Dedicado
a ti.
¿Por qué no?
Ocurrió
el 28 de diciembre.
El 1 de enero de 2001 se acercaba y aún no había comprado mi regalo.
Decidí que para mis treinta años me obsequiaría con un reloj.
Por
la tarde fui al centro comercial Plaza Aluche. Comencé por la joyería
Boyer's; ojeé su escaparate. Me fijé en el Rolex Milenium. “240.000
pts.”, advertía la etiqueta. El precio me hizo dudar. “Mi edad se merece
poseer algo hermoso”, reflexioné.
Entré
en la joyería. Detrás del mostrador una joven se restregaba la cara
con ambas manos. Carraspeé para hacerme notar. La muchacha se sobresaltó
y me saludó con un asqueroso “buenos días” mientras se quitaba una legaña
con uno de sus índices. La observé. “Si yo hurgara con esa fuerza en
mis ojos, seguro que me los reventaba”, me dije.
La
dependienta dejó de molestar a la legaña y me miró con un parpadeo continuo.
La presté atención durante algunos segundos. Me fue difícil recordar
haber visto algo tan feo.
—¿Qué es lo que desea?
—Pues... Es que voy a cumplir treinta años y me encantaría comprarme
un reloj.
—Buena elección. Puede mirar el mostrador y escoger uno.
Me
alejé. “Elija entre nuestros 1.500 modelos. Todos distintos”, exclamaban
los carteles que había dentro de las vitrinas. Me pareció una cantidad
exagerada y estuve a punto de contarlos para ver si me estaban engañando.
Iba a preguntar a la muchacha si era cierto lo de tanto reloj, pero
se encontraba vuelta hacia la pared. Uno de sus brazos se doblaba en
dirección a su cara. Vacilé. Supuse que la legaña seguía en el ojo.
En
ese momento alguien abrió la puerta con un fuerte golpe. Me volví para
comprobar qué bestia había irrumpido en la tienda. Se trataba de un
tipo de casi dos metros de alto y con unas espaldas que debían ser de
las mismas medidas. Infinidad de capilares invadían sus ojos. Resoplaba
una y otra vez. Parecía haber llorado durante mes y medio, como mínimo.
Me
asusté al verle. Despacio, retrocedí hasta que choqué con la pared.
Quise dejarle todo el espacio que a mi cuerpo le fue posible.
El
tipo se acercó a la dependienta.
—Hola. ¿Te acuerdas de mí?
La
fea dejó de hurgarse con saña y se volvió. La legaña tuvo que caer al
suelo porque cuando la dependienta dio un paso al frente escuché un
crujido leve bajo sus pies. Dejé de mirarlos. Al llorón se le veía con
ganas de pelea, y a mí sus espaldas anchas me producían algo muy parecido
al miedo.
—Buenos días —le respondió la cara deforme mientras, parpadeando, luchaba
con la legaña—. Sí, le recuerdo. Estuvo ayer aquí, ¿verdad? Sí, claro,
compró una alianza preciosa de compromiso para su novia. Quería sorprenderla.
¿Lo consiguió?
Desde
mi posición de defensa me pareció observar como al desgraciado le salían
chispas de sus ojos.
—¡Ya creo que lo conseguí!
De
repente, el pobre diablo no pudo aguantar más. Dobló los brazos sobre
el mostrador y comenzó a llorar desesperadamente sobre ellos.“Pregúntale,
venga, pregúntale qué es lo que le pasa”, me dije. La cosa se ponía
interesante.
—¿Qué es lo que le pasa? —reaccionó la fea—. No llore usted así, hombre,
se le pondrá una cara horrible —“mal consejo viniendo de ti”, estuve
a punto de decirle, pero seguí callado a la espera de la reacción del
tipo.
—¡Cómo no voy a hacerlo si mi vida ha quedado hecha añicos! Y es usted
la culpable. Sí. Usted la ha destrozado.
—No puede ser que haya destruido su vida. Si sólo le conozco de una
tarde. Lo único que he hecho es venderle una alianza. Y muy bonita,
por cierto
—De eso mismo se trata. ¡¡De la puta alianza!! —gritó. Yo quise separarme
un poco más de él, pero la pared me lo impidió—. Y lo cierto es que
era preciosa y creí que le gustaría, pero ella siempre está atenta al
más mínimo detalle...
“No seas más imbécil y rómpela su fea cara”, pensé. No quería que en
aquellos momentos decayera el nivel de violencia
—“...Si me quieres, deberás de estar alerta a los pequeños detalles
que tengas conmigo”. Me repitió la última vez que discutimos. Y ahora
todo ha acabado.
El
desgraciado comenzó a hacer pucheritos. Su boca parecía sufrir una taquicardia.
—Y su novia abrió el regalo.
—Sí. Por desgracia, eso fue lo que ocurrió.
