Cruzó
la calle y se detuvo
al llegar a la cabina. Estaba nervioso y excitado ante su próximo encuentro
con Ana. Aún faltaban unas horas y había decidido dar un paseo por el
parque.
Pensó
en volver a telefonearla. Temía haber sido poco expresivo en su llamada
anterior. Desechó la idea. Podía esperar. No tenía por qué apresurarse.
Dentro de pocas horas habría tiempo suficiente para decirle todo lo
que en aquel momento sentía. ¡Cuánto la amaba! ¡Cuánto la había estado
deseando durante este tiempo de espera!
Contempló
la cabina mientras seguía pensando... ¿Cuándo empezaron sus dudas? ¿Cuál
fue la primera vez en que se preguntó si no se estaría equivocando?
Sí, él la amaba, y ella le correspondía. Entonces, ¿qué temor le frenaba...?
¿El miedo al compromiso? ¿Que la relación pudiera estropearse en cualquier
momento? ¿Sentirse responsable y culpable? Cuándo... ¿dentro de unos
meses, de unos años? Buscaba una mujer con la que construir su futuro,
no una relación ocasional, más o menos larga. Creía haberla encontrado,
pero no tenía la certeza. ¿No sería mejor dejar que el tiempo dijera
la última palabra?
Siguió
caminando en dirección al parque. Aunque hacía frío, moderó su paso,
demasiado rápido. La tarde estaba finalizando y pronto anochecería.
Recordó cómo, a los dos meses de su relación, ya no pudo soportar más
sus dudas y un día le dijo:
—Ana, te quiero. Te quiero y te pido que lo entiendas. Necesito reflexionar
sobre lo nuestro. No quiero hacerte daño, pero tengo que estar seguro.
Creo que lo mejor sería que dejásemos de vernos durante algún tiempo.
Ana
había protestado. No podía entenderlo. Ella estaba segura y no comprendía
sus dudas, cuando él decía quererla. No tenían porqué dejar de verse.
Había insistido, pero él se había mantenido firme. De eso hacía ya un
mes.
Llegó
al parque. El frío aumentaba y dudó entre seguir o volver a casa. Decidió
continuar el paseo. Volvió a pensar en su próxima cita. Estaba decidido
a seguir con Ana. El tiempo lo aclarará todo, se repitió.
Permaneció
un momento indeciso a la entrada. Un hombre de espaldas, vestido con
un chándal ajado, apoyaba uno de sus pies en un banco mientras ataba
los cordones de su zapatillas de deportes. Le miró unos segundos distraído
mientras se dirigía hacia el fondo del parque. Tomó un camino de tierra,
que entre dos hileras de altos cipreses parecía llevarle a la zona elegida.
Pensó que oscurecería pronto y se preguntó si cerrarían el parque y
cuándo. Aligeró el paso. No había nadie en el camino.
Recordó
que desde la última conversación con Ana había pasado un mes. Al principio,
ella le había llamado, pero sus llamadas sólo habían servido para que
él se reafirmase en su decisión. Luego, había dejado de llamarle y él
empezó a sentirse inquieto. Terminó preguntándose si la estaría perdiendo.
¿Será posible que esté dejando de quererme? ¿Habrá aparecido otro? ¿Se
estará terminando mi tiempo? Había intentado rechazar estos pensamientos
pero pronto le acosaron, cada vez con más intensidad. Y aquella mañana
no había podido resistirlos. La había llamado y le había pedido una
cita. Tenían que hablar. Era urgente. A ser posible ese mismo día. Ana
se había mostrado sorprendido e indecisa, pero no hostil. Desconcertada
por la urgencia. Pero había aceptado. Sí, podían verse. Sí, esa noche,
sobre las 10. De acuerdo, en Café Cristal, donde otras veces. Hasta
pronto. Un beso, había dicho Juan.
Anduvo
durante unos minutos. En el silencio del anochecer sólo oía el trino
de los pájaros. Pronto oscurecería y dudó entre seguir o no. Se detuvo
un momento. Entonces, un ruido a su espalda le hizo volverse. A la luz
cada vez más escasa, vio aproximarse en lenta carrera al hombre de la
entrada. El cuello del chándal le tapaba medio rostro y sus ojos estaban
ocultos por unas absurdas gafas de cristales oscuros.
Siguió
andando. Repentinamente, se sintió inquieto y se paró con la intención
de dejarle pasar. Volvió la cabeza. El desconocido había acelerado la
carrera y estaba ahora muy cerca. Y entonces, vio con alarma que llevaba
un objeto metálico en su mano derecha.
Le
pareció que era una navaja y un escalofrío de miedo le recorrió el cuerpo.
Aterrorizado, inició la huida, pero en pocos segundos fue alcanzado
y sintió un golpe en la espalda. Vaciló y fue golpeado de nuevo en el
pecho. Cayó al suelo. Unas manos hurgaron en sus bolsillos. No sintió
dolor, sólo confusión. El dolor llegó luego, cuando tendido de bruces,
con la mejilla aplastada contra la tierra del camino, quiso levantarse
y no pudo. Entonces pensó en Ana y dejó de sentir miedo y dolor. En
realidad no importaban sus dudas. Estaba seguro. Se sintió tranquilo.
Una extraña paz le invadió y cerró los ojos. “Ahora me levantaré e iré
a la cita”, pensó, “ahora me levantaré”. Y luego sólo fue oscuridad
y silencio.
Volver al índice