Me muero de ganas de... / fin de fiesta
David Prida Del Monte

 

A Gracia, siempre bella, y a mis padres.

Negocio 1. La panadería 

—Qué buen pan tienes, Candela, y qué nombre tan de panadera. Seguro que naciste con un pan debajo del brazo. Es broma, mujer, es que hoy celebramos la graduación de mi hijo y estamos todos muy contentos en casa, pero yo que le he parido soy la que más contesta está. Dame dos barritas de las tostaditas, que las que están muy blancas no me gustan nada.

Escuchar estas palabras repetidas a partir de las siete de la mañana durante todos los días es el oficio de Candela, panadera de reconocido prestigio en el barrio.
—Es mi hijo, Candela, se ha tragado algo mientras comía. Era una especie de hierro puntiagudo, y estaba dentro del pan. Todavía lo conservo, mira, con miga y todo.
—Tranquila, mujer, ¿está tu hijo bien?
—Está ingresado, pero su estado es muy grave. Se ha desgarrado la garganta y apenas puede hablar.
—Lo importante es que pueda vivir. Si se queda mudo no importa, una lengua menos que escuchar.
—Pero serás lagarta. Te voy a denunciar por vender pan con sorpresa, como los roscones.
—Sí, señora. Tenga, por las molestias causadas, llévese una cajita de bombones de todo a cien para el gordo de su marido.
—Santi, cariño, ¿sabes una cosa?—El qué, Candela, ¿que te has quedado sin pan?
—No, Santi, que me muero de ganas de montar una tienda de teléfonos móviles.

Negocio 2. La droguería 

—Juli, mi amor, dame un tarrito de detergente de ese que deja tan buen olor en la ropa.
—Sí, señora, porque lo va a necesitar.
—Hola, Manuel, buenos días, ¿cómo estás?, ya veo que el divorcio te sienta bien.
—Sí, Juli, la verdad es que desde que dejé a Nerea estoy como sin calzoncillos.
—Esta juventud, qué expresiones tiene.

Todos estos modos de vivir y expresarse de la gente son archivados por Juli, la droguera más pechugona y analfabeta del barrio. Junto a su amiga Loli, la rubita que palpita, despelleja y comenta hasta de las colonias que vende.
—Juli, mi amor, esta colonia de diez mil pesetas que me vendiste la semana pasada no deja el olor en la ropa ni cinco minutos, y además le produce una alergia muy grande a mi marido. Se le pone la piel como con granitos, es que es muy sensible.
—Sí, señora, pero no le pienso cambiar la colonia, que ustedes las viejas perreras, compran un frasco caro para una boda, se la echan ese día y después la descambian por una de cuatro quini.
—Pero, ¿cómo puedes pensar eso, Juli, de mí, una persona tan honrada?
—Pues lo pienso porque me muero de ganas de cerrar la droguería y vivir como una reina, sin más preocupaciones que saber cuándo me voy a ir de viaje.

Negocio 3. La tienda de ropa 

—Hola, señora, qué bonito traje trae hoy y qué guapa viene. ¿Ha estado usted en la peluquería?
—González, por favor, no me adule tanto que no le pienso comprar nada, sólo vengo para ver sus antigüedades.
—Bueno, siendo así le daré un caramelito.

Así de pelota es González, el hombre textil capaz de vender a su propia madre por vender un trapito de ganchillo.
—Papá González, ¿cuánto vale este tanga gris?
—No lo sé, pero sólo de pensarlo me he excitado.
—¿Se lo quiere usted probar, señora Manuela?
—Pero, ¿serás idiota? No pareces hija mía. ¿Cómo se te ocurre decirle a una mujer de ochenta años que compre un tanga seductor?
—Pues a mí me gusta, me va a juego con el bastón.
—No hay más que hablar, vendido, y vamos a quitarle el pico de setenta y cinco pesetas.
—González, mi marido se puso ayer la americana que te compró y le han confundido con un indigente, ahora mismo está en comisaría detenido.
—No se preocupe, señora Lorena, yo le aseguro a usted que tenía un tejido delicioso, y llevaba unos botones marrones de lo más modernos.
—Eso no lo dudo, pero el dinero de la americana quiero que me lo devuelva por causarnos problemas.
—Me muero de ganas de devolvérselo, pero la fecha de caducidad de la americana ya pasó hace unos añitos.

