La
culpa la tuvo el azar.
Bueno, el azar y que aquel día ya no aguantaba más a la vieja. Por eso
cogí mi chupa de cuero y me largué a Madrid Rock a escuchar discos.
La vieja llevaba mas de un año metida en la cama y no paraba de gritar.
Nos llamaba todo el tiempo a mi hermana y a mí quejándose, pero no se
moría nunca. La primera vez que el médico vino había dicho que no le
pasaba nada. “Todo está en su cabeza”, nos dijo. Yo le contesté que
lo único que había en su cabeza era la idea de hacernos la vida imposible.
El médico no lo negó, se limitó a encogerse de hombros y se largó dejándonos
a mi hermana y a mí peor que antes. Después la vieja gritó y siguió
siendo la de siempre, egoísta, chillona y mezquina. Una bruja. Mi hermana
y yo nos turnábamos con una enfermera que iba a cuidarla, pero aquel
día era sábado, la enfermera libraba y estábamos Susi y yo solos en
la casa con ella.
Llevábamos
toda la mañana escuchando sus gritos y un rato antes de comer le dije
a Susi: “Me largo”. No esperé a que dijera nada. Cerré la puerta de
un golpe y bajé las escaleras a toda prisa. Ya lejos de nuestra casa,
en el descansillo del primer piso, me paré. Se escuchaban los ruidos
de cacerolas, vasos, tenedores, pero ni una voz. Imaginé cómo sería
la vida de otras personas y deseé con todas mis fuerzas que los gritos
desaparecieran de la mía. Bajé las últimas escaleras y salí corriendo
del portal. Cogí el metro. Me pasé la tarde recorriendo tiendas de discos,
nuevos y de segunda mano. Paré a comer una hamburguesa y después seguí.
Recorrí todas las estanterías de Rock, Heavy Metal, Punk Rock, Trans
Metal, lo más duro. Escuché los que pude. No hubo disco al que no le
echara un vistazo. Luego empezaron a cerrar y tuve que largarme. No
quería ir a casa, pero era de noche y hacía frío, y no tenía adonde
ir. Volví a coger el metro para volver a casa. Casi iban a cerrarse
las puertas cuando aquella vieja entró y se sentó frente a mí. Nada
más sentarse me miró con desprecio y volvió la cara como indignada.
Se ve que mi aspecto no le gustaba. Tampoco a mí me gustaba el suyo.
Iba maquillada como un loro y llevaba un abrigo de piel, de esos enormes.
Me acordé de algo que había escuchado decir a alguien una vez: que era
una pena matar a un zorro para vestir a una zorra. Aquella vieja me
lo recordó.
La vieja no paraba de mirarme. No directamente: miraba de reojo y tenía
cara de asco. Me dieron ganas de decirle alguna burrada como la del
zorro, por ejemplo, para que se asustara y me dejara en paz. Pero pasé
de ella. Tenía otras cosas en que pensar. Por fin llego a su estación.
Se levantó y al ir a salir volvió a darme otro repaso visual. Aquello
me repateó, y sin pensarlo me levanté de repente de mi asiento y salí
tras ella. Creo que se dio cuenta, porque puso cara de sorpresa al verme
detrás. La seguí a la calle. No sabía por qué estaba siguiendo a aquella
vieja, pero era lo que hacía. La vieja miraba hacia atrás de vez en
cuando y cada vez aceleraba el paso. Estaba asustada. Era de noche y
no se veía a nadie. Que se joda, pensé. Te gustaría tener ojos en la
nuca, ¿eh? Me divertía verla correr como un conejo asustado. Entonces,
de pronto, tropezó y cayó al suelo. Me quedé parado por la sorpresa.
Me dije que ya estaba bien de bromas y me acerqué a ella para ver que
le pasaba. Al verme encima empezó a gritar pidiendo ayuda. Le dije despacio
que no gritara, que sólo quería ayudarla, pero ella seguía gritando.
Yo quería que se callara. Tape su boca con una de mis manos mientras
con la otra sujetaba sus brazos. Sabía que no me escucharía, pero insistí.
No grite, le dije, no grite. Ella no paraba de moverse. Levantaron alguna
persiana en la oscuridad. Algunas ventanas se iluminaron. La vieja apenas
gemía ya entre mis manos. Yo apreté todavía más, pero al hacerlo mordió
mi mano y tuve que soltarla. Alguien se asomó a una ventana preguntando
que qué pasaba. Me escondí deprisa debajo del edificio. No creo que
nadie me viera. Entonces me alejé de allí. Fui caminando hacia el metro.
Estaba cabreado, me hubiera gustado estrujar un poco más la cara de
la vieja aquella y hacerla callar en serio. De todas formas, me dije,
le había dado un buen susto, y vaya si se había callado. Por un instante
incluso llegué a pensar que la había palmado y no me importó. Me detuve
en este pensamiento. Ahora la vieja aquella podía estar muerta y aquí
estaría yo de vuelta a casa como cualquier otro día, sin que pasara
nada. Nunca pensé que fuera tan fácil hacer callar a alguien.
Cuando llegué a casa encontré a Susi acurrucada en una silla de la cocina.
Estaba encima del asiento en posición fetal y se balanceaba rítmicamente.
Cuando entré levantó sus ojos hacia mí. No puedo más, me dijo Susi;
de veras, Rober, no puedo más; y siguió meciéndose en la silla. Me quedé
mirando su pequeña figura, iba y venía sin parar. Al fondo la vieja
gritaba. Cogí la cara de Susi entre mis manos y la miré fijamente. Le
dije que no se preocupara y me dirigí hacia el pasillo. Al fondo había
una puerta entreabierta. Por la rendija se escuchaban los gritos.
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