El parque
Manuel Pérez Martí

 

Cruzó la calle y se detuvo al llegar a la cabina. Estaba nervioso y excitado ante su próximo encuentro con Ana. Aún faltaban unas horas y había decidido dar un paseo por el parque.

Pensó en volver a telefonearla. Temía haber sido poco expresivo en su llamada anterior. Desechó la idea. Podía esperar. No tenía por qué apresurarse. Dentro de pocas horas habría tiempo suficiente para decirle todo lo que en aquel momento sentía. ¡Cuánto la amaba! ¡Cuánto la había estado deseando durante este tiempo de espera!

Contempló la cabina mientras seguía pensando... ¿Cuándo empezaron sus dudas? ¿Cuál fue la primera vez en que se preguntó si no se estaría equivocando? Sí, él la amaba, y ella le correspondía. Entonces, ¿qué temor le frenaba...? ¿El miedo al compromiso? ¿Que la relación pudiera estropearse en cualquier momento? ¿Sentirse responsable y culpable? Cuándo... ¿dentro de unos meses, de unos años? Buscaba una mujer con la que construir su futuro, no una relación ocasional, más o menos larga. Creía haberla encontrado, pero no tenía la certeza. ¿No sería mejor dejar que el tiempo dijera la última palabra?

Siguió caminando en dirección al parque. Aunque hacía frío, moderó su paso, demasiado rápido. La tarde estaba finalizando y pronto anochecería. Recordó cómo, a los dos meses de su relación, ya no pudo soportar más sus dudas y un día le dijo:
—Ana, te quiero. Te quiero y te pido que lo entiendas. Necesito reflexionar sobre lo nuestro. No quiero hacerte daño, pero tengo que estar seguro. Creo que lo mejor sería que dejásemos de vernos durante algún tiempo.

Ana había protestado. No podía entenderlo. Ella estaba segura y no comprendía sus dudas, cuando él decía quererla. No tenían porqué dejar de verse. Había insistido, pero él se había mantenido firme. De eso hacía ya un mes.

Llegó al parque. El frío aumentaba y dudó entre seguir o volver a casa. Decidió continuar el paseo. Volvió a pensar en su próxima cita. Estaba decidido a seguir con Ana. El tiempo lo aclarará todo, se repitió.

Permaneció un momento indeciso a la entrada. Un hombre de espaldas, vestido con un chándal ajado, apoyaba uno de sus pies en un banco mientras ataba los cordones de su zapatillas de deportes. Le miró unos segundos distraído mientras se dirigía hacia el fondo del parque. Tomó un camino de tierra, que entre dos hileras de altos cipreses parecía llevarle a la zona elegida. Pensó que oscurecería pronto y se preguntó si cerrarían el parque y cuándo. Aligeró el paso. No había nadie en el camino.

Recordó que desde la última conversación con Ana había pasado un mes. Al principio, ella le había llamado, pero sus llamadas sólo habían servido para que él se reafirmase en su decisión. Luego, había dejado de llamarle y él empezó a sentirse inquieto. Terminó preguntándose si la estaría perdiendo. ¿Será posible que esté dejando de quererme? ¿Habrá aparecido otro? ¿Se estará terminando mi tiempo? Había intentado rechazar estos pensamientos pero pronto le acosaron, cada vez con más intensidad. Y aquella mañana no había podido resistirlos. La había llamado y le había pedido una cita. Tenían que hablar. Era urgente. A ser posible ese mismo día. Ana se había mostrado sorprendido e indecisa, pero no hostil. Desconcertada por la urgencia. Pero había aceptado. Sí, podían verse. Sí, esa noche, sobre las 10. De acuerdo, en Café Cristal, donde otras veces. Hasta pronto. Un beso, había dicho Juan.

Anduvo durante unos minutos. En el silencio del anochecer sólo oía el trino de los pájaros. Pronto oscurecería y dudó entre seguir o no. Se detuvo un momento. Entonces, un ruido a su espalda le hizo volverse. A la luz cada vez más escasa, vio aproximarse en lenta carrera al hombre de la entrada. El cuello del chándal le tapaba medio rostro y sus ojos estaban ocultos por unas absurdas gafas de cristales oscuros.

Siguió andando. Repentinamente, se sintió inquieto y se paró con la intención de dejarle pasar. Volvió la cabeza. El desconocido había acelerado la carrera y estaba ahora muy cerca. Y entonces, vio con alarma que llevaba un objeto metálico en su mano derecha.

Le pareció que era una navaja y un escalofrío de miedo le recorrió el cuerpo. Aterrorizado, inició la huida, pero en pocos segundos fue alcanzado y sintió un golpe en la espalda. Vaciló y fue golpeado de nuevo en el pecho. Cayó al suelo. Unas manos hurgaron en sus bolsillos. No sintió dolor, sólo confusión. El dolor llegó luego, cuando tendido de bruces, con la mejilla aplastada contra la tierra del camino, quiso levantarse y no pudo. Entonces pensó en Ana y dejó de sentir miedo y dolor. En realidad no importaban sus dudas. Estaba seguro. Se sintió tranquilo. Una extraña paz le invadió y cerró los ojos. “Ahora me levantaré e iré a la cita”, pensó, “ahora me levantaré”. Y luego sólo fue oscuridad y silencio.

 
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