Gritos
Dori Martínez Monroy

 

La culpa la tuvo el azar. Bueno, el azar y que aquel día ya no aguantaba más a la vieja. Por eso cogí mi chupa de cuero y me largué a Madrid Rock a escuchar discos. La vieja llevaba mas de un año metida en la cama y no paraba de gritar. Nos llamaba todo el tiempo a mi hermana y a mí quejándose, pero no se moría nunca. La primera vez que el médico vino había dicho que no le pasaba nada. “Todo está en su cabeza”, nos dijo. Yo le contesté que lo único que había en su cabeza era la idea de hacernos la vida imposible. El médico no lo negó, se limitó a encogerse de hombros y se largó dejándonos a mi hermana y a mí peor que antes. Después la vieja gritó y siguió siendo la de siempre, egoísta, chillona y mezquina. Una bruja. Mi hermana y yo nos turnábamos con una enfermera que iba a cuidarla, pero aquel día era sábado, la enfermera libraba y estábamos Susi y yo solos en la casa con ella.

Llevábamos toda la mañana escuchando sus gritos y un rato antes de comer le dije a Susi: “Me largo”. No esperé a que dijera nada. Cerré la puerta de un golpe y bajé las escaleras a toda prisa. Ya lejos de nuestra casa, en el descansillo del primer piso, me paré. Se escuchaban los ruidos de cacerolas, vasos, tenedores, pero ni una voz. Imaginé cómo sería la vida de otras personas y deseé con todas mis fuerzas que los gritos desaparecieran de la mía. Bajé las últimas escaleras y salí corriendo del portal. Cogí el metro. Me pasé la tarde recorriendo tiendas de discos, nuevos y de segunda mano. Paré a comer una hamburguesa y después seguí. Recorrí todas las estanterías de Rock, Heavy Metal, Punk Rock, Trans Metal, lo más duro. Escuché los que pude. No hubo disco al que no le echara un vistazo. Luego empezaron a cerrar y tuve que largarme. No quería ir a casa, pero era de noche y hacía frío, y no tenía adonde ir. Volví a coger el metro para volver a casa. Casi iban a cerrarse las puertas cuando aquella vieja entró y se sentó frente a mí. Nada más sentarse me miró con desprecio y volvió la cara como indignada. Se ve que mi aspecto no le gustaba. Tampoco a mí me gustaba el suyo. Iba maquillada como un loro y llevaba un abrigo de piel, de esos enormes. Me acordé de algo que había escuchado decir a alguien una vez: que era una pena matar a un zorro para vestir a una zorra. Aquella vieja me lo recordó. 

La vieja no paraba de mirarme. No directamente: miraba de reojo y tenía cara de asco. Me dieron ganas de decirle alguna burrada como la del zorro, por ejemplo, para que se asustara y me dejara en paz. Pero pasé de ella. Tenía otras cosas en que pensar. Por fin llego a su estación. Se levantó y al ir a salir volvió a darme otro repaso visual. Aquello me repateó, y sin pensarlo me levanté de repente de mi asiento y salí tras ella. Creo que se dio cuenta, porque puso cara de sorpresa al verme detrás. La seguí a la calle. No sabía por qué estaba siguiendo a aquella vieja, pero era lo que hacía. La vieja miraba hacia atrás de vez en cuando y cada vez aceleraba el paso. Estaba asustada. Era de noche y no se veía a nadie. Que se joda, pensé. Te gustaría tener ojos en la nuca, ¿eh? Me divertía verla correr como un conejo asustado. Entonces, de pronto, tropezó y cayó al suelo. Me quedé parado por la sorpresa. Me dije que ya estaba bien de bromas y me acerqué a ella para ver que le pasaba. Al verme encima empezó a gritar pidiendo ayuda. Le dije despacio que no gritara, que sólo quería ayudarla, pero ella seguía gritando. Yo quería que se callara. Tape su boca con una de mis manos mientras con la otra sujetaba sus brazos. Sabía que no me escucharía, pero insistí. No grite, le dije, no grite. Ella no paraba de moverse. Levantaron alguna persiana en la oscuridad. Algunas ventanas se iluminaron. La vieja apenas gemía ya entre mis manos. Yo apreté todavía más, pero al hacerlo mordió mi mano y tuve que soltarla. Alguien se asomó a una ventana preguntando que qué pasaba. Me escondí deprisa debajo del edificio. No creo que nadie me viera. Entonces me alejé de allí. Fui caminando hacia el metro. Estaba cabreado, me hubiera gustado estrujar un poco más la cara de la vieja aquella y hacerla callar en serio. De todas formas, me dije, le había dado un buen susto, y vaya si se había callado. Por un instante incluso llegué a pensar que la había palmado y no me importó. Me detuve en este pensamiento. Ahora la vieja aquella podía estar muerta y aquí estaría yo de vuelta a casa como cualquier otro día, sin que pasara nada. Nunca pensé que fuera tan fácil hacer callar a alguien. 

Cuando llegué a casa encontré a Susi acurrucada en una silla de la cocina. Estaba encima del asiento en posición fetal y se balanceaba rítmicamente. Cuando entré levantó sus ojos hacia mí. No puedo más, me dijo Susi; de veras, Rober, no puedo más; y siguió meciéndose en la silla. Me quedé mirando su pequeña figura, iba y venía sin parar. Al fondo la vieja gritaba. Cogí la cara de Susi entre mis manos y la miré fijamente. Le dije que no se preocupara y me dirigí hacia el pasillo. Al fondo había una puerta entreabierta. Por la rendija se escuchaban los gritos.

 
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