A mis ángeles de la guarda, mi padre y mi nonna, que cuidan para que
no tropiece.
A los que me prestaron su ayuda sin recordármelo, en especial a Coke.
La
carretera era infinita.
Quizá fuera el silencio que nos unía lo que la hacía más larga. Yo miraba
por la ventanilla a un punto fijo que en cuestión de segundos pertenecería
al pasado. La ansiedad amenazaba con partirme el pecho y una lágrima,
a destiempo y perdida, resbaló por mi mejilla.
Deseaba
una sola palabra de Mario, un solo gesto. Pero él seguía con su mirada
fija en la carretera. Subió el volumen de la música y comprendí que
lo hacía por temor a que yo iniciara una conversación que no estaba
dispuesto a seguir.
Con
aquellos acordes en los oídos y el pecho extenuado de tanto esperar
en vano, cerré los ojos y atravesé de punta a punta el vasto territorio
de la nostalgia. Le gustaba acariciarme la espalda durante horas y yo
dormía en una cárcel cálida, entre sus piernas y sus brazos. Entre los
dos existía un vínculo cerrado, feroz y físico. Sexo y diversión. Hasta
que surgió el peligro de conocerse, el compromiso, y vi como se alejaba,
y yo alargaba los brazos intentando alcanzarlo.
Mantuve
los ojos cerrados el resto del tiempo, hasta que llegamos a la clínica.
Con los ojos cerrados no se puede llorar. Sentí como Mario apagaba el
motor del coche y entonces los abrí y vi frente a mí un parque solitario
y vacío.
Mario
se apresuró a bajar del coche. En diez minutos estaba concertada mi
cita, y algo en mi interior me decía que no lo hiciera. Necesitaba fumarme
un cigarro, pero la mujer que me atendió cuando llamé para pedir hora
se encargó de advertirme que no podría ni fumar, ni ingerir ningún alimento
ni líquido doce horas antes de la intervención. Me paré unos segundos
frente a aquella enorme puerta de color verde, respiré hondo y decidí
cruzarla. Mario avanzaba detrás de mí. Me dirigí a la mujer que estaba
detrás del mostrador.
—Buenos días. Tengo cita para una interrupción de embarazo —en ese momento
advertí que me había ruborizado y que estaba a punto de echarme a llorar.
Ella me dijo que me tranquilizara, que no era para tanto, y me llamó
“bonita” con un tono conciliador, al estilo Nieves Herrero.
—¿Tu nombre? —preguntó.
—Daniela. Daniela Martí.
—Cómo quieres abonarlo. ¿Con tarjeta o en efectivo?
—En efectivo. Son sesenta, ¿no? —el corazón me iba a doscientos, quería
salir corriendo, pero él estaba detrás, como un muro que me impedía
el paso.
—Sesenta con anestesia local. Si quieres la general son diez mil pesetas
más —contestó la enfermera.
—¿Tú qué crees? —le pregunté a Mario.
—Por mí haz lo que te dé la gana. No me importa pagar lo que sea con
tal de que terminemos con esto lo antes posible.
Volví
mi mirada hacia la enfermera.
—Local —afirmé.
Mario
sacó del bolsillo de su pantalón una billetera y depositó en el mostrador
los seis billetes de diez. La enfermera nos llevó hasta la sala de espera.
Tenía forma de “L” y asientos alrededor. Dos mesas en el centro amontonaban
revistas de salud y belleza y alguna de “marujeo”. Mario se sentó y
cogió una.
—¿Desde cuándo te importa la vida de los Grimaldi? —le pregunté indignada—.
¿Acaso te importa más con quién folle la Estefanía a cómo pueda sentirme
yo? Aún no te he escuchado decir una sola palabra, aunque sólo fuera
por distraerme y hacerme olvidar la angustia que llevo dentro.
—No me montes un numerito, Daniela. Te lo advierto. Deberías estar agradecida
de que te lo haya pagado. Deja los sentimentalismos para otro —dijo
mientras dirigía, otra vez, la vista a aquella revista.
Mis
ojos deseaban romper en llanto y, apoyando los codos en mis rodillas,
con la manos en la cabeza, las lágrimas empezaron a romperse en el suelo,
una tras otra. Frente a mí, otra chica con su padre al lado, o así imaginé
yo, puesto que se notaba la diferencia de edad, miraba con vergüenza.
