La
Plaza de Castilla era
un lugar extraño. La primera vez que la vi debió ser desde el seiscientos
de mi madre, camino al colegio. Pero no retengo ninguna de sus imágenes.
Más tarde, también camino al colegio, debí seguir mirándola, ahora desde
los cristales del autobús de ruta. Pero creo que iba demasiado ocupado
en el guirigay que se montaba adentro. Tampoco la veo entonces.
La
veo en cambio, y la veo bien, cuando dejé de ir al colegio, así, como
por cuenta ajena, y pasé a hacerlo por mis propios medios, es decir,
la mitad andando y la otra mitad en el P-24.Sí, el P-24. El P-24 con
raya para ser exactos. Era un viejo autobús que se cogía en la Plaza
de Castilla. Y fue entonces, a partir de entonces y no antes, que pude
verla de verdad.
Llegábamos
mi hermano pequeño y yo con el resuello de haber trotado —aquello no
era caminar— durante 20 minutos. Era pronto, las 8:30 de la mañana.
Yo miraba atrás, a ver si mi hermano me seguía.
A
esas horas la Plaza de Castilla era un lugar agitado, con gente yendo
y viniendo de un lado a otro. Y estaba huérfana, a medio construir.
Casi lo único que había era el viejo monumento a Calvo Sotelo, con su
proa de barco mirando hacia la ciudad y el propio señor aquel, que sí
que resultaba ser calvo, rompiendo unas cadenas. La cosa era pelín grandilocuente,
teniendo en cuenta que alrededor no había nada, quiero decir nada, un
espacio abierto descomunal en las cuatro direcciones. Lo único que rivalizaba
con el monumento era el depósito de agua del Canal de Isabel II, otro
pedrusco áspero y gris. Y luego, casetas por aquí y por allá, algún
quiosco y gente, gente con prisas, con legañas, gente con sueño, como
mi hermano y yo, que andábamos rápido para ver si no perdíamos el P-24
con raya, el de las 8:30.Por las tardes, a la vuelta del colegio, la
Plaza de Castilla perdía el trajín y adquiría su verdadero semblante,
cansino y absurdo. El viento azotaba las marquesinas de los puestos.
La Plaza de Castilla, Plaza Castilla en su versión sincopada y coloquial,
era un lugar de paso, un espacio de tránsito entre dos certezas, mi
casa y el colegio. Y a diferencia de ellas, no venía dada. Estaba allí,
en el mundo.
Había
un tipo con guantes negros en lugar de manos. Era delgado y huesudo.
Debía tener alguna tara congénita. O quizás había sufrido un accidente.
A través de los guantes negros sus dedos no se movían como dedos normales,
ni ocupaban el sitio de unos dedos normales. Vendía chucherías y revistas
atrasadas en un puesto junto a la parada del P-24. Tenía un jersey azul
de pico y cara de pocos amigos. Durante los meses de frío llevaba una
parca verde.
Había
en Plaza Castilla una camioneta varada donde se vendían churros, porras
y patatas fritas. Salía humo por todos lados, y al fondo, dentro de
la camioneta, había una señora gorda y roja, con bata blanca, grasienta.
Yo
sólo pisaba una franja de la plaza, la que hacía esquina por la derecha
viniendo desde la Castellana, donde estaba la parada del P-24 con raya.
Pero una tarde me di un paseo por toda su circunferencia. Volvía sólo,
mi hermano estaba con gripe, no tenía prisa. Di la vuelta aquella para
contemplar de cerca lo que veía a diario desde el otro lado.
Había
arena y aceras mal asfaltadas, obras, madres arrastrando a sus hijos.
Había un semáforo torcido y un descampado muy grande que casi se extendía
hasta el horizonte, donde se veía el perfil de la sierra.
Pasaron
los años y seguí atravesando Plaza Castilla, la tierra de nadie, la
frontera entre mi casa y el cole. Allí no parecía gobernar nadie, el
viento soplaba sobre las marquesinas verdes de los puestos.
Un
día acompañé de noche a Marina, una amiga que iba a los Sagrados Corazones
y vivía en Fuencarral. Fui con ella a la parada de su autobús, en Plaza
Castilla. Nunca la había visto tan oscura. Eran las 10 de la noche de
un día de invierno. Estaba vacía. Quizás siempre lo estuvo. Le pedí
un beso. Cerré los ojos y me lo dio. Me besó con prisas. Abrí los ojos
y llegaba su autobús. Así que allí me quedé, solo, con media sonrisa,
muerto de frío.
No
había nadie. Sólo yo, con el recuerdo del beso apresurado de Marina.
Sólo yo, en mitad del descampado. Los puestos cerrados, las luces de
los semáforos guiando un tráfico inexistente.
Plaza
Castilla sigue siendo un territorio extraño. Ya no se ve casi la esfinge
de piedra. En su lugar hay torres varadas. Ha crecido. Un subterráneo
la atraviesa.
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