Crío caprichoso / no era verano / microcuentos
Ana Martos Carmona


Despierta un nuevo día, cariño, 
y baja al suelo con los ojos aún cerrados. 
La luz hace daño esta mañana, 
pero voy a protegerte de los lobos.

El gordo de mi padre lo hace. Con las manos, el cinturón, a veces con la zapatilla; por el día, normalmente por la noche, con las manos, el cinturón. Y el gordo lo hace de rodillas, boca arriba, contra la pared, normalmente con los pantalones bajados, alguna vez en el coche, casi siempre en el baño, también en la hora de la merienda; y yo leo los cómics de Astérix y me la mete por detrás, como buscando algo de calor, y el gordo se hace más gordo y entonces ya está dentro, y luego pensar en las bolsas de papel marrón con basura y en ése olor a calcetines sucios y a desinfectante que usa mamá para el baño. Y el gordo adelante y atrás, a cada embestida más gordo, y no se me ocurre otra cosa que pedirle una agenda electrónica para mi cumpleaños, y me responde que soy un crío caprichoso, y que no me merezco más que dos guantazos. Entonces le dejo entrar de nuevo para que no me haga daño, y mientras imagino una agenda gris brillante como la de José, con teclas pequeñitas donde caben letras y números, porque José tiene agenda, y dos consolas, y dos novias, y los fines de semana se va con sus padres a la sierra y comen pollo delante de la chimenea. El gordo odia el pollo, y la sierra, y las chimeneas, y creo que también odia a mamá, y a mí me mete por el culo todo lo que odia, y por la boca me mete un calcetín para que no grite como la primera vez. Pero yo ya no grito, yo soy un hombre, me lo dice mamá cuando se va el gordo. Entonces destapa el bote del desinfectante y se agacha para fregotear al baño. Yo también me agacho, a pesar de que me duelen las piernas y un hilo de sangre caliente me corre por los muslos y por las nalgas.

No era verano

No podría decir cuánto tiempo llevábamos dando vueltas en aquel coche. La idea era salir sin rumbo fijo y parar sólo para comprar cervezas o llenar el depósito de gasolina. Hacía calor dentro del coche, pero debía hacer más calor ahí fuera, en la calle. La gente paseaba en camiseta y nosotros dábamos largos tragos de cerveza, apestando a ese sudor agrio de mes de agosto. Con el coche en marcha ninguno decía nada, mirábamos a través de las ventanillas pero sin mirar. A mí me daba por pensar cosas estúpidas y supongo que a ellos también. Lo primero fue el calor. Mientras bebía pensé en toda esa gente en camisa corta y bermudas que íbamos dejando atrás. Pensé en lo ridículo que tenía que ser morir así, en verano, con toda esa luz y ese calor, y las bermudas pegadas al culo por el sudor. Pensé en la única vez que vi un muerto. No era verano. Pensé que no era tan horrible como siempre había oído. Pensé en esas fundas que cubren los cadáveres, esas que tienen una cremallera en medio y son como sacos de dormir o como crisálidas. Pensé en todos esos gusanos que se hacen un ovillo y se convierten en mariposas, en la plaga de polillas africanas que hubo el año pasado. Pensé en esas bolas que se colocan en el armario para conservar la ropa, en que casi me trago una de pequeño, y en la cara de miedo del viejo cuando se enteró. Volví a mirar a los de ahí afuera paseando tranquilamente, y me entraron unas ganas terribles de estamparles una lata de cerveza en sus uniformes de verano. Pensé en el viejo tirado en el suelo de la cocina y hecho un ovillo. Un infarto. Eso fue el invierno pasado, antes de lo de la plaga de polillas africanas; antes del sudor agrio y del calor. Seguí pensando en otras muchas cosas y decidí abrir la ventanilla para que entrara el aire, pero no lo hice. Aplasté la cara contra el cristal y seguí mirando cómo se quedaba atrás toda esa gente, y cómo se iban haciendo pequeños a medida que nos alejábamos.

Microcuentos

Llevaban escalando cuarenta días aquella montaña. Cuarenta días sin parar en los que nadie se quejó ni se echó atrás. En la última etapa, a sólo cien metros de la cima, se escuchó un lamento profundo desde el centro de la tierra: ¡Abandono! Era la montaña. Estaba cansada.

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Cuando Jaime se pone las gafas de ver desaparecen los bebés rumanos colgados del pecho de la madre, desaparecen las esquinas mugrientas, los cuerpos adolescentes hechos a sí mismos a base de vomitonas, las dentaduras seniles, los vagones de metro que apestan a cueva y a animal en celo. Cuando Jaime se pone las gafas de ver, Jaime se queda ciego.

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Hoy me he propuesto olvidarme de ti... Casi lo consigo.

 
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