—¿Y no le gustó la sorpresa?
—Le encantó.
—Entonces. ¿Puede usted aclarame de qué tengo yo culpa?
—¡De no haber quitado el precio! ¡Desgraciada, fea! Envolviste muy bien
el regalo y el lazo era precioso, incluso le pusiste “Espero que te
guste”, pero dejaste la etiqueta del precio. ¡Deforme, imbécil!
El
de las espaldas gigantescas se recuperó de su llanto y ya se encontraba
con una pierna encima del mostrador con la intención de saltarlo y matar
a la chica.
Yo
me preparé para comenzar a animarle, cuando de improviso, salió otro
tipo de una pequeña habitación que se encontraba escondida detrás de
un biombo adornado con flores moradas y amarillas. Con dificultad consiguió
separar las garras del tipo que se encontraban aferradas al cuello de
la fea. El llorón se tranquilizó algo y yo me quedé sin fiesta. Para
la desgracia de todos, la fea seguiría quitándose legañas.
—¿Se puede saber qué es lo que le ocurre? —preguntó el nuevo personaje
al desgraciado.
—Esta estúpida, que ha destrozado mi vida.
—¿Señorita Remedios?“Ni el nombre la acompaña”, sentencié.
—Jefe. Que este hombre compró ayer un anillo de compromiso y hoy ha
venido con la intención de matarme. ¡Ya lo ha visto usted! Dice que
he destrozado su vida, y es la segunda vez que le veo. ¡Se lo juro,
jefe, es cierto!
El
patrón salió de detrás del mostrador.
—¿Podría usted explicarme esta situación?
—Que mi novia me ha abandonado porque a ésta se le olvidó quitarle el
precio a la sortija. Nadie me va a devolver a mi novia, y lo único que
deseo es que este monstruo sepa lo que es quedarse solo.
Yo
arqueé las cejas y arrugué los labios. Seguro que no hacia falta demostrarle
lo que era la soledad.
—¿Se calmará usted si yo le ofrezco una solución, señor? —comentó el
joyero. El otro dejó de hacer pucheritos y le escuchó.
—Acérquese, por favor —el dueño de la tienda volvió al lado de la fea
y abrió un cajón de debajo del mostrador. Sacó una alianza de oro negro,
amarillo y blanco que tuve que acercarme por lo sorprendido que me quedé
con su brillo.
—Ahora mismo le atenderemos, señor —me reprochó el joyero. Volví a mi
refugio de la pared.
—¿Le gusta? —le preguntó.
El
imbécil seguía mirando boquiabierto el anillo. Algo de baba cayó sobre
el cristal. La fea apoyó su mano derecha encima de la saliva.
—De acuerdo. Se la envolveré enseguida.
—¡No se olvide de quitar la etiqueta del precio!
—Tenga, aquí la tiene, para que la rompa usted mismo.
El
dueño sacó del mismo cajón una pequeña caja de color granate con muescas
blancas. Introdujo la joya reluciente en ella y la envolvió en un papel
rosa con la cara del Pato Donald. A mí me pareció de mal gusto. Por
fin se la dio.
—¿Está usted seguro que a mi novia le agradará?
—No se preocupe, es una de las joyas más valiosas que poseemos. Además,
usted mismo ha roto el precio. Con esto creo que se acaba el problema.
El
imbécil miró el regalo y asintió con la cabeza.
—Buenas tardes y adiós —se marchó cerrando la puerta transparente detrás
de él y se perdió entre la gente que entraba y salía de otras tiendas.
El joyero sonrió.
—Pero, jefe —exclamó la dependienta—. ¿Cómo es posible que le haya regalado
una joya de tal valor a ese demente?
—Relájese, Remedios. Lo que le he dado es una baratija. Llevaba meses
intentando desprenderme de esa porquería.
—Pero... Cuando se la entregue a su novia y se dé cuenta que esta vez
el obsequio es basura, ese loco volverá mañana, ¡y no solamente me querrá
matar a mí!
—Bueno. Puede que sí o puede que no. Pero lo más probable es que cuando
su novia lo descubra quiera matarlo —comentó el joyero a la fea mientras
le daba dos palmaditas en una de sus mejillas. Sonrió de nuevo y regresó
a su escondite detrás del biombo primaveral.
Yo
también sonreí. La fea se dio cuenta de mi presencia y ocurrió lo que
más me temía: me dirigió la palabra.
—Siento mucho que haya tenido que presenciar esta escena tan desagradable.
—Tranquila. No ha estado del todo mal.
—¿Ha elegido ya el reloj?
—La verdad es que son todos realmente preciosos, por eso mismo me ha
resultado imposible decidir. Lo mejor será que lo piense y vuelva mañana.
—Entonces. ¿Le veré mañana?
—No se preocupe, le aseguro que mañana regresaré por mi regalo.
Volver al índice