Vecinos
Beatriz Montero


M
iro el televisor apagado
con una lata de cerveza entre las manos junto con mi vecino Manolo, el boxeador. Sin cruzar palabra sabemos que nuestras vidas cambiarían si tuviéramos de nuevo ruido.

El día que alquilé este apartamento me pareció el piso ideal para mí: un alquiler bajo y bien comunicado; aunque no tardé en encontrarle una pega: el vecino de la puerta de al lado, Manolo. Le bauticé con el mote del boxeador porque acompañaba cada taco con un fuerte golpe.

Me consolaba saber que el piso de arriba estaba vacío. Así al menos los ruidos no serían en estéreo. Ya tenía suficiente con las voces que daba el boxeador y sus horribles canciones antiguas, esas que mi abuela llamaba canciones de borracho.

Coloqué estanterías llenas de libros en las paredes que compartía con su vivienda para no oírle, y no sirvió de nada. Sin haberle visto todavía supe de su vida sin quererlo. Me percaté de que era estreñido por lo poco que oía la cisterna, que le encantaban las bebidas con gas por sus eructos, que le gustaba el fútbol por ese “gooool” interminable que gritaba. Los días que había un partido tenía al chico de la pizza en el descansillo, y entre semana penetraba el olor de los fritos. Le oía tal cantidad de ventosidades encadenadas que supuse que sufría de gases, e incluso llegué a imaginar el olor; aunque dicen que los que suenan no huelen. Por las mañanas el muy cabrón ponía a tal volumen la radio que dejé de poner el despertador.

La mayor tranquilidad llegaba al anochecer, cuando mi apartamento se envolvía con el sonido de los coches de la calle, del viento, del reloj de la pared, del frigorífico... y de los ronquidos del boxeador.

Al cabo de un mes, a pesar de haberme acostumbrado a su rutina, no lo soportaba más.

El día que tomé la decisión de mudarme se alquiló el piso de arriba, y mis temores se hicieron realidad. Los ruidos ya no sólo procedían del apartamento de al lado, sino también de arriba. Tampoco conocía a los nuevos inquilinos, pero por el ruido que hacían pensé que se trataba de una congregación o una familia numerosa. No lo digo sólo por el chirriante arrastrar de sillas y muebles que parecía un concierto de violines sin afinar y trombones, sino también por los saltos, las carcajadas, la música de tambor y los latigazos que escuchaba. Mis amigos se burlaban de mí, diciéndome que lo que tenía encima era un burdel de masoquistas.

Llevaban sólo unos días, y mi desesperación llegó al límite la noche en la que me cobijé debajo de la mesa del salón al creer que el piso de arriba se me caía encima. Después de la confusión, llamé por primera vez a la casa del boxeador. Me abrió la puerta un hombre de mediana estatura con una gran papada que se movió al esbozar una sonrisa sin que se le cayera el palillo de los labios. Sus pequeños ojos negros se clavaron en mi pecho y bajé la mirada a su camiseta interior sudorosa que cubría una enorme tripa que sobresalía por encima del pantalón.
—¿Que si he oído el ruido?, ¡joder! —dijo golpeando el marco de la puerta—, si ha sonado como si se hubiese desplomado una catedral. Hay que llamarles la atención, no se puede permitir esto.

Fuimos al piso de arriba. El dedo gordo del boxeador hizo sonar el timbre.

Tardamos en escuchar una débil voz:
—Un momento, por favor, que retiro el armario de la puerta.

Nos miramos asombrados mientras reconocía ese sonido de trombón tan conocido.
—Menudo búnker tienen montado —me susurró mi vecino—. ¡Cómo tengan que hacer esta operación cada vez que salgan, no me extraña que hagan tanto ruido! Hay que joderse.

Al fin, nos abrió la puerta una mujer de fuertes brazos y anchas caderas vestida con un mallot blanco, una falda de ballet y una sombrilla en la mano. Tenía un hilo de voz tan suave que tuvimos que esforzarnos por escuchar sus palabras:
—Siento muchísimo haberles molestado. Se me cayó este armario y creí que iba a hacer un agujero en el suelo. Ya se sabe que estos pisos no son tan fuertes.

