Milagro
Amparo Seijo

 

Encontré a papá inconsciente en el sillón y un reguero de sangre, a su lado, que se escurría hasta el suelo, formando un charco en la alfombra.

Pensé que había sido un milagro que suspendieran las clases por un aviso de bomba y que yo no decidiera ir a ver a los chicos jugar al voleybol en el gimnasio. De otro modo no hubiera llegado a tiempo, ni hubiera podido avisar a la ambulancia para que vinieran a recoger a mi padre que se desangraba en su sillón favorito.

La ambulancia tardó más bien poco, como si recordara el camino a casa. Localicé a mamá en el móvil y esperé nerviosa los tres cuartos de hora que tardó en llegar desde el Burgocentro. 
—Imperdonable —me dijo—, ni ausentarse puede una para ir a hacer un par de recados. 
—Ha sido un milagro —le anuncié—, de no haber vuelto yo a tiempo del instituto hubiera muerto.

La cantina del hospital está decorada como un patio andaluz, para hacer la espera más amena. Tiene incluso un encargado con acento de Jerez, que bebe demasiado vino durante la mañana ,y a la tarde la voz le huele a alcohol de curar heridas.
—No hay milagro que valga —me aclaró mamá mientras el cantinero le servía el primer plato de la cena—. Si no llegó a morir esta vez fue gracias a su mala circulación. Con una circulación tal lenta hubiera necesitado al menos dos horas más. Me fastidia no haber sido más precavida, en serio. Me joroba no haber imaginado que tarde o temprano recordaría de nuevo cómo desmontar el cabezal de la maquinilla, sacar las hojas de afeitar y provocarse unos cortes en la parte superior de los antebrazos por donde la sangre se escaparía más rápidamente. 
—Yo ya no sé —me confiesa mamá—, eres testigo de que llevo años insistiendo para que utilice maquinilla eléctrica. ¿Tú ves lógico que se siga afeitando con cuchilla tal y como tiene la cabeza?

El señor que ocupa la mesa de al lado llora delante de un vaso de cerveza y se limpia los mocos con la manga de su chaqueta negra. Baja la cabeza hasta casi tocar el borde del vaso con la barbilla. Le tiembla el pulso y cuando trata de coger la bebida su mano tropieza volcando el vaso. Es un milagro que le dé tiempo a detenerlo antes de que se estrelle contra el suelo. Me mira aterrado y yo le sonrío. Mamá ni se inmuta. Parece tranquila mamá. Engarza muy despacio los pedazos de embutido en su tenedor, formando un bocado multicolor y exquisito cada vez. Come con los labios muy apretados, pero aún se le escapa un detalle de saliva por la comisura, que marca el ritmo de su mandíbula al masticar. Sólo abre la boca para dar paso a otro bocado o contestar despacio a algún comentario mío. Está ansiosa mamá. En el tiempo que tardo en beberme mi lata de cocacola light, lo único que puedo colarle al nudo de mi estómago, ella ya se ha tomado la sopa, el plato de entremeses y está dando buena cuenta de la ternera jardinera y su correspondiente guarnición. Después, con la excusa de arreglarse el pintalabios, se escapará al aseo llevando el bolso bajo el brazo, para vomitarlo todo antes de que alguna caloría insensata se transforme en tejido adiposo.
—Te pedí tu manzanilla —le informo a su regreso del baño—, tómala antes de que se enfríe.

Después de sentarse, mamá coloca el bolso cuidadosamente en su regazo. El señor de la mesa de al lado ya ha salido de la cantina, llevándose de recuerdo una humedad en el pantalón de su traje negro. La cerveza es una de las pocas bebidas que no deja mancha en un traje oscuro. Suerte que no ha salpicado, de otro modo podía haber echado a perder el vestido de mamá. Está guapa mamá, le sienta bien el vestido rojo combinado con la chaqueta fucsia, los zapatos y el bolso del mismo color. Mientras bebe la infusión me doy cuenta de que olvidó perfilarse los labios. Igual alguien esperaba su turno para entrar y le dio apuro ocupar el retrete más tiempo. Ya no toma café, quiere alargarse la vida. También dejó de fumar y se embadurna la cara y el escote con crema de placenta, para mantener la piel nutrida. Yo a veces la imito. Aunque soy mucho más joven que ella, reconozco que ella es más guapa. Cuando salimos para reunirnos con el médico observo que el cantinero la mira con admiración mientras se aleja balanceando su bolso. A los alcohólicos se les nota la intención mejor que al médico de guardia, pero como yo lo veo todo, a mí no me engañan.
—Miguel, ¿otra vez te toca noche? —le pregunta amablemente mamá a la entrada de la sección de urgencias.
—Correcto, aquí de nuevo, como vosotras. Me alegra verla, Sara. Cada día está más joven. Nos sentamos un momento, ¿de acuerdo?

