Al
atardecer, junto a la cancela
dorada, Violeta se encuentra con Negro. Él se enciende un cigarro puro
mientras Violeta, elevando la voz por encima de los gritos de los pájaros,
no para de hablarle de amatistas y jardines. Al principio Negro parece
entretenido con la charla, hasta que un poco harto de músicas celestiales
decide intervenir.
—Tú nunca quieres ver la oscura realidad de las cosas, Violeta —asevera
Negro incontenible.
—Es posible que por ello me sienta tan deprimida —contesta ella temblona,
echándose a llorar.
La
lluvia de lágrimas de Violeta resbalan en la conciencia de Negro, pero
procura consolarla.
—No he querido decirte nada sombrío. Solamente que eres frágil y ensoñadora.
En ocasiones no te comprendo.
—Soy un color tan mustio —se queja ella—. Un color destinado al sacrificio
y a vestir obispos. Tampoco es fácil mi posición en el arco iris. Entre
Rojo y Añil.
—Peor es lo mío —protesta él, que sigue fumando su cigarro—. Todos me
ven como un agujero, ¡un maldito agujero! Para los niños soy el coco,
y los demás disimulan pero me temen más que a la guadaña.
Negro
arroja el humo espeso por su boca de túnel.
—Podríamos hacer el amor, Negro, y nacería un Pensamiento —se le insinúa
delicada Violeta.
—Eres tan elegante, tan irreal, Violeta. Tan francesa. Yo no puedo mirarlo
así. Soy Negro. Soy feo. Soy temible.
A
pesar de los pesares Violeta no ceja en el empeño de animar a Negro,
de entretenerlo y de aliviar sus penas.
—No insistas en tus pensamientos oscuros, Negro —le sugiere—. Cuando
vas con Blanco eres señorial y distinguido.
—Sí, me suelen colocar junto a Blanco para que me distinga completamente
—ironiza Negro atufando con la humareda de su puro.
—Una vez te pusiste de moda con Blanco. ¿Te acuerdas? —sigue Violeta
infatigable—. La moda pop-art se llamaba.
—Lo único que me gusta de Blanco es cuando peleamos en el Tablero.
—No es pelea. Es juego. Damas o Reinados —le interrumpe ella.
—No es juego. Es lucha —aclara Negro—. Juego es lo tuyo cuando vuelas
por el cielo entre las cometas.
—Podríamos hacer el amor, Negro, y volaríamos juntos en las alas de
una mariposa —prosigue ella, tosiendo bastante lívida.
—Violeta, tú puedes volar. Yo soy yo. Yo soy Negro.
—También existe algún pájaro neg...
Violeta
calla porque no desea ofender a nadie, y menos a Negro.
—Sólo hablas de fantasías —exclama él enfurecido—; fantasías como tu
nombre afrancesado que huele a perfume de flores silvestres.
—También huele a delicatessen de pastelería. Podríamos hacer el amor
y degustaríamos una torta. Perdón, una tarta —se corrige y tose desfallecida—
de bayaasss o frambueee-sa-asss.
Él
ya no la escucha, lanza bocanadas de humo renegrido y ella se va volviendo
amoratada. Cada vez más mustia y hundida en el ocaso agoniza en hebras
con un hilo de voz, hasta que finalmente Negro, aburrido de galanterías
y castillos en el aire, consume su veguero y cae aplastando a Violeta.
Mundo y Caza
Creo
que no pasaría nada
si no me afeito, pero hoy es día de visita en el penal. A mi hermano
le gusta venir a verme. Los funcionarios le dan chocolatinas y le gastan
bromas. Mi hermano Nano es un tío entusiasta y risueño. Incluso cuando
nació era un niño tan alegre que tardamos en saber de su retraso. Así,
de entrada, pocos dirían que es deficiente. Y menos delante de mí, claro.
Desde que mis padres murieron no ha nacido quien le señale con el dedo
o siquiera le mire por encima del hombro. Por eso pasó lo de mi suegro.
Nano es un chaval sanote y no está acostumbrado a tratar con gente pija
como mi suegro. Bueno, más preciso sería hablar de mi futuro suegro,
aunque casi me alegra que ya no lo pueda ser. Yo le apreciaba un poco,
pero era un engreído y un aguafiestas.
En
el locutorio, mi hermano y yo siempre hablamos de caza. Le cuento lo
de la cacería de jabalíes con los funcionarios. La organizaremos los
dos, en el cerro del Chicuelo, cuando salga de aquí. Ya me queda poco
de condena y a él de vivir solo. Nano se pone como loco de contento.
Cuando seguimos charlando de ciervos y escopetas me comenta las ganas
que tiene de cargar una franchi; se levanta, deja las chocolatinas sobre
la silla, sujeta con la mano izquierda el brazo derecho estirado, guiña
un ojo, y simula un disparo con el índice. Le agradezco, de veras, que
no me mencione a Eulalia, porque todavía me acuerdo un montón de ella.
