Encontré
a papá inconsciente
en el sillón y un reguero de sangre, a su lado, que se escurría hasta
el suelo, formando un charco en la alfombra.
Pensé
que había sido un milagro que suspendieran las clases por un aviso de
bomba y que yo no decidiera ir a ver a los chicos jugar al voleybol
en el gimnasio. De otro modo no hubiera llegado a tiempo, ni hubiera
podido avisar a la ambulancia para que vinieran a recoger a mi padre
que se desangraba en su sillón favorito.
La
ambulancia tardó más bien poco, como si recordara el camino a casa.
Localicé a mamá en el móvil y esperé nerviosa los tres cuartos de hora
que tardó en llegar desde el Burgocentro.
—Imperdonable —me dijo—, ni ausentarse puede una para ir a hacer un
par de recados.
—Ha sido un milagro —le anuncié—, de no haber vuelto yo a tiempo del
instituto hubiera muerto.
La
cantina del hospital está decorada como un patio andaluz, para hacer
la espera más amena. Tiene incluso un encargado con acento de Jerez,
que bebe demasiado vino durante la mañana ,y a la tarde la voz le huele
a alcohol de curar heridas.
—No hay milagro que valga —me aclaró mamá mientras el cantinero le servía
el primer plato de la cena—. Si no llegó a morir esta vez fue gracias
a su mala circulación. Con una circulación tal lenta hubiera necesitado
al menos dos horas más. Me fastidia no haber sido más precavida, en
serio. Me joroba no haber imaginado que tarde o temprano recordaría
de nuevo cómo desmontar el cabezal de la maquinilla, sacar las hojas
de afeitar y provocarse unos cortes en la parte superior de los antebrazos
por donde la sangre se escaparía más rápidamente.
—Yo ya no sé —me confiesa mamá—, eres testigo de que llevo años insistiendo
para que utilice maquinilla eléctrica. ¿Tú ves lógico que se siga afeitando
con cuchilla tal y como tiene la cabeza?
El
señor que ocupa la mesa de al lado llora delante de un vaso de cerveza
y se limpia los mocos con la manga de su chaqueta negra. Baja la cabeza
hasta casi tocar el borde del vaso con la barbilla. Le tiembla el pulso
y cuando trata de coger la bebida su mano tropieza volcando el vaso.
Es un milagro que le dé tiempo a detenerlo antes de que se estrelle
contra el suelo. Me mira aterrado y yo le sonrío. Mamá ni se inmuta.
Parece tranquila mamá. Engarza muy despacio los pedazos de embutido
en su tenedor, formando un bocado multicolor y exquisito cada vez. Come
con los labios muy apretados, pero aún se le escapa un detalle de saliva
por la comisura, que marca el ritmo de su mandíbula al masticar. Sólo
abre la boca para dar paso a otro bocado o contestar despacio a algún
comentario mío. Está ansiosa mamá. En el tiempo que tardo en beberme
mi lata de cocacola light, lo único que puedo colarle al nudo de mi
estómago, ella ya se ha tomado la sopa, el plato de entremeses y está
dando buena cuenta de la ternera jardinera y su correspondiente guarnición.
Después, con la excusa de arreglarse el pintalabios, se escapará al
aseo llevando el bolso bajo el brazo, para vomitarlo todo antes de que
alguna caloría insensata se transforme en tejido adiposo.
—Te pedí tu manzanilla —le informo a su regreso del baño—, tómala antes
de que se enfríe.
Después
de sentarse, mamá coloca el bolso cuidadosamente en su regazo. El señor
de la mesa de al lado ya ha salido de la cantina, llevándose de recuerdo
una humedad en el pantalón de su traje negro. La cerveza es una de las
pocas bebidas que no deja mancha en un traje oscuro. Suerte que no ha
salpicado, de otro modo podía haber echado a perder el vestido de mamá.
Está guapa mamá, le sienta bien el vestido rojo combinado con la chaqueta
fucsia, los zapatos y el bolso del mismo color. Mientras bebe la infusión
me doy cuenta de que olvidó perfilarse los labios. Igual alguien esperaba
su turno para entrar y le dio apuro ocupar el retrete más tiempo. Ya
no toma café, quiere alargarse la vida. También dejó de fumar y se embadurna
la cara y el escote con crema de placenta, para mantener la piel nutrida.
Yo a veces la imito. Aunque soy mucho más joven que ella, reconozco
que ella es más guapa. Cuando salimos para reunirnos con el médico observo
que el cantinero la mira con admiración mientras se aleja balanceando
su bolso. A los alcohólicos se les nota la intención mejor que al médico
de guardia, pero como yo lo veo todo, a mí no me engañan.
—Miguel, ¿otra vez te toca noche? —le pregunta amablemente mamá a la
entrada de la sección de urgencias.
