La presencia de Flora
Beltrán Suárez de Góngora

 

A Nieves, mi compañera; y a Pancho, nuestro Micifuz

Luis estaba aseando la casa con detenimiento y cuidado para que cuando Flora llegara ya estuviera todo hecho y arreglado, y así ella no tuviera que ponerse a adecentar lo que ambos habían convenido en llamar “su nido de amor”. Era minúsculo, y estaba en un edificio viejo y pequeño que carecía de las mínimas comodidades. No había ascensor y, además de no tener calefacción central, era endiabladamente difícil calentar ese pequeño refugio donde ambos se hallaban mejor que en el palacio del rey Midas. Tenían que sacar la basura a diario y llevarla a un contenedor que estaba a más de una manzana del portal, lo que no era mucho, pero cuando tenían que salir por la noche a tirarla, nunca encontraban excusas suficientes para posponer la tarea a la mañana siguiente. Además, la humedad del mar había provocado unos desconchones en la pared frontal del edificio que le daban un aire triste y decadente.

Luis ya había arreglado el cuarto de estar. Había limpiado con esmero todas las fotos con sus marcos, ya que para él eran lo más preciado. Aquella foto en la que Flora aparecía de perfil, como ausente, mostrando su nariz grande, pero acorde con el resto de los rasgos un poco masculinos de su cara, era su preferida. En esa foto se podía apreciar su mirada lánguida bajo ese divertido sombrero de paja azul, que le había regalado su buena amiga Lucía. A Luis nunca le había gustado aquella amiga de Flora que no se separaba de ella ni a sol ni a sombra, ya que en cierto sentido la consideraba rival, porque en el colegio ambas habían tenido un apasionado romance de juventud que se rompió al entrar él en juego. Él creía que, a pesar de que Flora ya había dejado claras sus preferencias en cuanto a sus gustos a la hora de ser amada por alguien, Lucía seguía tentándola de vez en cuando a ver si conseguía que cambiara de opinión.

Después de limpiar las fotos, empezó por quitar el polvo a todos esos cachivaches que tanto le gustaban a Flora porque le recordaban su infancia en Inglaterra. Había un pequeño soporte que ella usaba para quemar barritas de incienso, lo que llenaba la casa de un cierto aroma místico, al que él tardó un tiempo en acostumbrarse, pero del que después no podía prescindir. También había un ajedrez con un precioso tablero de mármol, con figuras de ébano y marfil, en el que ella le había enseñado a jugar, y donde se enfrentaban cariñosamente casi todas las noches. Aún recordaba las sesiones interminables de insomnio en las que el desvelo les abrumaba a ambos, y se ponían a jugar hasta bien entrada la madrugada.

Mientras él estaba yendo de habitación en habitación, el pequeño Micifuz se le enredaba entre las piernas, sin dejarle dar un paso a su antojo. Cuando ese gatito llegó a casa, tuvo que aprender a convivir con un animal, cosa a la que él se resistió, pero al final, por complacer a Flora, claudicó y le aceptó de lleno. Ahora eran muy buenos amigos, y entre ellos había una complicidad tal que a veces ponía celosa a Flora. Siempre tenía un arrumaco en la palma de la mano para complacer a aquel delicioso ser que ahora no le dejaba arreglar la casa.

Una de las habitaciones que más tardaba en arreglar era el estudio, donde Flora acostumbraba a tocar el violonchelo. Allí, además del instrumento que reposaba sobre la cama, y de todos los libros de solfeo y partituras que se esparcían por encima de la mesa, había un atril sobre el que se encontraba la obra que estaban estudiando ese mes en clase. Era un Andante Cantabile que tanto le estremecía cuando ella lo interpretaba, con esa cara tan concienzuda que solía poner. Ella eligió tocar el cello porque era capaz de expresar toda la melancolía que llevaba dentro, y así, con notas de tristeza, intentar difuminar ese carácter tan introvertido que tanto le había llamado la atención a Luis y que le daba ese aire tan ausente.

A veces, Flora se llevaba algo de trabajo a casa, y entre las partituras, Luis encontró parte del que se había llevado esta vez. Él cogió todo aquello con cuidado de no traspapelar nada, y lo guardó en un cajón de la mesa para que así no se perdiera y ella lo encontrara fácilmente. Era un informe de las ventas que Flora había hecho el año pasado.

Cuando ya sólo le quedaba por arreglar la habitación principal, se acordó súbitamente del pollo que estaba en la cocina, toscamente preparado, y dispuesto a entrar en el horno. Las indicaciones que había escrito Flora en un papel, un tanto arrugado por la cantidad de veces que ya lo había usado, amarilleaban ya, pero él se atenía a ellas como si de un misal se tratara. Flora tenía una letra muy distintiva, aunque no muy legible, que a Luis le gustaba mucho.

A la hora de encender el horno comprobó que no tenía con qué hacerlo, así que se dirigió al cuarto, ya que sabía que en la mesilla de Flora había unas cerillas del Pingüino, bar al que solían ir muy a menudo a tomar algo, y que tenía en la fachada un gracioso pajarito con un peculiar gorro rojo y una bufanda azul. Era un lugar agradable en el que ponían la música que a ambos les gustaba. Unas veces clásica, y otras jazz. El sitio estaba cerca de casa, y era lo que ambos consideraban su refugio. Allí se les podía encontrar habitualmente en los días de lluvia.

Se acercó a la mesilla de Flora entre temeroso y dubitativo y, tras reunir el coraje suficiente para enfrentarse a la realidad, abrió el cajón. Rebuscando entre todo lo que allí había, vio los informes médicos sobre la enfermedad de Flora.

Habían pasado ya tres meses desde que Micifuz y Luis tuvieron que aprender a vivir solos. Su recuerdo inundaba la casa haciendo más patente su vacío. Luis intentaba suplir su ausencia continuando con la rutina, tratando de sobrellevar lo mejor que podía su soledad, a la que no se acostumbraba. Micifuz no trataba de disimular. Siempre les había considerado sus padres adoptivos, y ahora que Flora faltaba se sentía mal y lo demostraba. La echaba de menos y la quería en casa. No entendía más razonamientos, ni tenía por qué hacerlo.

En medio del pasillo había un calendario que mostraba una preciosa imagen de una playa, con un velero surcando por el mar... Estaban en noviembre, y ya que era Flora quien se había ocupado de pasar las páginas, el calendario seguía en el mismo sitio que estaba cuando ella salió de casa. Ahora tendría que ser él quien se ocupase de todos esos detalles. Su ausencia le dolía tanto que le costaba incluso respirar.

Micifuz le reclamó un mimo y la cena. Ambos salieron del cuarto, con las cerillas en la mano.

 
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