Sin título
Samuel Pérez Mombiedro

 

Todas las noches, sobre las doce más o menos, iba a casa de Carlos, un amigo, a jugar unas partidas de ajedrez; y todas las noches, cuando volvía a la mía, veía al mismo hombre de siempre, en la misma esquina. Al principio no le di ninguna importancia, pero luego, al cabo de varias noches, comprobé que aquel tipo nunca se movía de ese lugar; permanecía ahí, entre el semáforo y la esquina, vestido de negro y con un teléfono móvil que siempre manipulaba de forma lenta y solemne, pero cansada a la vez. Pese a verlo todos los días cuando regresaba, nunca lo veía al ir a casa de Carlos.

Dos semanas más tarde, otra noche desapacible en la que la lluvia te va empapando sin darte cuenta, pasé por la misma esquina y aquel hombre se dirigió a mí. “¿Tienes un cigarro?”, me preguntó directamente, casi cortándome el paso. Me sobresalté, pero no por la pregunta, que escuché de forma remota y plana, sino por un escalofrío dentro de mi cabeza que desplazó en ese instante todos mis pensamientos; un vacío total, una soledad tan fría, tan extrema, que me hizo titubear unos cuantos segundos. Le ofrecí la cajetilla y cogió uno de los cuatro temblorosos cigarros que me quedaban. Escuché cómo me daba las gracias mientras me alejaba de ahí sin tener en cuenta los charcos que pisaba. Más tarde, en casa, pensé en lo ocurrido, y no logré recordar el rostro de aquel tipo.

Durante la semana siguiente evité ir por ese lugar, dando rodeos absurdos, con los que tardaba dos veces más hasta llegar a casa, pero la noche del sábado, la noche en que Carlos celebraba una pequeña juerga en su casa, fui por mi ruta habitual. Había bebido unas copas y a la hora de volver olvidé mis propias precauciones. Hasta que reconocí, primero la esquina y, un segundo más tarde, la silueta de aquel hombre al que me iba acercando. Entonces me di cuenta de algo más. Desde que había salido del portal de mi amigo no había visto a nadie. Ni un sólo coche pasaba por la carretera, los de servicio de limpieza no estaban en la calle, el camión de la basura no se oía, ni un solo mendigo en los cajeros, ni un coche patrulla, nada. Sólo ese misterioso hombre y yo, el uno en frente del otro. Cuando estábamos a punto de cruzarnos él me habló por segunda vez. “No queda nadie”, me dijo con un gesto serio en la cara. “Sólo quedas tú.” Intentó cogerme por el brazo, pero lo levanté y me alejé tan rápido como pude. Miré hacia atrás y el hombre permanecía quieto, en su sitio, con el teléfono móvil en la mano, aunque esa vez me pareció que su imagen se estaba distorsionando. Sé que las copas no me hicieron ver visiones. Por supuesto, tampoco volví para comprobarlo, sino que corrí, si cabe, con más energía.

A la mañana siguiente me desperté entre unos oscuros brazos que intentaban agarrarme. Salí como un resorte de la cama y respiré profundamente hasta que las pesadillas se diluyeron. Me acerqué a la ventana. No había nadie. Miré el quiosco y estaba cerrado. Comprobé la hora: las doce del mediodía. Comencé a ponerme nervioso, así que conecté la televisión. Sólo vi la típica nieve que sale cuando ningún canal está sintonizado, repitiéndose cada vez que apretaba los botones y barría todas las cadenas en un frenético zapping. La radio tan sólo emitía un molesto zumbido que habría vuelto loco a cualquiera que lo hubiese escuchado dos minutos seguidos. Llamé por teléfono primero a mi amigo, y más tarde a mi familia. Nadie descolgó al otro lado. Me preocupé por llamar a todos mis conocidos. Nada. Algunas líneas parecían desconectadas. Comí algo rápido, me vestí con la ropa del día anterior y salí a la calle con el corazón en un puño. No había ni rastro del portero. Una vez fuera de casa busqué desesperadamente algo, algún movimiento, alguien vivo. Llamé a todos los pisos de mi portal y de los edificios de al lado. Salté a pedradas las alarmas de los coches, grité hasta quedarme afónico por mitad de la carretera, pero nadie parecía oírme. Empecé a comprender que nadie estaba allí para oírme. Sólo de vuelta a casa me encontré con el cuerpo de un enorme perro tirado al lado del callejón de mi portal. Me acerqué para examinarlo, y vi horrorizado cómo ese pobre animal había sido abierto en canal y vaciado completamente de sus órganos.

De esa mañana hace hoy tres días, y me he levantado sin acostumbrarme aún al terrorífico silencio que envuelve a la ciudad. Tampoco me he acostumbrado a las pesadillas que me asaltan todas las noches. Me ha parecido ver por la ventana una imagen oscura y medio borrosa que merodeaba por la calle. Creo que estoy delirando. Sobre las diez de la noche ha sonado el teléfono de casa. He tardado un poco en descolgar, y sin contestar me he quedado escuchando. Una voz lejanamente familiar me ha preguntado si tenía un cigarro. No he podido evitar reírme, esta desesperada locura es todo lo que me queda después de lo sucedido. Por cierto, no puedo seguir escribiendo. Acaban de llamar a mi puerta.

 
Volver al índice