—Correcto, aquí de nuevo, como vosotras. Me alegra verla, Sara. Cada
día está más joven. Nos sentamos un momento, ¿de acuerdo?
Miguel
lleva bata verde y habla de memoria, separando las oraciones de su monólogo
con un “Correcto” y cerrándolas con un “¿De acuerdo?”, para que la gente
haga lo que a él le parece bien. Mamá no atiende al diagnóstico, tan
orgullosa se siente por el piropo. Es un milagro que esté yo aquí para
que cuando volvamos a casa pueda recordarle que deben desaparecer todas
las cuchillas que encontremos, tirarle la Wilkinson y obligar a papá
a afeitarse con maquina eléctrica; que la medicación para contener el
deterioro de la corteza cerebral debe seguir suministrándose tres veces
al día; que quizá le quede alguna secuela esta vez, pues perdió más
sangre que la primera, por lo que no debe sorprendernos si es incapaz
de recordar aún más detalles de su vida, como le ocurrió con su nombre
y nuestras caras. Antes de despedirse, Miguel repara en mí y me pregunta
amablemente por mi salud. Yo le explico que en general bien, si no fuera
por el nudo que llevo en el estómago y me impide comer:
—Eso son nervios o amor —me aclara, y antes de despedir añade —: y sobre
todo, consigan que de ahora en adelante no se acerque a una sola cuchilla.
Confieso
que ya no espero otro milagro, como que mi padre recuerde mi cara. Ni
siquiera me extrañó que la olvidara, pues nunca tuvimos mucha confianza.
Lo que me inquieta es que también olvidara a mamá. Lo único que parece
recordar de su vida anterior es el neceser amarillo en el que guarda
sus enseres de afeitar: su Wilkinson, sus recambios para el cabezal
basculante, la crema de brocha Williams Sport y la loción Old Spice.
Lo lleva con él a todas partes: de la cama al baño, del baño al sillón,
y las veces que se pierde, aparece en la cocina con la maldita bolsa.
Como
hay que hacer tiempo mientras esperamos a que nos dejen visitarle, volvemos
a la cantina para que mamá entretenga el estómago con unas torrijas
en almíbar y yo insisto para que nos deshagamos del dichoso neceser:
—Al menos quitarle las cuchillas a la maquinilla de afeitar — sugiero.
Mamá,
entretenida en buscar un pañuelo en el bolso, no me presta atención
hasta que encuentra un kleenex, lo dobla y se fija la piel de sus labios
desteñidos. Ya le han traído las torrijas cuando por fin me contesta:
—Para una ilusión que tiene, nos va a costar arrebatársela.
No
ha mirado el pañuelo después de prensarse los labios y pienso triunfal
“no nota que se le ha borrado el carmín”. Come ansiosa, como si alguien
fuera a robarle un trozo, pero con mucho cuidado, procurando que el
almíbar no le escurra por la barbilla. No entiendo el hambre que tiene.
Yo sería incapaz de colar tanta comida de entrada y salida por el nudo
de mi estómago inquieto. Tan ansiosa come la torrija que en el trayecto
urgente del plato a la garganta, un pedazo se desengarza del tenedor
y cae en su regazo. La cantina aguanta la respiración entonces, como
si nos conociera de toda la vida, y mientras el pedazo grasiento empapa
de almíbar y aceite de girasol la tela roja, el cantinero, que no pierde
a mamá de vista, ya se ha acercado con un bote de Cebralín comemanchas
que ofrece a mi despavorida madre:
—Aprezúrece al baño —le indica innecesariamente, pues mamá ya le ha
quitado el bote y se aleja en aquella dirección—. Guapa é la madre,
chiquilla —reconoce atufándome con su aliento mientras recoge el menaje
y me ofrece el bolso que mamá olvidó con las prisas— mira a vé si necezita
zu bolzo.
—Mejor no —contesto a pesar del asco que me produce el borracho—, odia
que le molesten cuando está en el aseo.
Retengo
el bolso en mi regazo, que hay mucho ladrón suelto, y al ir a comprobar
si está bien cerrado reparo en un envoltorio de farmacia que asoma por
la solapa a medio abrir. No necesito abrirla del todo para sacar el
paquete, ni desenvolverlo para conocer el contenido. Cuando vuelve del
baño balanceo el paquete delante de sus narices:—¿Qué significa esto,
madre?
Ella
me sujeta con firmeza la muñeca y yo abro la mano dejando que me lo
arrebate. Se sacude la falda, recupera su bolso y se sienta con calma.
Yo la observo en silencio, con la boca fruncida por la rabia, esperando
que me dé una explicación. Ella se entretiene en comprobar las apariencias
a su alrededor y guarda el paquete a escondidas de nuevo en el bolso.
Ya ha recuperado la compostura cuando por fin responde con calma:
—Recambios para la Wilkinson.
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