Miro
el televisor apagado
con una lata de cerveza entre las manos junto con mi vecino Manolo,
el boxeador. Sin cruzar palabra sabemos que nuestras vidas cambiarían
si tuviéramos de nuevo ruido.
El
día que alquilé este apartamento me pareció el piso ideal para mí: un
alquiler bajo y bien comunicado; aunque no tardé en encontrarle una
pega: el vecino de la puerta de al lado, Manolo. Le bauticé con el mote
del boxeador porque acompañaba cada taco con un fuerte golpe.
Me
consolaba saber que el piso de arriba estaba vacío. Así al menos los
ruidos no serían en estéreo. Ya tenía suficiente con las voces que daba
el boxeador y sus horribles canciones antiguas, esas que mi abuela llamaba
canciones de borracho.
Coloqué
estanterías llenas de libros en las paredes que compartía con su vivienda
para no oírle, y no sirvió de nada. Sin haberle visto todavía supe de
su vida sin quererlo. Me percaté de que era estreñido por lo poco que
oía la cisterna, que le encantaban las bebidas con gas por sus eructos,
que le gustaba el fútbol por ese “gooool” interminable que gritaba.
Los días que había un partido tenía al chico de la pizza en el descansillo,
y entre semana penetraba el olor de los fritos. Le oía tal cantidad
de ventosidades encadenadas que supuse que sufría de gases, e incluso
llegué a imaginar el olor; aunque dicen que los que suenan no huelen.
Por las mañanas el muy cabrón ponía a tal volumen la radio que dejé
de poner el despertador.
La
mayor tranquilidad llegaba al anochecer, cuando mi apartamento se envolvía
con el sonido de los coches de la calle, del viento, del reloj de la
pared, del frigorífico... y de los ronquidos del boxeador.
Al
cabo de un mes, a pesar de haberme acostumbrado a su rutina, no lo soportaba
más.
El
día que tomé la decisión de mudarme se alquiló el piso de arriba, y
mis temores se hicieron realidad. Los ruidos ya no sólo procedían del
apartamento de al lado, sino también de arriba. Tampoco conocía a los
nuevos inquilinos, pero por el ruido que hacían pensé que se trataba
de una congregación o una familia numerosa. No lo digo sólo por el chirriante
arrastrar de sillas y muebles que parecía un concierto de violines sin
afinar y trombones, sino también por los saltos, las carcajadas, la
música de tambor y los latigazos que escuchaba. Mis amigos se burlaban
de mí, diciéndome que lo que tenía encima era un burdel de masoquistas.
Llevaban
sólo unos días, y mi desesperación llegó al límite la noche en la que
me cobijé debajo de la mesa del salón al creer que el piso de arriba
se me caía encima. Después de la confusión, llamé por primera vez a
la casa del boxeador. Me abrió la puerta un hombre de mediana estatura
con una gran papada que se movió al esbozar una sonrisa sin que se le
cayera el palillo de los labios. Sus pequeños ojos negros se clavaron
en mi pecho y bajé la mirada a su camiseta interior sudorosa que cubría
una enorme tripa que sobresalía por encima del pantalón.
—¿Que si he oído el ruido?, ¡joder! —dijo golpeando el marco de la puerta—,
si ha sonado como si se hubiese desplomado una catedral. Hay que llamarles
la atención, no se puede permitir esto.
Fuimos
al piso de arriba. El dedo gordo del boxeador hizo sonar el timbre.
Tardamos
en escuchar una débil voz:
—Un momento, por favor, que retiro el armario de la puerta.
Nos
miramos asombrados mientras reconocía ese sonido de trombón tan conocido.
—Menudo búnker tienen montado —me susurró mi vecino—. ¡Cómo tengan que
hacer esta operación cada vez que salgan, no me extraña que hagan tanto
ruido! Hay que joderse.
Al
fin, nos abrió la puerta una mujer de fuertes brazos y anchas caderas
vestida con un mallot blanco, una falda de ballet y una sombrilla en
la mano. Tenía un hilo de voz tan suave que tuvimos que esforzarnos
por escuchar sus palabras:
—Siento muchísimo haberles molestado. Se me cayó este armario y creí
que iba a hacer un agujero en el suelo. Ya se sabe que estos pisos no
son tan fuertes.
