La mirada
Patricia Rivas Lis

 

Con la palma de la mano se tocó varias veces la cabeza y después, con suavidad, se palpó el cuello. Cada pocos metros el mismo gesto inconsciente que le obligaba a darse cuenta de que era otra mujer. Muchos días le había costado decidirse, y ahora sonreía recordando la insistencia de la peluquera al preguntarle si estaba bien segura. La decisión estaba tomada, y tan sólo por un instante, justo en el momento en el que vio su melena negra esparcida en trozos a sus pies, se arrepintió de haberse decidido. Pero ahora no, ahora ya en la calle se sentía valiente y satisfecha.

Mezclada entre la luz de la mañana y las prisas de la gente, caminó erguida y sonriente. La ciudad estaba hoy más limpia, y en los árboles descubrió pequeñas hojas nuevas; disfrutó del roce del aire en las orejas y a cada paso se asombró del reflejo de su imagen flotando en los cristales de las tiendas. Esa sensación de mirarse y ver a otra mujer en el reflejo era nueva; tal vez un poco parecida a aquella sensación lejana de la infancia que ahora regresaba inesperada, aquella que sintió en algún baile de disfraces, cuando en el espejo grande del pasillo se paraba y al fijarse se veía metida en otro cuerpo.

Parada en un semáforo observó los ojos de los hombres e imaginó miradas enredándose en sus piernas. Y su cuerpo reaccionó con un leve movimiento de los hombros. Compró flores amarillas y olvidó el pan. Paseó bajo el sol del mediodía pegada a la mujer nueva de las lunas y pensó que apetecía más caminar en la mañana que volver a la cocina... pero miró el reloj y se acordó de él. Lo imaginó hambriento y enfadado. “No creo que le importe”, pensó mirando el escaparate y su imagen diluida entre zapatos; aunque, después de tantos años, tal vez no le haga gracia. Debería haberle dicho algo...Apuró el paso.

Subió corriendo las escaleras y, tras cerrar la puerta de la calle, se buscó en el espejo de la entrada. Nerviosa y con cuidado retocó la laca de sus sienes y con las flores apoyadas en la esquina de su brazo y una tímida sonrisa entró decidida en el salón.

Sentado en el sofá, detrás de un periódico deportivo, estaba su marido. Sin apartar los ojos del papel le preguntó qué dónde había estado..., que esas no eran horas..., que por un sábado en que se puede comer pronto en esta casa... Ella, de pie, callada y sin moverse, esperó una mirada complaciente que no obtuvo. Tal vez sorprendido por el súbito silencio él levantó los ojos para verla y, al hacerlo, movió de lado a lado la cabeza con los párpados cerrados. Después, continuó leyendo.

Ella, sin hablar, dejó las flores amarillas, la alegría y la chaqueta en una silla y se dirigió a la cocina. Se olvidó del peinado y cortando la cebolla lloró un poco más de lo normal. Mientras ponía la mesa odió un poco su vida y a aquel hombre.

Él abrió sin hacer ruido y, apoyado en el marco de la puerta, la observó mientras ella escurría la verdura. Luego se sentaron a la mesa. De vez en cuando, si ella levantaba la vista del plato, se encontraba con dos ojos atentos que la miraban con un brillo extraño, como si, pacientemente, la observaran esperando resolver algún enigma.
—Estás muy guapa —dijo en voz baja mientras se ponía un poco más de vino—Y tú muy callado.

Él sonrió y continuó comiendo. Masticaba lentamente y la miraba, pero ella no reconocía aquellos ojos, esos ojos no habían estado nunca en esa cara. Y cuando frente a la nevera se agachó para alcanzar unos yogures, sintió que de la espalda a las piernas, y en la nuca y en los hombros y de éstos a los pechos, dos ojos resbalaban por su carne. Y a su mente regresó la mirada enroscada del semáforo.

Al sentirse observada su cuerpo se tensó y, casi sin pensarlo, comenzó a calcular los gestos de su boca, el baile de sus manos. Y prolongó consciente la búsqueda de cuchillos para el postre porque ella sabía que en cada cajón que se abría, su espalda se encontraba una mirada.

A la puerta cerrada del horno volvió aquella mujer de la mañana. Su marido miraba a otra mujer que no era ella, y esa mirada nueva lo convertía en otro hombre. Su marido traía siempre en los ojos el color de la oficina; pero el hombre de la mesa, ese hombre que miraba a la mujer que ella había visto en los escaparates de la calle, miraba con los ojos de un niño que mira a través del agua a los peces de colores.

Sintió celos de sí misma, o de la otra, y volvió a odiar a aquel que nunca la miraría a ella como ahora miraba a la rubia en la que se había convertido. Al mismo tiempo se sentía atraída por el desconocido que ahora compartía su comida. Le gustaba aquel hombre. No recordaba haber sentido nada parecido desde aquellos días primeros del amor en los que se sentía observada a cada paso. Pero esto era mejor, ahora eran cuatro.

Imaginó el peso de aquel cuerpo sobre el pecho y esa cara moviéndose en lo alto y tuvo prisa.

 
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