Obsesión
Estela Noemí Once


A Natan y Brenda, que me ayudaron a crecer.

Inspirado en El túnel, de Ernesto Sábato.

Madrid, 21 de enero de 1999 

Juan: Usted me llamó la atención porque se detuvo frente a mi cuadro titulado “Apertura” durante más de cuarenta y cinco minutos. Ese día mucha gente vino a ver la exposición, incluidos críticos de arte, pero ninguno de ellos le dedicó más de un minuto a una sola de mis obras. y nadie se fijó en ése.

Aquel día fue especial para mí ya que, como un pequeño milagro, colgaban de un hilo todas mis últimas obras. Hubo una selección entre dos hombres y yo para exponer en el Círculo de Bellas Artes, y me eligieron a mí.

Durante estos ocho meses no he dejado de preguntarme: ¿qué es lo que vio en aquel cuadro?

Estoy segura de que no ha olvidado ninguna de las flores, ninguno de los árboles, como tampoco ha dejado de pensar en la pequeña casita situada a la izquierda que rompía un cielo azul. Porque, como usted sabe, la ventana estaba apenas entornada. Fue el único que la descubrió, el único que pudo mirar más allá de la pintura, el único que tocó cada uno de los jarrones, muebles y cuadros que había dentro, el único que abrazó mi cofre. Me di cuenta porque desde hacía un tiempo lo observaba de lejos. Lo vi cómo entró por la ventana y cómo, al salir, la dejaba abierta de par en par, por sostener en sus manos el cofre.

Fue todo muy rápido, no me quedó muy claro cómo lo hizo, pero me sorprendí al punto de quedar atónita. No me dio tiempo a interrogarle. Me distraje. Cuando reaccioné usted ya no estaba, había desaparecido. Corrí por la sala y pregunté a los que conocía y a los que no conocía, si le habían visto salir o si sabían quién era. Nadie supo decirme nada; es más, nadie recordaba haberlo visto.

Desde aquel día y hasta un mes después mi vida se convirtió en un verdadero infierno. Me resultaba extraño que nadie lo hubiera visto, así que pensé, o bien que acababa de crearlo como a una de mis obras, o que usted había tomado vida escapándose de la multitud de uno de mis lienzos. Si era así, debía buscarle; a fin de cuentas era yo responsable de que usted anduviese suelto en una realidad que no le pertenecía.

Pero una tarde, en medio de los apuros cotidianos, me detuve en el bar Jamaica, en la calle Orense. Allí estaba usted, en la barra, de espaldas a mí. Inmediatamente comprendí que no era una creación mía ni una alucinación. ¡Por fin cesaba mi locura! Lo hubiese reconocido aún en un estadio de fútbol abarrotado. Respiré profundo, contuve mis impulsos y no le enfrenté. Hice un esfuerzo por tranquilizarme y decidí seguirle, meterme en su vida, empujada quizá por los mismos motivos que le impulsaron a usted a entrar por la ventana de mi cuadro.

La cosa es que usted salió del bar antes de que yo pudiera terminar mi café. Casi le pierdo por segunda vez. Tuve que correr, cruzar la calle por la mitad, sorteando los coches, pero logré alcanzarlo. Usted caminó cuatro calles. De pronto se detuvo y entró en un edificio que tenía más de veinte pisos. No entré porque no quería que me viera, como no he querido que me descubriera en los siete meses restantes. Allí me quedé, parada en medio de la acera, temblando ante la realidad mientras un rayo de sensatez llegó a mí, y pensé que si usted había entrado, en algún momento debería salir. Así es que lo aguardé. Durante los primeros quince minutos me dediqué a observar a la gente que pasaba con bolsas para la cena. Me sentí ridícula pensando qué haría si usted tardaba mucho tiempo. Comencé a caminar de una esquina a otra, me repetía a mí misma que apenas usted saliera lo enfrentaría. Un frío me recorrió el cuerpo y decidí que no. Sería una forma sutil de que usted conviniera conmigo para devolverme el cofre, pero no. Miré el reloj, había pasado más de una hora y decidí continuar detrás de usted. Mientras esperaba, casi sin darme cuenta, comencé a premeditar su muerte. El portero me miraba inquieto. Parecía sospechar lo que estaba tramando en medio de mi silencio.

Nunca pensé que pudiera tener deseos de matar a alguien, aunque me sintiera capaz. Sin embargo estaba pensando en la forma de entrar en su casa, la forma de torturarle o de apretar su cuello, o simplemente atropellarle con mi coche. Medí cada detalle, porque sabía que sólo su muerte podía traerme paz. Me di cuenta de que un lado oscuro que no reconocía en mí, había brotado. Porque estaba herida, muy herida. Y tuve miedo. Miedo a las imágenes que acudieron como citadas frente a aquel portal.

Hasta que por fin salió. Detrás de usted, una señora mayor a quien yo conocía. Oí cómo la llamó por su nombre al despedirse. “Hasta la semana que viene, Juan”, le respondió. Así es que sin dudarlo me hice visible para ella. Me contó que cada miércoles a las cinco acudía usted al mismo edificio para recibir terapia. Me enteré de muchos de sus horarios y de que vivía en Alcalá de Henares.

A partir de aquel día me convertí en su sombra, y usted en mi obsesión.

Le seguí al cine, al teatro, a las compras, a consultas médicas, a ferias de muestras e, incluso, a aquella escapada de fin de semana a Tenerife, compartiendo el mismo hotel.

Debo reconocer que a estas alturas no sé qué me atormenta más. ¿Cómo explicarle? Es como si en estos meses hubiera buscado una ventana que usted nunca dejó abierta en todo el tiempo que lo seguí. Nunca se descuidó. Y yo necesitaba introducirme en su vida y arrebatarle algo suyo, muy suyo, como lo es para mí el cofre que usted se llevó.

Puede llamarle venganza, si le apetece. La cosa es que esto parece un juego al que usted no quiere jugar.

Todo esto me lleva a otra conclusión: usted ha sido consciente de que llevo casi ocho meses tratando de recuperar mi cofre. Sabe que mi pintura no será de ningún modo la misma, como tampoco podré serlo yo.

El 26 de marzo se inaugura una exposición conjunta con otros pintores donde expondré un sólo cuadro. Lo titulo “Encierro”. Es lo único que he podido pintar. En cada color que mezclé, en cada pincelada, está usted presente.

Deberá usted verlo.

Sé que vendrá.

Melisa Homs

 
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