Nos quedamos parados en el umbral de la puerta. El boxeador se quitó el palillo de la boca y dijo entre dientes un “joder” prolongado. En la pared del pasillo estaban arrinconados todos los muebles sin orden ni estética, amontonados unos encima de otros. Al fondo había dos colchonetas que ocupaban la mitad del salón despoblado y tres grandes aros apoyados en la pared desnuda.
—Pasen, pasen, no se queden ahí. Hace tiempo que no teníamos una visita —dijo la misteriosa mujer mientras nos señalaba el salón.

Aún me pregunto qué nos impulsó a entrar. Quizá la curiosidad. El caso es que entramos en el apartamento y la misteriosa mujer dejó la sombrilla en el suelo y volvió a colocar el armario tras la puerta.
—Soy Rosa, su nueva vecina. Perdonen que no me haya presentado antes, pero he andado muy ocupada.

El boxeador no dejaba de mirarme, e imaginé que pensaba lo mismo: aquella mujer estaba loca. Dentro del apartamento se oían ruidos y voces estentóreas. Ya no sabía si estaba encerrada en una casa de locos o en una fiesta de carnaval. Me dieron ganas de salir de allí, pero el armario ya estaba bloqueando la puerta, y Rosa no paraba de disculparse mientras buscaba las sillas de tijera que nos ofreció para sentarnos.
—Muchachos, salid, que tenemos visita —gritó Rosa.

Giré la cabeza y temiendo la sorpresa que nos esperaba. Me agarré al brazo del boxeador. Por el salón entró un hombre musculoso con una gran cicatriz en el cuello y un látigo en la mano junto con una escultural morena casi desnuda. Mis amigos tenían razón, pensé: aquel sin duda era un burdel sadomasoquista. Por primera vez me alegré de estar al lado de mi vecino, aunque éste no parecía darme ninguna seguridad. No dejaba de repetir “joder” y “la hostia”, mientras babeaba sin retirar la mirada de la morena ligerita de ropa. No tenía la menor duda de que íbamos a presenciar un numerito sadopornográfico. Apreté con fuerza el brazo del boxeador, pero éste tenía el rostro inexpresivo y atontado con la baba recorriéndole los labios. Me sentí desconcertada al ver aparecer, de repente, un payaso con enormes zapatones, la cara pintada y una gran nariz roja que se tropezó con una pequeña silla de colores que arrastraba.

El boxeador parecía muy entretenido con el espectáculo que veía, y reventó de risa cuando un mono entró tocando unos platillos, seguido por un mago con sombrero de copa negro. No entendí como podía haber tanta gente en aquel apartamento tan pequeño. Y aún quedaban por aparecer dos saltimbanquis enanos, que tocaban el tambor, saltando y riendo. 
—¡Si nos hubieran visto en el circo!... —dijo Rosa— El redoble de tambor para mi salto mortal, uno de los más importantes que teníamos. Claro que también Pedro, el domador, tenía su mérito cada vez que metía la cabeza dentro de Sandy. Le gustaba trabajar con leonas, porque decía que eran más femeninas y dulces. Hasta que un día, después de saltar con un rugido el aro encendido, le atacó y tuvimos que sacrificarla. Desde entonces el circo no ha levantado cabeza. Y ya me ven, he perdido hasta la agilidad para hacer piruetas.
—Damas y caballeros —la interrumpió un señor con gran bigote enfundado en un frac negro—, bienvenidos al circo Román.

Nada más decir estas palabras, se pusieron en movimiento y comenzó el espectáculo. Aquella noche el boxeador no pudo resistir los encantos de la morena cuando le agarró por el brazo y le llevó a una caja donde el mago le partió en dos; el mono hizo piruetas con los aros que sujetaba Pedro, el domador; el payaso nos divirtió con sus muecas y terminó regalándome una flor de plástico que se sacó de uno de los calcetines a rayas; los saltimbanquis ponían música a todos los números, mientras Rosa bailaba al fondo con la sombrilla.

Desde aquella noche, deseaba llegar cuanto antes a mi apartamento para envolverme con los ruidos de mis vecinos. Terminé queriéndolos como a una familia. Los jueves subía con Manolo a disfrutar, entre cervezas y patatas, de las representaciones circenses.

Al cabo de varios meses lograron reunir el suficiente dinero para comprarse una caravana y volver a viajar de pueblo en pueblo. Se fueron y dejaron nuestras vidas vacías de ruido, y aún nos seguimos preguntando quién las volverá a llenar. 

 
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