A
Javier Puentes
Ven,
Anita, ven para que
aprendas a hacer frijoles criollos. No, hombre, qué va, si yo a los
doce ya cocinaba bien, eso no quita nada y siempre hace falta. Venga,
que su abuela la enseña. Primero tienes que ponerlos en remojo, para
que les de el frío de las estrellas. No, ya los puse anoche. Ahora córtame
estos plátanos, Anita, anda, en pedacitos, pelada, claro. Sí, tienen
que estar verdes, si no quedan aguados. Qué cosa, siempre que hago frijoles
me acuerdo de él, será por eso que me quedan tan buenos. ¿Te conté?
Estás grandecita, ya te enamorarás. ¿Te lo conté? Yo creo que nunca
me acostumbré a perderlo, a esa edad una no sabe que los buenos amores
se van. Recuerdo que ese día tuve que subir los tres pisos a pie, porque
el ascensor estaba dañado, como era tan viejo... Cuando entré en el
edificio vi su moto, imagínate, me dio como una rabia loca.
Ya desde la escalera percibí el olor de los frijoles. Él estaba tirado
en la hamaca, haciendo crucigramas. Tenía tantos... Me senté sobre la
pila de cuadros llenos y vacíos. La casa siempre olía a periódico viejo,
pero ahora olía a frijoles. Toma, huele esta ramita, romero, qué rico,
¿verdad? Bueno, él hizo un gesto, ay, mi niña, ese gesto de gato, hizo
un lío con las sábanas, como diciéndome que me sentara con él en la
hamaca. Me daban miedo las cuerdas que estaban roídas, pero así es el
primer amor. Sí, sí, me senté. Comparada con la hamaca amarillenta,
su piel se veía más oscura y brillante. “Con que durmiendo a esta hora?”,
dije. Él sonrió.
“Voy
a darle una vuelta a los frijoles”, dijo. Volvió sudando y se sentó
conmigo otra vez. Yo sentí la ráfaga de su calor que olía a plátano
y especias, será por eso que no olvido los ingredientes. En serio, no
te rías. ¿Qué? Ah, le falta un poquito, cuando estén más blandos. Bueno,
teníamos que esperar que se cocinaran. Nos pusimos a hacer crucigramas.
Río que cruza París, héroe de Cuba, ya ves, yo me reía de todo. Se recostó
en mis piernas y puso el crucigrama en su pecho. Yo escribía sintiendo
cómo se hundía el bolígrafo, cómo atravesaba los cuadros del crucigrama,
para llegar a su piel blanda y caliente, cómo se llenaba la tinta de
su olor a frijoles. “¡Coño, los frijoles!”, dijo, y salió corriendo
a la cocina. Siempre andaba corriendo, como con la moto. Llegó con las
manos mojadas. “Ya están, frijoles antioqueños”, dijo con su sonrisa
redonda. Se empeñó en que comiéramos sobre la hamaca. Nos partimos de
risa, porque un frijol se me cayó por el hueco de la hamaca, que era
de esas tejidas. El humo de los frijoles me hizo sudar. Me puse roja,
aquello sabía a travesuras escondidas. Cuando rodaban por mi lengua,
me imaginaba sus manos tocando las especias, su boca en el metal de
la cuchara. El sabor era dulzón, porque llevan un poquito de azúcar.
“Tienes que soplarlos”, dijo, y sopló una cucharada que me dio en la
boca, como yo hacía contigo, ¿te acuerdas? Yo tardé mucho en comer,
no quería que el plato se quedara vacío. El último frijol lo mastiqué
ahogado en mi boca. Era como si no tuviera tiempo y no pudiera darme
prisa. Sonó un motor, “es el vecino —dijo—, también tiene moto”. Me
prometió un paseo.
Ya
era la hora del ensayo. Nos pusimos a estudiar, cada uno su diálogo,
porque eso fue cuando yo empecé a estudiar teatro. ¿Ves? Ajá, ahora
machaca el plátano. ¿Ya está en el punto? Bueno, ¿por dónde iba? Ah,
sí, sí, bueno, terminamos de comer y quisimos estudiar, pero qué va,
Anita, no pudimos concentrarnos. Recuerdo que nos miramos sobre los
textos, y empezamos a reírnos de nada. Entonces le dije que nunca nos
concentrábamos cuando estábamos juntos, hasta que llegaban Mariela y
Franccesco.
—¿Y por qué no hacemos la siesta hasta que lleguen? —me dijo.
—Es que yo nunca he podido dormir de día.
—Ah... no tenemos que dormir. Nos recostamos. Los frijoles estaban muy
pesados.
