La loca
Sara Suárez

 

Para mamá, por su genial locura.

En el jardín Botánico, allá en Montevideo, se la puede ver a veces a la loca. Aparece de pronto, surgida de la nada, cuando todos miran atentos el coche del bebé, por si empieza a llorar. O cuando se empeñan en lustrarse las botas y sacudirse de las manos el barro de las hamacas, el polen de las flores, o el paso del tiempo.

Y el tiempo se detiene, por cierto, cuando viene la loca. Vos no la ves, y es verdad, yo tampoco la había visto nunca... Hasta ayer por la tarde.

Estaba en el estanque, mirándome los ojos en la superficie del agua, cuando sentí su pelo rozar mis cachetes sonrosados del aire. Ese aire que de pronto vuelve a ser aire lindo, aliviado de la carga del invierno.

Juro que la vi. Su silueta se dibujaba en los vaporosos vidrios del viejo invernadero.

Quise acercármele enseguida, pero la abuela Alba no me dejó hacerlo. No me dejó, porque la gente cuenta que a todos descarrila, haciéndolos saltar de sus veredas para perderse en oscuros laberintos. Dicen también que te hace reír tanto que el corazón te explota. Y que llena los pulmones de bobas fantasías. Y vos sabés cómo me gustan a mí las fantasías...

Entonces decidí escaparme, seguro de que estaría allí todavía, entretenida con las cosas esas que dicen que la entretienen.

La abuela estaba sentada en uno de los bancos del prado de los tréboles, tomando el sol como hacen siempre, siempre, los viejitos, mientras yo leía mi libro “Busca Bichos”.La miré largo rato por el rabo del ojo, hasta que vi cómo se dormía (ella diría que sólo estaba pensando con los ojos cerrados), y ahí me escapé, bien rapidito. Corrí por la senda de los sauces llorones, hasta llegar de nuevo al lugar donde creía haber visto aparecer a la loca.

La carrera y el susto hacían que el corazón se me escapara por la boca y casi me desmayo, así que me abracé al tronco de una acacia para no caerme. Algo que realmente habría sucedido si no fuera porque justo en ese momento ella apareció. Y me olvidé de todo. La loca estaba ahí, frente a mí, recogiendo macachines violetas. Había hecho un ramito con algunos, entrelazándolos con margaritas silvestres y largos pastos verdes.

Su piel era de oro bajo la luz del ocaso. Y como el oro era dorada, marrón, amarilla. Decía cosas que no lograba oír, murmullos que parecían cantos. Quizás era poesía.

No supe de su voz hasta que habló muy alto, inundándolo todo, y lo que sucedió después, bien no recuerdo. Sé que un cosquilleo me cubría las manos, y que mis ojos estaban grandes y redondos, y ella decía:
—¡He nacido! He nacido hace ya tanto tiempo, que parecen mil años. Me duelen los huesos, las manos, y los párpados. Traigo dolores viejos, y penas heredadas.

Danzaba al ritmo del ulular de las palomas. Y las cuentas de su collar cascabeleaban con sus saltos.
—He gritado muchísimo —exclamaba al viento la loca—. He cerrado los puños sin recato. He besado sin ganas y he mirado sin ver. He mentido y mentido.

Giró muy rápido hasta llegar junto a mí, y me besó la frente. Livianos pensamientos inundaron mi pecho. Con sus dedos delgados de piel melocotón, dedos de medusa, dibujó un corazón en la palma abierta de mi mano, y se alejó recitando:
—Sucede a veces, esas preciosas veces que sale el sol en mi horizonte, y rozo con los dedos alguna verdad que hace tanto buscaba. También cuando te encuentro a vos en la esquina de mi ciudad extraña. Sucede que me vuelvo transparente y sincera como un copo de nieve o una lágrima... Y de sus ojos, ojos de almendra madura, vi brotar mares de lágrimas doradas, marrones, amarillas. Lágrimas de risas recolectadas en viajes. Viajes de la tierra y de ese parque. Viajes del cielo y de los hombres.
—Hoy profeso sonrisas y abrazos para todos. ¡Porque hoy te encontré! —dijo la loca con dulzura, dialogando con un ser imaginario. Las hojas de los árboles giraban a su alrededor, trazando en el aire serpientes doradas, marrones, amarillas...

Miró hacia el cielo de abriles cristalinos y se trepó a un roble. Primero con un pie, y luego con el otro. Hábiles eran sus garras. Rió y su risa espantó a los pájaros que se habían posado sobre las ramas más tibias del árbol. Pájaros brillantes de dorados, marrones, amarillos colores. Pájaros cantores que hablaban con la loca en su lenguaje.

Y la loca decía:
—He muerto un par de veces. Y hoy también, creo que estoy muriendo.

Vos dirás; “qué tristes palabras”, pero no. No lo eran, porque su rostro traía dibujada una sonrisa, y movía los brazos como alas.

Corrió hasta la fuente del parque abandonada. Las últimas huellas, de los últimos niños, eran viejas estampas. Recuerdo que pensé: “Qué importa que ya no se acuerden de las fuentes, si esto es una fiesta”. Y la loca, leyéndome quién sabe cómo el pensamiento, gritó:
—¡La fuente es una fiesta! —y yo reí también.

Hilos de agua cristalina brotaban de su cuerpo, escurriéndose entre las hebras del cabello más largo, y más moreno. El espejo de agua era entonces un compendio de dorados, marrones y amarillos. Una acuarela transparente.
—Hoy muero, y por eso renazco —gritó más fuerte la loca, haciendo que me sobresaltara. Miré sus pies danzantes y vi que iban descalzos. Tenía las manos llenas de hojas húmedas y el pelo todo revuelto de nenúfares. Quise decirle que era hermosa, pero ella seguía con su loco monólogo, diciendo:
—Y cuando renazco paseo mi corazón al aire. ¿Ves mi corazón? —Algo rojo brillaba entre sus manos, como un granate de imposibles dimensiones. Una bola de fuego que quemaba los ojos.—Sólo si dices que me quieres lo podrás tocar. ¡Y seremos felices! —dijo, mirándome directo a los ojos. Luego me dio el ramo, ya marchito, de pastos y flores, y se marchó de pronto. Irguiéndose derecha, caminó con el paso de las enamoradas, dejando atrás la fuente, el roble, y las guirnaldas de hojas por el parque regadas. Ebria de carcajadas, barnizada de amores, me dijo, al preguntarle:
—¿Por qué te vas?
—Porque estoy desnuda y loca. Y porque voy a tientas...

Pero yo la miré bien. La he mirado esta tarde. Su desnudez no es otra que la tuya o la mía. Su locura, la condición de ser pájaro libre, y su corazón el sol reflejado en un vidrio.

Si por casualidad algún día la ves, perdida entre las sendas de mi jardín Botánico, mirála desde el corazón, escuchá sus palabras, seguíla despacito hasta donde ella vaya, y por favor decíle, decíle que la quiero.

 
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