Nos
quedamos parados en el umbral de la puerta. El boxeador se quitó el
palillo de la boca y dijo entre dientes un “joder” prolongado. En la
pared del pasillo estaban arrinconados todos los muebles sin orden ni
estética, amontonados unos encima de otros. Al fondo había dos colchonetas
que ocupaban la mitad del salón despoblado y tres grandes aros apoyados
en la pared desnuda.
—Pasen, pasen, no se queden ahí. Hace tiempo que no teníamos una visita
—dijo la misteriosa mujer mientras nos señalaba el salón.
Aún
me pregunto qué nos impulsó a entrar. Quizá la curiosidad. El caso es
que entramos en el apartamento y la misteriosa mujer dejó la sombrilla
en el suelo y volvió a colocar el armario tras la puerta.
—Soy Rosa, su nueva vecina. Perdonen que no me haya presentado antes,
pero he andado muy ocupada.
El
boxeador no dejaba de mirarme, e imaginé que pensaba lo mismo: aquella
mujer estaba loca. Dentro del apartamento se oían ruidos y voces estentóreas.
Ya no sabía si estaba encerrada en una casa de locos o en una fiesta
de carnaval. Me dieron ganas de salir de allí, pero el armario ya estaba
bloqueando la puerta, y Rosa no paraba de disculparse mientras buscaba
las sillas de tijera que nos ofreció para sentarnos.
—Muchachos, salid, que tenemos visita —gritó Rosa.
Giré
la cabeza y temiendo la sorpresa que nos esperaba. Me agarré al brazo
del boxeador. Por el salón entró un hombre musculoso con una gran cicatriz
en el cuello y un látigo en la mano junto con una escultural morena
casi desnuda. Mis amigos tenían razón, pensé: aquel sin duda era un
burdel sadomasoquista. Por primera vez me alegré de estar al lado de
mi vecino, aunque éste no parecía darme ninguna seguridad. No dejaba
de repetir “joder” y “la hostia”, mientras babeaba sin retirar la mirada
de la morena ligerita de ropa. No tenía la menor duda de que íbamos
a presenciar un numerito sadopornográfico. Apreté con fuerza el brazo
del boxeador, pero éste tenía el rostro inexpresivo y atontado con la
baba recorriéndole los labios. Me sentí desconcertada al ver aparecer,
de repente, un payaso con enormes zapatones, la cara pintada y una gran
nariz roja que se tropezó con una pequeña silla de colores que arrastraba.
El
boxeador parecía muy entretenido con el espectáculo que veía, y reventó
de risa cuando un mono entró tocando unos platillos, seguido por un
mago con sombrero de copa negro. No entendí como podía haber tanta gente
en aquel apartamento tan pequeño. Y aún quedaban por aparecer dos saltimbanquis
enanos, que tocaban el tambor, saltando y riendo.
—¡Si nos hubieran visto en el circo!... —dijo Rosa— El redoble de tambor
para mi salto mortal, uno de los más importantes que teníamos. Claro
que también Pedro, el domador, tenía su mérito cada vez que metía la
cabeza dentro de Sandy. Le gustaba trabajar con leonas, porque decía
que eran más femeninas y dulces. Hasta que un día, después de saltar
con un rugido el aro encendido, le atacó y tuvimos que sacrificarla.
Desde entonces el circo no ha levantado cabeza. Y ya me ven, he perdido
hasta la agilidad para hacer piruetas.
—Damas y caballeros —la interrumpió un señor con gran bigote enfundado
en un frac negro—, bienvenidos al circo Román.
Nada
más decir estas palabras, se pusieron en movimiento y comenzó el espectáculo.
Aquella noche el boxeador no pudo resistir los encantos de la morena
cuando le agarró por el brazo y le llevó a una caja donde el mago le
partió en dos; el mono hizo piruetas con los aros que sujetaba Pedro,
el domador; el payaso nos divirtió con sus muecas y terminó regalándome
una flor de plástico que se sacó de uno de los calcetines a rayas; los
saltimbanquis ponían música a todos los números, mientras Rosa bailaba
al fondo con la sombrilla.
Desde
aquella noche, deseaba llegar cuanto antes a mi apartamento para envolverme
con los ruidos de mis vecinos. Terminé queriéndolos como a una familia.
Los jueves subía con Manolo a disfrutar, entre cervezas y patatas, de
las representaciones circenses.
Al
cabo de varios meses lograron reunir el suficiente dinero para comprarse
una caravana y volver a viajar de pueblo en pueblo. Se fueron y dejaron
nuestras vidas vacías de ruido, y aún nos seguimos preguntando quién
las volverá a llenar.
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