Miguel lleva bata verde y habla de memoria, separando las oraciones de su monólogo con un “Correcto” y cerrándolas con un “¿De acuerdo?”, para que la gente haga lo que a él le parece bien. Mamá no atiende al diagnóstico, tan orgullosa se siente por el piropo. Es un milagro que esté yo aquí para que cuando volvamos a casa pueda recordarle que deben desaparecer todas las cuchillas que encontremos, tirarle la Wilkinson y obligar a papá a afeitarse con maquina eléctrica; que la medicación para contener el deterioro de la corteza cerebral debe seguir suministrándose tres veces al día; que quizá le quede alguna secuela esta vez, pues perdió más sangre que la primera, por lo que no debe sorprendernos si es incapaz de recordar aún más detalles de su vida, como le ocurrió con su nombre y nuestras caras. Antes de despedirse, Miguel repara en mí y me pregunta amablemente por mi salud. Yo le explico que en general bien, si no fuera por el nudo que llevo en el estómago y me impide comer:
—Eso son nervios o amor —me aclara, y antes de despedir añade —: y sobre todo, consigan que de ahora en adelante no se acerque a una sola cuchilla.

Confieso que ya no espero otro milagro, como que mi padre recuerde mi cara. Ni siquiera me extrañó que la olvidara, pues nunca tuvimos mucha confianza. Lo que me inquieta es que también olvidara a mamá. Lo único que parece recordar de su vida anterior es el neceser amarillo en el que guarda sus enseres de afeitar: su Wilkinson, sus recambios para el cabezal basculante, la crema de brocha Williams Sport y la loción Old Spice. Lo lleva con él a todas partes: de la cama al baño, del baño al sillón, y las veces que se pierde, aparece en la cocina con la maldita bolsa.

Como hay que hacer tiempo mientras esperamos a que nos dejen visitarle, volvemos a la cantina para que mamá entretenga el estómago con unas torrijas en almíbar y yo insisto para que nos deshagamos del dichoso neceser:
—Al menos quitarle las cuchillas a la maquinilla de afeitar — sugiero.

Mamá, entretenida en buscar un pañuelo en el bolso, no me presta atención hasta que encuentra un kleenex, lo dobla y se fija la piel de sus labios desteñidos. Ya le han traído las torrijas cuando por fin me contesta:
—Para una ilusión que tiene, nos va a costar arrebatársela.

No ha mirado el pañuelo después de prensarse los labios y pienso triunfal “no nota que se le ha borrado el carmín”. Come ansiosa, como si alguien fuera a robarle un trozo, pero con mucho cuidado, procurando que el almíbar no le escurra por la barbilla. No entiendo el hambre que tiene. Yo sería incapaz de colar tanta comida de entrada y salida por el nudo de mi estómago inquieto. Tan ansiosa come la torrija que en el trayecto urgente del plato a la garganta, un pedazo se desengarza del tenedor y cae en su regazo. La cantina aguanta la respiración entonces, como si nos conociera de toda la vida, y mientras el pedazo grasiento empapa de almíbar y aceite de girasol la tela roja, el cantinero, que no pierde a mamá de vista, ya se ha acercado con un bote de Cebralín comemanchas que ofrece a mi despavorida madre:
—Aprezúrece al baño —le indica innecesariamente, pues mamá ya le ha quitado el bote y se aleja en aquella dirección—. Guapa é la madre, chiquilla —reconoce atufándome con su aliento mientras recoge el menaje y me ofrece el bolso que mamá olvidó con las prisas— mira a vé si necezita zu bolzo. 
—Mejor no —contesto a pesar del asco que me produce el borracho—, odia que le molesten cuando está en el aseo.

Retengo el bolso en mi regazo, que hay mucho ladrón suelto, y al ir a comprobar si está bien cerrado reparo en un envoltorio de farmacia que asoma por la solapa a medio abrir. No necesito abrirla del todo para sacar el paquete, ni desenvolverlo para conocer el contenido. Cuando vuelve del baño balanceo el paquete delante de sus narices:—¿Qué significa esto, madre?

Ella me sujeta con firmeza la muñeca y yo abro la mano dejando que me lo arrebate. Se sacude la falda, recupera su bolso y se sienta con calma. Yo la observo en silencio, con la boca fruncida por la rabia, esperando que me dé una explicación. Ella se entretiene en comprobar las apariencias a su alrededor y guarda el paquete a escondidas de nuevo en el bolso. Ya ha recuperado la compostura cuando por fin responde con calma:
—Recambios para la Wilkinson.

 
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