y no volvería esa tarde, y que yo me retrasaría. 

También llamamos a sus padres para avisarles. Quería dejarla a salvo en sus manos y repetirles esos detalles que creía tan importantes, para que se los transmitieran a su médico de cabecera. Cuál sería mi sorpresa cuando sus padres mostraron la misma actitud de pasividad, inconsciencia e inmadurez. Salí desconcertada de la casa.

Durante el resto de la tarde no me quitaba de la cabeza su imagen de estatua de sal. Me recordaba gritando su nombre y agitándola. Me veía completamente infantil. A los demás les debí haber parecido una niña idiota, con su muñeca entre los brazos, que lloraba porque se la habían roto. Aquello era una muestra de que todavía no había pasado de estadio. En ese momento pensé que estaba muerta, porque los que lo intentaron no le encontraban el pulso. Tendría que enfrentarme sola ante el final de una vida. Aquí ya no estaban mis padres o mis tíos para cerrarle los párpados, para organizarlo todo y para aguantar el tipo ante los demás. Me dije: “¿Y si mañana mismo le ocurriera algo a ellos, o a mi marido, o a mi hermana? Sería yo y nadie más que yo quien tendría que encarar la situación.” Esta terrible evidencia me dejo pensativa e inquieta. Aquella noche me la pasé en blanco.

A la mañana siguiente, en el trabajo, la primera llamada del día confirmó lo que yo ya sabía. Iba a oír una mentira. La madre de Lourdes dijo que el médico de cabecera había concluido que la causa era el virus de la gripe. Le había provocado una reacción muy fuerte y la bajada de tensión. En más de dos semanas no fue a trabajar. Si eso fuese verdad, nunca en mi vida habré visto una gripe tan virulenta. 

¿Por qué lo hizo? Han pasado los meses y lo sigo pensando. Al final no le sirvió de nada. Cuando ya no la necesitaron, se deshicieron de ella. Pero ahora, después de mi despido, creo que a lo mejor no era tan inmadura. Puede que, aunque no me guste reconocerlo, sea también de personas maduras conformarse con lo que a una le dan, y ser sumisa como ellos piden. Y, aunque sea triste, quizás sea de personas maduras mentir con el objeto de aferrarse a un sueldo... No lo sé.

 
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