A
Herminia, que siempre me trae ventanas abiertas
¡Mis
padres follaban! Reconocerlo
era un fastidio, pero Isidro llevaba razón. “Los padres, a veces, follan”,
aseguraba Isidro mientras se detenía, después de “a veces”, para darle
una chupada al cigarro de los recreos, cosa que a todos nos asombraba
porque estaba prohibidísimo. Y él fumaba como un inglés, es decir, sin
prisa, con gusto, como si estuviera cumpliendo una misión esencial y
supiera muy bien lo que se traía entre manos. Isidro era así. Siempre
hablaba ex cátedra. Lo sabía todo. Nos podía a todos. Y nosotros le
mirábamos como tontos mientras él quitaba la ceniza del cigarrillo con
el dedo meñique, que tenía la uña más larga que las de los otros dedos,
y que, a veces, se lo metía en la nariz, y eso no era hurgársela, sino
una delicadísima operación de cirujano. Isidro inventó las operaciones
de nariz. ¡Y yo que siempre deseé, con toda mi alma, partirle la suya,
y más cuando me dijo que mis padres también lo hacían y me explicó al
detalle cómo! No se la partí porque Isidro era mayor que yo. ¡En todo!
Y, además, se cascaba pajas y había quedado conmigo para explicarme
cómo me las tenía que hacer. Yo estaba seguro de que ningún otro de
clase se las hacía como Isidro. Él sabía. De todo. Y yo era un ignorante.
Me
molestaba mucho que Isidro siempre se saliera con la suya, bien por
su fuerza o bien por sus razones, pero la cosa es que yo estaba allí,
en el pasillo de mi casa, con la oreja pegada a la puerta de la habitación
de mis padres. Estoy seguro de que ellos creían que yo estaba jugando
con mis amigos y que no volvería hasta un buen rato más tarde, pero
me enfadé con Isidro precisamente porque me dijo que mis padres follaban
“como todos, aunque no mucho, como todos”, y que, además, era muy difícil
pillarlos. Él lo consiguió, pero es que él era Isidro. Yo le dije que
era mentira, que mis padres no hacían eso. Él me amenazó con el puño
y, una vez más, me llamó mocoso e ignorante. Fue mucho peor. Me dijo:
“Pobre mocoso. A veces, eres tan ignorante...” Para no llorar delante
de él, me marché dejando a Isidro entre risas y chupadas al cigarro.
Me marché a mi casa.
La
puerta de la calle estaba abierta y entré. Oía gritos de mi madre en
su habitación y me puse nervioso, muy nervioso. Al pasar por la cocina
cogí un cuchillo, pero luego lo dejé porque una vez me dijo Isidro que
si matabas a alguien con un cuchillo te podían meter en la cárcel, pero
que si era con unas tijeras, podías decir que había sido en defensa
propia, “porque las tijeras son menos agresivas”, decía Isidro. El hecho
es que cogí unas tijeras enormes, de pescado, y me acerqué a la puerta
de aquella habitación.
Mi
madre se quejaba y se reía a la vez. No comprendía nada, y ya no sabía
si irrumpir en la habitación con las tijeras o quedarme allí escuchando,
cosa que estaba mal. “Isidro lo haría”, me dije. Pero de pronto ya no
se oía nada. Durante un rato hubo silencio, pero un silencio con pequeños
ruidos. Al poco supe que mi madre estaba con mi padre en la cama. Era
mi padre, sin duda. Pero reía. Me alegré de ello y me sentí incómodo
con aquellas tijeras de pescado. Me descalcé y las iba a dejar en la
cocina cuando noté muy claramente que sonaba como si estuvieran saltando
encima de la cama. Yo a veces lo hacía. Pero nunca había imaginado que
los adultos lo pudieran hacer. Me dije que a lo mejor eran como nosotros,
pero que lo ocultaban para educarnos bien.
Dejé
las tijeras en su cajón. Estaba solo en la cocina cuando comenzaron
a decirse los nombres. “Alicia, Alicia, Alicia...”. Y ella: “Alberto,
Alberto, Alberto...”. Ahora me río, pero en aquel momento me estremecí
y me sentí muy solo. Fue la primera vez que me sentía solo en el mundo.
Desamparado. Mi respiración, desasosegada, estaba reconociendo lo que
hasta entonces le había negado a Isidro: que mis padres follaban. Así
nacíamos todos. De esa manera tan... grotesca.
Nunca
le he dicho a ninguno de los dos que fui testigo de sus deseos.
Se
preguntaban el uno al otro: “¿Así, así, así...?” y el otro contestaba
“¡Así, así, así...!”
