Con
la palma de la mano
se tocó varias veces la cabeza y después, con suavidad, se palpó el
cuello. Cada pocos metros el mismo gesto inconsciente que le obligaba
a darse cuenta de que era otra mujer. Muchos días le había costado decidirse,
y ahora sonreía recordando la insistencia de la peluquera al preguntarle
si estaba bien segura. La decisión estaba tomada, y tan sólo por un
instante, justo en el momento en el que vio su melena negra esparcida
en trozos a sus pies, se arrepintió de haberse decidido. Pero ahora
no, ahora ya en la calle se sentía valiente y satisfecha.
Mezclada
entre la luz de la mañana y las prisas de la gente, caminó erguida y
sonriente. La ciudad estaba hoy más limpia, y en los árboles descubrió
pequeñas hojas nuevas; disfrutó del roce del aire en las orejas y a
cada paso se asombró del reflejo de su imagen flotando en los cristales
de las tiendas. Esa sensación de mirarse y ver a otra mujer en el reflejo
era nueva; tal vez un poco parecida a aquella sensación lejana de la
infancia que ahora regresaba inesperada, aquella que sintió en algún
baile de disfraces, cuando en el espejo grande del pasillo se paraba
y al fijarse se veía metida en otro cuerpo.
Parada
en un semáforo observó los ojos de los hombres e imaginó miradas enredándose
en sus piernas. Y su cuerpo reaccionó con un leve movimiento de los
hombros. Compró flores amarillas y olvidó el pan. Paseó bajo el sol
del mediodía pegada a la mujer nueva de las lunas y pensó que apetecía
más caminar en la mañana que volver a la cocina... pero miró el reloj
y se acordó de él. Lo imaginó hambriento y enfadado. “No creo que le
importe”, pensó mirando el escaparate y su imagen diluida entre zapatos;
aunque, después de tantos años, tal vez no le haga gracia. Debería haberle
dicho algo...Apuró el paso.
Subió
corriendo las escaleras y, tras cerrar la puerta de la calle, se buscó
en el espejo de la entrada. Nerviosa y con cuidado retocó la laca de
sus sienes y con las flores apoyadas en la esquina de su brazo y una
tímida sonrisa entró decidida en el salón.
Sentado
en el sofá, detrás de un periódico deportivo, estaba su marido. Sin
apartar los ojos del papel le preguntó qué dónde había estado..., que
esas no eran horas..., que por un sábado en que se puede comer pronto
en esta casa... Ella, de pie, callada y sin moverse, esperó una mirada
complaciente que no obtuvo. Tal vez sorprendido por el súbito silencio
él levantó los ojos para verla y, al hacerlo, movió de lado a lado la
cabeza con los párpados cerrados. Después, continuó leyendo.
Ella,
sin hablar, dejó las flores amarillas, la alegría y la chaqueta en una
silla y se dirigió a la cocina. Se olvidó del peinado y cortando la
cebolla lloró un poco más de lo normal. Mientras ponía la mesa odió
un poco su vida y a aquel hombre.
Él
abrió sin hacer ruido y, apoyado en el marco de la puerta, la observó
mientras ella escurría la verdura. Luego se sentaron a la mesa. De vez
en cuando, si ella levantaba la vista del plato, se encontraba con dos
ojos atentos que la miraban con un brillo extraño, como si, pacientemente,
la observaran esperando resolver algún enigma.
—Estás muy guapa —dijo en voz baja mientras se ponía un poco más de
vino—Y tú muy callado.
Él
sonrió y continuó comiendo. Masticaba lentamente y la miraba, pero ella
no reconocía aquellos ojos, esos ojos no habían estado nunca en esa
cara. Y cuando frente a la nevera se agachó para alcanzar unos yogures,
sintió que de la espalda a las piernas, y en la nuca y en los hombros
y de éstos a los pechos, dos ojos resbalaban por su carne. Y a su mente
regresó la mirada enroscada del semáforo.
Al
sentirse observada su cuerpo se tensó y, casi sin pensarlo, comenzó
a calcular los gestos de su boca, el baile de sus manos. Y prolongó
consciente la búsqueda de cuchillos para el postre porque ella sabía
que en cada cajón que se abría, su espalda se encontraba una mirada.
A
la puerta cerrada del horno volvió aquella mujer de la mañana. Su marido
miraba a otra mujer que no era ella, y esa mirada nueva lo convertía
en otro hombre. Su marido traía siempre en los ojos el color de la oficina;
pero el hombre de la mesa, ese hombre que miraba a la mujer que ella
había visto en los escaparates de la calle, miraba con los ojos de un
niño que mira a través del agua a los peces de colores.
Sintió
celos de sí misma, o de la otra, y volvió a odiar a aquel que nunca
la miraría a ella como ahora miraba a la rubia en la que se había convertido.
Al mismo tiempo se sentía atraída por el desconocido que ahora compartía
su comida. Le gustaba aquel hombre. No recordaba haber sentido nada
parecido desde aquellos días primeros del amor en los que se sentía
observada a cada paso. Pero esto era mejor, ahora eran cuatro.
Imaginó
el peso de aquel cuerpo sobre el pecho y esa cara moviéndose en lo alto
y tuvo prisa.
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