Lali y yo nos íbamos a casar. Ella estudiaba la carrera de Farmacia
y nosotros, Nano y yo, nos lo montábamos con lo de las cacerías. Nos
iba muy bien y vivíamos en la Diagonal. Incluso en la época de veda
se podía preparar un viaje a Polonia o hacer una suelta de faisanes
y perdices en el Cerro del Chicuelo. Nos hubiera dado de sobra para
casarnos Lali y yo, y vivir con holgura los tres. Pero su padre nos
demoraba siempre; que si ella era muy joven, que tenía que acabar la
carrera, luego que si le faltaba el doctorado. Me acuerdo de que Lali
se mató a estudiar para acabar la dichosa carrera y mi suegro aireaba
los resultados de su hija como si fueran un mérito propio.
Por
fin, Nano, ella y yo buscamos una casita en el Cerro para instalarnos.
A Lali le gustaba clasificar las hierbas medicinales del monte y vivíamos
tan ricamente. Pero mi suegro salió con que deseaba asegurar el futuro
de su hija y le puso una farmacia en la Diagonal. Mi hermano entonces
andaba tristón, y le prometí que nosotros no seríamos menos. En corto
y por derecho alquilamos en la misma Diagonal una tienda enorme frente
a la Farmacia de ella. Lo nuestro se llamaría Mundo y Caza. La tienda
contaba con paredes de sobra para colocar un montón de armeros donde
exponer las escopetas, estantes y un despacho para la reserva de puestos
en el Chicuelo, monterías en Polonia o safaris en África. ¡Todo se andará!,
le animé. Mi hermano disfrutaba como un loco apilando las cajas de cartuchos
en la estantería y probó, una a una, cada escopeta antes de encajarla
en el armero. Sin embargo los dos decidimos, como caballeros, que inauguraríamos
Mundo y Caza una semana más tarde que la farmacia de Lali.
La
botica tampoco carecía de nada. Mi suegro instaló unas vitrinas con
cerco dorado para los medicamentos. Se trajo un tensiómetro de la Feria
de Basilea y una báscula, de no sé dónde, a la que sólo le faltaba cantar.
Ya
estábamos chocando las copas en la inauguración, cuando el padre de
Eulalia paró el brindis y dijo, algo engolado, que faltaba un detalle
esencial para cualquier farmacia. A los cinco minutos llegó con un buzón
de metacrilato y lo colocó en el centro del local. Sobre el buzón se
leía un cartelito que aconsejaba a los clientes desechar las medicinas
de sobra destinadas al tercer mundo. Los invitados aplaudían y algunos
elogiaron mucho el gesto de mi suegro. Recuerdo que Nano se quedó unos
minutos inmóvil absorto en aquel buzón. Como no levantaba la vista del
letrero, le comenté (aunque sin demasiada convicción) que mi futuro
suegro era un hombre solidario y detallista.
A
la semana siguiente, durante la inauguración de Mundo y Caza, anunciamos
la boda. Mi hermano corría de aquí para allá como loco de contento,
y nos detuvo el brindis porque le parecía que faltaba algo muy importante.
Permanecimos riendo, tratando de adivinar un regalo de boda hasta que,
a los pocos minutos, Nano apareció entusiasmado con una caja enorme
de cartón. Tenía abierta una ranura, en la parte superior del embalaje,
como la del buzón de metacrilato de mi suegro.
Lo
colocó delante de todos y leímos un cartel pegado a la rendija que reclamaba
solidariamente armas de desecho para el tercer mundo. Me acuerdo que,
nada más leerlo, mi suegro levantó la barbilla y miró con desprecio
a Nano. Lali se escurrió hacia los lavabos, supongo que para no ver
la cara de su padre, y los invitados confusos se fueron disculpando
con viveza y salieron de estampida.
Quedamos
los tres solos. Mi suegro, apoyado en el cajón, continuaba con la barbilla
alta mirando a mi hermano directamente a los ojos, como a un furtivo.
No decía ni palabra. Sólo le miraba. Nano no pudo más: cogió una franchi
de repetición y la cargó. No sé qué hacía yo exactamente en la puerta
y por qué no me encontraba más cerca de ese armero. Pero no tuve tiempo
de evitarlo. Hubo un disparo y pasó lo que pasó.
Ahora
me alegro de haberme afeitado. A Nano le bailan los ojos. Le oigo que
habla y habla de escopetas y faisanes del cerro del Chicuelo, de lo
poquito que queda para vivir juntos otra vez mientras manotea en el
aire sus chocolatinas, y sonríe por detrás de los barrotes.
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