No discutían como casi siempre en la cocina a la hora del desayuno,
o cuando mi padre se encerraba con el periódico en el baño, o cuando
yo entregaba mis suspensos... No, era distinto. Otra cosa. Me gustó
oírlos disfrutar, pero tuve que admitir que Isidro llevaba razón, y
eso condicionaba mi vida.
Escuché
a mi padre decir: “¡Cómo me gusta follarte!”, y a mi madre: “¡Y a mí
que me folles!” Y eso no me gustó. Pero comprendí lo que significaba
aquel “a veces” de Isidro cuando mi padre preguntó: “¿Y por qué entonces
lo hacemos sólo a veces?” Y aquel “a veces” me ha acompañado siempre,
hasta ahora, en todas las facetas de la vida, como si el acto que la
origina se me anunciara con dos palabras eternas que sirven para todo.
Hoy,
no sé cuantísimos años después, he visto a Isidro en un hipermercado.
Le oí un “A veces... vengo por aquí.” Iba con su hija. Me ha invitado
a su casa y he conocido a su mujer y a su hijo. Es igual que su padre
de pequeño. Isidro me ha contado que fue brigada en el ejército y que
ahora trabaja en una población cercana a la que se desplaza en moto.
Es un perfecto padre de familia, una persona de orden. Ya no fuma. La
uña del meñique la tiene cortada. Y el suelo de su casa tiene un brillo
inverosímil. Cuando, después de mostrarme fotografías de su moto, nos
hemos quedado solos, ha habido un silencio. Nos hemos mirado como dos
pájaros.
Al
día siguiente de descubrir lo que mis padres hacían, la maestra me pidió
que tomara ejemplo de Isidro que “se sabe como nadie el tema de la reproducción
de los mamíferos.” Yo lo miré muy fijamente, como a veces había visto
hacer a los adultos, me acerqué a su pupitre con la lentitud y el peso
de un león, y con mi puño izquierdo (soy zurdo) y todas mis fuerzas,
le golpeé en la nariz y se la dejé sin arreglo alguno.
Fui
expulsado del colegio un mes.
Hoy
Isidro, tocándose la nariz, me ha preguntado, desde el silencio y la
mirada de quien verdaderamente no entiende, por qué le golpeé una vez
y luego cuatro veces más, mientras le decía: “¿Así? ¡Así, así, así,
así!”
“A
veces...”, he comenzado a responderle. Pero me he levantado, le he pellizcado
la nariz y me he ido.
Ya
en la calle he encendido un cigarrillo y he fumado como un inglés.
Damián
A
mi sobrino Damián, nacido pirata
“¡Damián!”,
grita la mujer mientras
cuelga la ropa en el tendedero improvisado junto al río. Pasa un tiempo
sin respuesta. Lo llama otra vez: “¡Damián!”. Sigue sin haber respuesta,
pero ella suspira mientras sonríe y muerde dos pinzas de madera, que
usa para fijar la enorme sábana blanca de cama de matrimonio que acaba
de lavar en el río con una tabla, jabón neutro y mucha paciencia. Toma
aire y vuelve a llamar, esta vez más fuerte y casi cantando: “¡Damián!”
El
niño aparece por debajo de la sábana que, vestido como está, de pirata,
con una espada de madera y un pañuelo en su cabecita, es la mismísima
vela de un barco, húmeda por una reciente tormenta. La criatura aborda
el mandil de la mujer como si se tratara de un enemigo, pero ésta lo
levanta y sus piernecillas se mueven en el aire hasta que el crío mira
fijamente a los ojos de la mujer y ella le ríe en la cara cuando descubre
que, para hacerse un parche en el ojo, se lo ha pintado de negro.
“¡Al
abordaje!”, grita Damián, y ella: “¡No conseguiréis vencernos, piratas
malos...” Súbitamente interrumpe lo que estaba diciendo, deja al pirata
malo en tierra y se lleva las manos a la cara porque ha visto el manchón
negro que ha dejado el parche pirata de Damián en la inmensa sábana.
Damián
debiera saber ya lo que es la blancura y la importancia que le dan en
su casa.
Pero
la mujer que tanto le celebraba, le azota ahora en el culo y le limpia
el parche con jabón frotando con energía como cuando lava sábanas en
el río.
Le
pican los ojos y, claro está, el culo, por la azotaina. Damián se pregunta
en voz alta si los piratas tenían madres y niega con la cabeza. Suspira
y llora y deja que su madre le arrastre agarrándole de un brazo y dándole
todavía azotes en el culo.
La
espada se le quedó junto al río.
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