Despierta
un nuevo día, cariño,
y baja al suelo con los ojos aún cerrados.
La luz hace daño esta mañana,
pero voy a protegerte de los lobos.
El
gordo de mi padre
lo hace. Con las manos, el cinturón, a veces con la zapatilla; por el
día, normalmente por la noche, con las manos, el cinturón. Y el gordo
lo hace de rodillas, boca arriba, contra la pared, normalmente con los
pantalones bajados, alguna vez en el coche, casi siempre en el baño,
también en la hora de la merienda; y yo leo los cómics de Astérix y
me la mete por detrás, como buscando algo de calor, y el gordo se hace
más gordo y entonces ya está dentro, y luego pensar en las bolsas de
papel marrón con basura y en ése olor a calcetines sucios y a desinfectante
que usa mamá para el baño. Y el gordo adelante y atrás, a cada embestida
más gordo, y no se me ocurre otra cosa que pedirle una agenda electrónica
para mi cumpleaños, y me responde que soy un crío caprichoso, y que
no me merezco más que dos guantazos. Entonces le dejo entrar de nuevo
para que no me haga daño, y mientras imagino una agenda gris brillante
como la de José, con teclas pequeñitas donde caben letras y números,
porque José tiene agenda, y dos consolas, y dos novias, y los fines
de semana se va con sus padres a la sierra y comen pollo delante de
la chimenea. El gordo odia el pollo, y la sierra, y las chimeneas, y
creo que también odia a mamá, y a mí me mete por el culo todo lo que
odia, y por la boca me mete un calcetín para que no grite como la primera
vez. Pero yo ya no grito, yo soy un hombre, me lo dice mamá cuando se
va el gordo. Entonces destapa el bote del desinfectante y se agacha
para fregotear al baño. Yo también me agacho, a pesar de que me duelen
las piernas y un hilo de sangre caliente me corre por los muslos y por
las nalgas.
No
era verano
No
podría decir cuánto tiempo
llevábamos dando vueltas en aquel coche. La idea era salir sin rumbo
fijo y parar sólo para comprar cervezas o llenar el depósito de gasolina.
Hacía calor dentro del coche, pero debía hacer más calor ahí fuera,
en la calle. La gente paseaba en camiseta y nosotros dábamos largos
tragos de cerveza, apestando a ese sudor agrio de mes de agosto. Con
el coche en marcha ninguno decía nada, mirábamos a través de las ventanillas
pero sin mirar. A mí me daba por pensar cosas estúpidas y supongo que
a ellos también. Lo primero fue el calor. Mientras bebía pensé en toda
esa gente en camisa corta y bermudas que íbamos dejando atrás. Pensé
en lo ridículo que tenía que ser morir así, en verano, con toda esa
luz y ese calor, y las bermudas pegadas al culo por el sudor. Pensé
en la única vez que vi un muerto. No era verano. Pensé que no era tan
horrible como siempre había oído. Pensé en esas fundas que cubren los
cadáveres, esas que tienen una cremallera en medio y son como sacos
de dormir o como crisálidas. Pensé en todos esos gusanos que se hacen
un ovillo y se convierten en mariposas, en la plaga de polillas africanas
que hubo el año pasado. Pensé en esas bolas que se colocan en el armario
para conservar la ropa, en que casi me trago una de pequeño, y en la
cara de miedo del viejo cuando se enteró. Volví a mirar a los de ahí
afuera paseando tranquilamente, y me entraron unas ganas terribles de
estamparles una lata de cerveza en sus uniformes de verano. Pensé en
el viejo tirado en el suelo de la cocina y hecho un ovillo. Un infarto.
Eso fue el invierno pasado, antes de lo de la plaga de polillas africanas;
antes del sudor agrio y del calor. Seguí pensando en otras muchas cosas
y decidí abrir la ventanilla para que entrara el aire, pero no lo hice.
Aplasté la cara contra el cristal y seguí mirando cómo se quedaba atrás
toda esa gente, y cómo se iban haciendo pequeños a medida que nos alejábamos.
Microcuentos
Llevaban
escalando cuarenta días
aquella montaña. Cuarenta días sin parar en los que nadie se quejó ni
se echó atrás. En la última etapa, a sólo cien metros de la cima, se
escuchó un lamento profundo desde el centro de la tierra: ¡Abandono!
Era la montaña. Estaba cansada.
*
* * * * * * *
Cuando
Jaime se pone las gafas
de ver desaparecen los bebés rumanos colgados del pecho de la madre,
desaparecen las esquinas mugrientas, los cuerpos adolescentes hechos
a sí mismos a base de vomitonas, las dentaduras seniles, los vagones
de metro que apestan a cueva y a animal en celo. Cuando Jaime se pone
las gafas de ver, Jaime se queda ciego.
*
* * * * * * *
Hoy
me he propuesto olvidarme
de ti... Casi lo consigo.
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