El hombre, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, tampoco le dirigía
la palabra.
Entonces
intenté excusar el comportamiento de Mario pensando que, por ser hombre,
no podía comprender como me sentía. Tenía veinte años y no me sentía
capaz de tener un hijo, pero si en ese momento alguien me hubiera alentado
a ello, seguro que lo hubiera hecho, porque ya le amaba, por estar dentro
de mí y por ser parte de él. Porque, incluso en ese momento, mi amor
por Mario, o mi obsesión, como queráis llamarlo, no era capaz de extinguirse.
Sentí
su mano en mi espalda. Me llevó hasta su pecho. No escuché su corazón,
pero supliqué a Dios que me sacara de allí.
—Daniela Martí —pronunció una voz. Me dirigí hacia la mujer que me había
llamado.
—Vas a pasar a que te hagan los análisis y la ecografía, y luego podrás
volver otra vez a la sala de espera hasta que te pasen con la psicóloga.
Entré
en la habitación y me tumbé en la camilla. Luché conmigo misma para
no mirar a la pantalla, pero perdí. La enfermera presionaba mi vejiga
con aquel aparato que resbalaba, tenaz, sobre el frío. Tres semanas.
Lloré. Lloré de dolor, del que no se ve, del dolor que no sangra.
Intentaron
calmarme. Volví a la sala y vi que Mario no estaba. Me asusté. Se hizo
eterna su espera. Me vi sola y la soledad siempre me ha dado miedo.
Pero volví a verle y volví a respirar.
—No vuelvas a dejarme sola, por favor —le rogué.
—Pensé que tardarías más y he ido a tomarme un café. No te pongas histérica.
Acompañada
por una enfermera, caminé por un pasillo más largo que el anterior.
Ella abrió una puerta para que yo entrara, y allí me esperaba otra mujer.
Me senté y empezó a preguntarme. Pensé que aquella conversación me ayudaría
a ver las cosas con más claridad, pero no fue así en absoluto. Me preguntó
la edad; si tenía pareja estable; alguna enfermedad; si consumía drogas.
Salí
de aquella habitación después de haber firmado los papeles en los que
me hacía responsable de la decisión tomada.
Volví
a sentarme con Mario, volví a desear que me tocara, volví a llorar.
Cuando
me volvieron a llamar para que hablara con el médico, éste me explicó
cómo sería la intervención. Debería haberlo evitado. Yo lo haré. No
quedaban más seguimiento ni conversaciones. La próxima vez que oyera
mi nombre sería la última.
Regresando
a la sala pensé seguir recto el pasillo, pasar de largo la figura de
Mario y escapar hasta el solitario parque que había enfrente, pero no
tuve valor y volví al lado de Mario.
Pensé
en mi madre y deseé tenerla a mi lado; quizá todo hubiera sido distinto
con ella, pero necesitaba a Mario. Una parte de mí, testaruda, se resistía
a prescindir de él.
—Daniela Martí —otra vez mi nombre. La angustia se apoderó de mí. Sentí
ganas de vomitar y antes de que me levantara del asiento, Mario apretó
mi mano. En su mirada pude ver reflejada la mentira.
Me
desnudé en una habitación fría. Cubrí mi cuerpo con una bata de plástico
y esperé. Pedí unos tapones para los oídos, nadie lo entendió.
—No quiero oírlo —dije llorando.
—Estando tan nerviosa te conviene que te pongamos anestesia general
—dijo una de las enfermeras.
—Tengo miedo.
Mi
llanto empezó a ser más fuerte cuando mi situaron en la camilla. Casi
gritaba. Accedí a la anestesia. No me importaba si corría el peligro
de no despertar jamás. Las fuerzas se me iban acabando. Los gemidos
cada vez eran más leves y, poco a poco, se fueron cerrando mis ojos.
Tres
horas más tarde ya estaba frente a mi casa. Mario me dejó en el portal.
Le vi marcharse y no dije una palabra. Quería morirme, desintegrarme.
Me acosté en la cama y Tuno se acurrucó en mi tripa. Aún quedan restos
de rímel en la almohada que me recuerdan su ausencia.
Los
besos de Mario eran mojados. Nadie me había besado así antes.
Temo
que nadie volverá a hacerlo.
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