Madurar
Mª Elena Sanemeterio

 

A mi marido

—Oye, y tú ¿qué hacías allá por mayo del 68? 

La pregunta se la hizo Alejandro, profesor de Lengua, que solía sentarse en el borde de la silla, las piernas extendidas, los omóplatos apoyados en el respaldo, los riñones descolgados, desafiando las reglas de la higiene postural. Alejandro hablaba sentando cátedra, con un vozarrón engolado que obligaba a escucharle.

María vestía de forma poco convencional, mezclando faldas largas apropiadas para una velada de lujo con zapatillas de deporte, o faldas clásicas de corte “Rodier” con botas de montaña y calcetines. Tenía un aire de pisar fuerte que a unos irritaba y a otros divertía. Era su primer año en el instituto y nadie la conocía bien, pero Alejandro se vanogloriaba de su habilidad para conocer, clasificar y etiquetar a la gente a simple vista. Al oír la pregunta, María sonrió irónica y luego contestó rápida y con un punto de agresividad:
—Yo era yuppi.
—¿Yuppi?
—Sí, ya sabes, Assistant General Manager Caterpillar Tractor Cº. Convenciones de ventas, salones del automóvil, puente aéreo, hoteles cinco estrellas, restaurantes cinco tenedores, Londres, París, Lausana, Amsterdan, todo eso. Y ganaba el triple que ahora. ¡Ah! y, además siempre había algún enamorado rendido a mis pies.

Alejandro arqueó las cejas.
—¿Lo había, o creías que lo había?

Por unos momentos apareció una expresión, primero de sorpresa y luego de duda en la cara de María. Abrió la boca, pero la cerró sin contestar. Aprovechando que sonaba el timbre indicando el fin del recreo, recogió los libros de una silla y salió de la sala de profesores, en la que había varias mesas colocadas en diferentes ángulos, en un intento inútil de darle un aire acogedor.

Subió la escalera pegada a la pared, para evitar ser arrollada por los alumnos que bajaban a empujones. El ruido era tan estridente que le impedía pensar. Tal vez Alejandro sólo había querido ser grosero. Ya le había oído comentarios agresivos contra todo el que no le siguiera la corriente. Sonrió. Desde luego, confundir a una ejecutiva de una multinacional con una activista del 68 era un error de bulto.

A las dos y media sonó el timbre. Recogió sus cosas y se fue al coche. Camino de casa siguió dándole vueltas a la pregunta de Alejandro. ¿Lo habría subestimado? Trató de repasar imágenes de esas relaciones que Alejandro ponía en duda y que, en ocasiones, le habían parecido espléndidas y misteriosas.

Recordó a Rafael Flores, alto, rubio y desgarbado. Cuando cobraba el sueldo se iba a vivir al Ritz durante tres días, y luego volvía con su tía que le reprochaba el resto del mes no aportar un duro a la casa.

Recordó a Manuel del Río, el sevillano, con su bigote a lo Emiliano Zapata y que estudiaba para director de cine.

A Toby Wilcox, que parecía sacado de una novela de E. M. Foster.

A Peter Herriton, el diplomático cuarentón, siempre algo bebido.

A Bernard, el poeta, que pronunciaba su nombre de una manera que le producía un placer cercano al orgasmo.

A John, el de la sonrisa sensual y largas y flexibles manos.

A Bruno, el francés, de ojos palidísimos y blancas pestañas.

A Stefano Formis, el italiano, sonriente y lanzado, siempre con la bufanda que le llegaba hasta las rodillas.

A Roger, el pelirrojo, que se parecía a Van Johnson.

A Derek, el americano, maestro en el arte de preparar el ambiente. No olvidaba detalle: el restaurante con chimenea de leños, el martini con aceituna, el camarero profesional y discreto. Era experto en lo que María llamaba el “antes”, aunque no era gran cosa en el “durante” y bastante flojo en el “después”.Recordó a Nacho, para el que no existían el “antes” ni el “después”, pero que dominaba la técnica del “durante”.Y además estaba Enrique, su marido.

Todos ellos existían o habían existido, porque alguno, ay, había ya muerto.

Cuando llegó a casa eran las tres y tenía hambre, pero decidió esperar a Enrique. Se dirigió directamente al cuarto, tiró los libros encima de la mesa y se paró frente a un espejo ovalado que colgaba frente a la cama. Intentó mirar en el fondo de sus ojos, pero sintió vértigo. Sus ojos eran amarillos.¿O era la luz? Se dirigió a la ventana, descorrió la cortina de ganchillo y miró la calle. No se veía el coche de Enrique. Miró las ramas desnudas y húmedas de los chopos y las ramas verdes de los abetos titilando bajo un sol amarillento y anémico. Volvió al espejo y trató de cubrir con un mechón de pelo las canas que ya le asomaban por las sienes. “Pronto tendré que teñirme el pelo”, y recordó con nostalgia el tiempo en que se sujetaba el pelo abundante y lustroso en lo alto de la nuca. Las tres y cuarto. Decidió esperar un poco más. Enrique solía llegar tarde.

Se fue a la cocina, abrió el armario, cogió un tarro de cristal y sacó un puñado de avellanas que se comió una a una, muy deprisa, sin apenas masticarlas. Volvió al cuarto y se sentó en la cama. Tenía un ligero dolor de cabeza, como si llevara una cinta ciñéndole la frente y la nuca. Sacó una cajetilla del bolso y se puso un pitillo entre los labios, pero no lo encendió. Pasó un avión. Se acercó a la ventana y estiró el cuello, pero no logró verlo. Se quitó el pitillo de los labios y volvió a la cocina. Abrió la nevera, miró atentamente el interior y volvió a cerrarla. Cogió una ciruela de un cuenco de madera y se la comió sin lavarla. Se dirigió a la puerta de la cocina pero, antes de llegar, se volvió y tiró el hueso en el cubo de la basura. Cogió otra ciruela del cuenco y se la comió muy deprisa. Tiró el hueso y salió de la cocina. Fue al cuarto, se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas de felpa. Se pasó la mano por la frente. Ahora le dolían los ojos por dentro. Volvió a la cocina. En la pila había un plato con migas de pan y un cuchillo. Los aclaró y los metió en el lavavajillas. Abrió la nevera, sacó un limón y lo exprimió en un vaso, apretándolo con las manos. Llenó el vaso de agua, se lo bebió, metió dentro el limón exprimido y volvió a llenar el vaso de agua. Tenía ganas de orinar. Fue al aseo, orinó y se lavó las manos. Volvió al dormitorio con el vaso, se sentó en la cama y se quedó escuchando. No se oían coches en la calle. Las cuatro menos cuarto. Dio un sorbito de agua, dejó el vaso sobre la cómoda, lo cogió de nuevo y apuró el agua. Tenía un dolor de cabeza atroz. Volvió a la ventana. La luz amarillenta que antes envolvía la escena se había desvanecido. Había jirones de nubes blanquecinas en el cielo azul pálido. Todo estaba iluminado por una luz fría y blanca, sin sombras, sin perspectiva y sin distinción de contornos. Volvió al espejo. Sus ojos eran ahora color avellana.

Cayó en la cuenta de que toda su vida había estado mirando las cosas a través de un cristal, bajo una luz artificial, cuya intensidad ajustaba ella misma.

Todo era tan simple y tan crudo. ¿Cómo no lo había visto antes? Sin duda, había subestimado a Alejandro.

Eran las cinco y decidió que ya no tenía hambre. Cenaría pronto, cuando llegara Enrique.

 
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