Todas
las noches, sobre las
doce más o menos, iba a casa de Carlos, un amigo, a jugar unas partidas
de ajedrez; y todas las noches, cuando volvía a la mía, veía al mismo
hombre de siempre, en la misma esquina. Al principio no le di ninguna
importancia, pero luego, al cabo de varias noches, comprobé que aquel
tipo nunca se movía de ese lugar; permanecía ahí, entre el semáforo
y la esquina, vestido de negro y con un teléfono móvil que siempre manipulaba
de forma lenta y solemne, pero cansada a la vez. Pese a verlo todos
los días cuando regresaba, nunca lo veía al ir a casa de Carlos.
Dos
semanas más tarde, otra noche desapacible en la que la lluvia te va
empapando sin darte cuenta, pasé por la misma esquina y aquel hombre
se dirigió a mí. “¿Tienes un cigarro?”, me preguntó directamente, casi
cortándome el paso. Me sobresalté, pero no por la pregunta, que escuché
de forma remota y plana, sino por un escalofrío dentro de mi cabeza
que desplazó en ese instante todos mis pensamientos; un vacío total,
una soledad tan fría, tan extrema, que me hizo titubear unos cuantos
segundos. Le ofrecí la cajetilla y cogió uno de los cuatro temblorosos
cigarros que me quedaban. Escuché cómo me daba las gracias mientras
me alejaba de ahí sin tener en cuenta los charcos que pisaba. Más tarde,
en casa, pensé en lo ocurrido, y no logré recordar el rostro de aquel
tipo.
Durante
la semana siguiente evité ir por ese lugar, dando rodeos absurdos, con
los que tardaba dos veces más hasta llegar a casa, pero la noche del
sábado, la noche en que Carlos celebraba una pequeña juerga en su casa,
fui por mi ruta habitual. Había bebido unas copas y a la hora de volver
olvidé mis propias precauciones. Hasta que reconocí, primero la esquina
y, un segundo más tarde, la silueta de aquel hombre al que me iba acercando.
Entonces me di cuenta de algo más. Desde que había salido del portal
de mi amigo no había visto a nadie. Ni un sólo coche pasaba por la carretera,
los de servicio de limpieza no estaban en la calle, el camión de la
basura no se oía, ni un solo mendigo en los cajeros, ni un coche patrulla,
nada. Sólo ese misterioso hombre y yo, el uno en frente del otro. Cuando
estábamos a punto de cruzarnos él me habló por segunda vez. “No queda
nadie”, me dijo con un gesto serio en la cara. “Sólo quedas tú.” Intentó
cogerme por el brazo, pero lo levanté y me alejé tan rápido como pude.
Miré hacia atrás y el hombre permanecía quieto, en su sitio, con el
teléfono móvil en la mano, aunque esa vez me pareció que su imagen se
estaba distorsionando. Sé que las copas no me hicieron ver visiones.
Por supuesto, tampoco volví para comprobarlo, sino que corrí, si cabe,
con más energía.
A
la mañana siguiente me desperté entre unos oscuros brazos que intentaban
agarrarme. Salí como un resorte de la cama y respiré profundamente hasta
que las pesadillas se diluyeron. Me acerqué a la ventana. No había nadie.
Miré el quiosco y estaba cerrado. Comprobé la hora: las doce del mediodía.
Comencé a ponerme nervioso, así que conecté la televisión. Sólo vi la
típica nieve que sale cuando ningún canal está sintonizado, repitiéndose
cada vez que apretaba los botones y barría todas las cadenas en un frenético
zapping. La radio tan sólo emitía un molesto zumbido que habría vuelto
loco a cualquiera que lo hubiese escuchado dos minutos seguidos. Llamé
por teléfono primero a mi amigo, y más tarde a mi familia. Nadie descolgó
al otro lado. Me preocupé por llamar a todos mis conocidos. Nada. Algunas
líneas parecían desconectadas. Comí algo rápido, me vestí con la ropa
del día anterior y salí a la calle con el corazón en un puño. No había
ni rastro del portero. Una vez fuera de casa busqué desesperadamente
algo, algún movimiento, alguien vivo. Llamé a todos los pisos de mi
portal y de los edificios de al lado. Salté a pedradas las alarmas de
los coches, grité hasta quedarme afónico por mitad de la carretera,
pero nadie parecía oírme. Empecé a comprender que nadie estaba allí
para oírme. Sólo de vuelta a casa me encontré con el cuerpo de un enorme
perro tirado al lado del callejón de mi portal. Me acerqué para examinarlo,
y vi horrorizado cómo ese pobre animal había sido abierto en canal y
vaciado completamente de sus órganos.
De
esa mañana hace hoy tres días, y me he levantado sin acostumbrarme aún
al terrorífico silencio que envuelve a la ciudad. Tampoco me he acostumbrado
a las pesadillas que me asaltan todas las noches. Me ha parecido ver
por la ventana una imagen oscura y medio borrosa que merodeaba por la
calle. Creo que estoy delirando. Sobre las diez de la noche ha sonado
el teléfono de casa. He tardado un poco en descolgar, y sin contestar
me he quedado escuchando. Una voz lejanamente familiar me ha preguntado
si tenía un cigarro. No he podido evitar reírme, esta desesperada locura
es todo lo que me queda después de lo sucedido. Por cierto, no puedo
seguir escribiendo. Acaban de llamar a mi puerta.
Volver al índice