Lidia
Pilar Martín de Castro

 

Uno pierde la libertad por menos de nada. Yo por ejemplo era un hombre cabal hasta que Lidia se incorporó a mi oficina. Me sentí fascinado por sus manos desde el primer momento. Desde luego ella es una mujer con un físico espléndido, tan grande y tan delicada a la vez, pero lo que realmente está amasando mi locura son sus manos.

Ella nunca se rasca, ni se atusa el pelo, ni se frota los ojos. Sus manos viven en el aire, sin parar de moverse, impecables, ni brillos de sudor, ni cicatrices, ni rojeces, sin las señales de fe que suponen los anillos, ni siquiera lleva la alianza, aunque todo el mundo en la oficina sabe lo bien que le va con su marido, el gilipollas de Pedro Nobell que le va a buscar a la salida. 

Yo procuro pensar sólo en sus manos, inmensas y frágiles. Ellas pueden cambiar de tema con una ligera sacudida; o insistir en otro asunto desgranando argumentos cuando une el pulgar con el índice en gesto de seguir dando cuerda al reloj; esperan impacientes su turno en las reuniones de equipo, apoyando las palmas sobre la mesa y alzando un poco los largos dedos estirados, como dos aviones a punto de despegar. A veces, para negar algo con rotundidad, su mano izquierda se desploma, siguiendo una trayectoria de acantilado que va desde la altura del corazón hasta la cadera. Otras veces se concentra misteriosamente cuando anota en la agenda, apiñando los cinco dedos hacia la punta del bolígrafo, como los niños. Cuando sus manos se aburren giran formando elipses delante de su barbilla.

Yo desde luego sólo me fijo en sus manos. Algún día he observado la sombra que forman sus pestañas en las comisuras de los ojos, y de verdad, es para morirse tener que mirar luego hacia otros ojos. Es como salir de la cama en invierno. Pero no quiero imaginar lo que serán sus manos en la cama. Y menos con el cursi del Pedro Nobell. Parece increíble, pero Lidia tiene un ligero como reborde en el labio superior que también le forma una sombra muy tenue en las comisuras de la boca. Sí, esas sombras, como si al dibujante se le hubiera corrido un poco el carboncillo, dan ganas de terminarla a mano.

Pero bueno, ya os digo, lo que voy a hacer es no mirarla más a la cara. Centrarme, eso es. Convivir con sus manos y considerar como a un intruso cualquier otra parte del cuerpo de Lidia. ¿Que me voy a la playa? La sombrilla será su mano protectora, así, un poco cóncava, como cuando dice “no sé”. ¿Que me voy a esquiar? Los esquís sus manos planas y aceleradas, como cuando se enfada un poco y pide explicaciones.

Sí, centrarme, y sobre todo no recordar lo del otro día, cuando tropezó en el pasillo con las nuevas guías telefónicas que estaban en el suelo. Un accidente, desde luego, no podía ser de otro modo. Ella a punto de caer y yo enfrente, doblando en ese momento la esquina del pasillo. Sus manos aterrizando por todo mi cuerpo, hombros, pecho, cintura, se agarraron finalmente a los bolsillos de mi pantalón. Ella riendo como una loca por las cuatro sombras, medio arrodillada, su carcajada tirando de los bolsillos hacia abajo, como invitándome a sentar allí mismo, rodeados por tres o cuatro curiosos de la oficina que se habían asomado al escándalo. Sí, hay que olvidar este episodio, centrarme en lo cotidiano. Todos dicen que tengo mucho sentido común, que soy un hombre mesurado. Lo cotidiano... ¿Que se arrebola en el aire la camisa que tiendo?: sus manos cuando dice “eso fuera”. ¿Que se contrae el filete que echo en la sartén?: sus manos diciendo “eso cuajó”. Pero de verdad, no es fácil. Luego uno se pone la camisa y se come el filete, y todo ello con gran dolor. Entonces pienso que seguramente sus manos cubrirían toda la superficie de mi cuero cabelludo. 

En realidad creo que lo único que podría provocar un nuevo contacto con sus cálidas manos, (ahora lo sé, son cálidas, cálidas, cálidas), sería algo así como un temblor del planeta, un movimiento sísmico que descarrilase todos los destinos, algo que trastocara y precipitara todos los objetos de los estantes de la oficina. Nuestras cuatro manos en un primer momento intentando sujetar papeles, ceniceros, archivadores... y finalmente agarrarnos en pleno ataque de pánico... Dios... que haya pocas víctimas, niños y civiles sobre todo... pero me muero de ganas de un terremoto. 

 
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