Y
ahí estábamos, tirados en la hamaca. Él con su olor a frijoles y oscuro,
con la cabeza sobre mi estómago. Pensar que más nunca lo vería. Dijo
que había mucho viento y cerró la ventana a duras penas, riéndose de
su casa descuadrada. Yo me levanté a ayudarlo y vi la moto. Hay que
ver cómo juega la vida con nosotros. Fíjate, hija, yo nunca había estado
con un hombre, y me resistí al principio con el cuento de que éramos
amigos. Además, en mi época las cosas eran de otra manera. Fíjate, yo
era mucho mayor que tú ahora, y no tenía novio. Me quedé mirando el
reflejo de la moto en los vidrios.
Volvimos
a la hamaca y seguimos: verticales, horizontales, tribu precolombina
del sur de México, expresión de tauromaquia al revés, actor de Hollywood
que murió de SIDA, siglas del cuerpo aéreo Venezolano.
—Hueles a comida —dije—. Sí, hueles a plátano, tomate, romerito...
Nos
partimos de risa. Yo que tomé su cabello en mis manos. Él que me arregló
la camisa “para evitar provocaciones” (eso dijo). Yo que hacía figuras
con su cabello negro. Él que se echó de un salto sobre mí, y me dio
un beso con sabor a frijoles. Por poco se cae de la hamaca. Vaivenes,
crujidos de las cuerdas, revueltas de periódicos que se rompieron o
arrugaron, ciudades de África, ríos de París que quedaron enredados
en mi falda roja, la de rayas, tirada con sus pantalones calientes,
bajo la hamaca. Trópicos de Miller velándonos, recibiendo las gotas
de sudor de su pelo negro liso que caían sobre mis senos desnudos, que
chorreaban entre las flores de huecos de la hamaca. Fue cuando escuchamos
las voces de Mariela y Franccesco, el peso de su cuerpos haciendo crujir
la escalera. Nos vestimos corriendo. No pudimos seguir. Estábamos muertos
de risa. Si hubiera sabido que no volvería a verlo, ni siquiera les
habría abierto la puerta. Si hubiera sabido que ese mismo día sería
la última vez que nos veríamos, ay, hija, si hubiera sabido que en esa
moto desaparecería para siempre. ¿Qué huele?… Ay, Anita, apaga la hornilla,
que con tanto cuento se me queman los frijoles.
Marinería
El
mar. Cada noche verlo,
tocarlo, frío, muerte, vida, agua maldita, sangre de la tierra. El mar.
Y yo. Solos. Era lo único mío. Lo único nuestro, que se pueda llamar
nuestro. Estaba ahí, sentado frente al mar, contigo mirándome desde
los recuerdos, que caerán en mi camisa con espalda mojada de olas. Y
pensar que todo el mundo cree que el Caribe, nuestro Caribe, es amarillo
sol. No. Es el mar. Nada más que el mar. Vivíamos al lado de esa gran
pantalla seductora y perversa como una mujer. Como tú. Vivíamos tan
cerca de él y parecía que eso no cambiaba nada. Mentira. Vives al lado
del mar, te comes sus frutos y tienes la piel caliente. Cuando lloras,
lloras a mares; y si ríes, ríes como una ola. Y yo aquí pensando.
Para qué pensar. Es ahora cuando se piensa en lo más querido. En ti.
Intento olvidarme de este maldito sonido que no cambia de nota. Me está
volviendo loco, pero nadie me escucha. Pienso en la puerta que debí
tocar para preguntar si habías vuelto. En los años que pasaron desde
que te fuiste volando sobre el mar. Pienso en todo lo estúpido que fui
contando los meses para tu regreso. Ahora estoy aquí, un año, dos, ¿cuántos
más? No sé si ya has vuelto, si fuiste tú quien me llamó aquella navidad,
si escuché mal el mensaje. Y esta mujer tocándome con sus manos frías.
Ni siquiera me mira: me arregla la almohada y el catéter, soy un aparato
más. Aquí todo es frío, nada es amarillo, no hay viento, no hay mar.
Escucho ese sonido monótono, rítmico, me molesta. Nadie me oye. Me miran,
sólo me miran. Ya no soporto tanto blanco, tanto olor a limpio. Me ahoga.
Necesito el olor de la sal, del pescado, de los sudores mojados. Al
menos pudimos coleccionar recuerdos de nuestros cuerpos desnudos en
el mar. No lo hicimos. Pienso en todas las oportunidades perdidas, en
las puestas de luna —te habrían gustado más que las de sol— que no vivimos.
Pienso en eso. No estabas cuando fui a buscarte. Ni tú, ni las olas.
Ahora tampoco. Estoy yo.
Y esta cama fría, todos creyendo que no siento, y yo pensando en el
mar, en lo diferentes que somos cuando nacemos a su orilla. En todo
lo maravillosamente desordenada que era mi vida antes de separarme del
mar, antes de sucumbir bajo este silencio. En todo lo que pudimos hacer
esas veces que pasamos indiferentes al lado del mar. Pienso en eso...
sabiendo que de nada sirve, porque dentro de unos minutos, pararán el
respirador y estaré clínicamente muerto.
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