Negocio 4. Loterías y apuestas del estado 

Pipi, pipi, pipi, pipi.
—Vamos a ver si esta vez me toca una de quince, Lotero.
—Tú sabes que jugando con tu lotero siempre te toca dinero, todo es cuestión de esperar.

El señor lotero, siempre en cuarentena tras un cristal blindado, es el que lo sabe todo de la calle y de sus gentes. Dadle un vino y te cuenta si ese es drogadicto, si el otro es gay, si el viejo está forrado o si su consuegro tiene todo muy caro. Sacado de la picaresca, es un híbrido entre el Guzmán de Alfarache y el Lazarillo de Tormes.
—Lotero, ¿tienes cambio? Es que me he quedado sin monedas. La gente me viene a pagar el pan con billetes y ya se sabe.
—Por supuesto, Candela, toma, aquí tienes dos mil en monedas.
—Gracias, eres un solete.
—Lotero, guárdame la lotería de Navidad.
—Cómo no se la voy a guardar a mi droguera favorita. Tú sabes, Juli, que conmigo tienes manga ancha.
—Lotero, cómprame un conjuntito para la nieta, que los tengo muy bonitos y a muy buen precio.
—Ahora no, González, más tarde iré y lo miraré, ¿vale?
—De acuerdo, cuando quieras.
—Estoy hasta las narices de que me pidan cambio las panaderas, estoy cansado de que me dejen la lotería apartada y estoy harto de que me quieran vender conjuntitos. Me muero de ganas de que cierren todos los negocios y quedarme yo solo en la calle.

Fin de fiesta

Cuando acabó el curso, sólo tenía el deseo de obtener mi diploma de graduación, el símbolo que nos acreditaba como graduados, lo que uno sueña ser desde la infancia. “Un graduado”, el orgullo para tus padres, para la familia. El que te digan “pero qué muchacho tan listo” mientras te pellizcan los carrillos.

Pero el término del último curso significó para mí algo más que eso. La fiesta de graduación cambio realmente mi vida.

Todavía recuerdo aquella fiesta como algo especial. Los chicos íbamos con trajes muy elegantes, y con la esperanza de encontrar novia grabada en la cara. Las chicas, sin embargo, parecían no sentirse aludidas por nosotros. “Demasiado críos para nosotras”, decían.

Todavía siento el estridente ruido de la música retumbando en mis tímpanos. Recuerdo el denso humo provocado por el desfile de cigarrillos. El ruido de los hielos cayendo y el olor a ginebra y a whisky. Recuerdo manos que corrían entre nalgas y pechos, paquetes y pectorales. La reina del baile no paraba de bailar: ahora con este, ahora con el otro. Recuerdo la tenue y cálida luz de puticlub. Las drogas corrían vertiginosamente de mano en mano: pastillas, cocaína y hachís hacían a la gente disfrutar por igual.

En una mesa esquinada, observando estábamos el Cabezón, el Palillo, Moquete y yo, el Rana, ajenos al espectáculo, pero tomando nota de él.

El Cabezón, conocido así por su evidente cabezón, tenía el pelo rizado, los labios gordos y amoratados como si se le hubieran quedado pegados a una taza caliente, no hacía más que peinarse compulsivamente y advertir que todas las chicas le estaban mirando. “Las tengo en el bote”, decía ignorante.

El Palillo, llamado así porque siempre iba con un palillo en la boca, tenía la delgadez de una aguja, el pelo lacio, y la cara llena de pecas.

El Moquete, que expulsaba frecuentemente unos mocos verdes guardia civil, decía que eran debidos a las vegetaciones, pero yo creo que era porque odiaba la carne y solo comía verdura.

Y finalmente yo, el Rana, clase y elegancia al servicio de la lujuria, era capaz de saltar como una rana y me gustaba comer mosquitos.

Recuerdo que nuestra pasividad era tal que a las dos horas de fiesta, cansados de estar sentados, y hastiados por el aburrimiento, el Cabezón, Moquete y el Palillo se unieron a la fiesta y me dejaron solo, en la solitaria mesa, con mi único arma: el mirar a la gente divertirse. Y es lo que hice: mirar y mirar, hasta que la fiesta terminó. Solo, ante los restos de botellas, de confeti, ante la soledad del silencio, fue cuando me di cuenta que tenía que dedicarme a la escritura, algo que te permitiera ser distinto de los demás y a la vez próximo a ellos.

 
Volver al índice