A
ella, por lo que pudo ser y no fue.
A todos vosotros, por regalarme los mejores años de mi vida.
Lo
que daría por que aquella noche
me hubiera decidido en Belchite, cuando ella y yo nos quedamos solos
sobre la vieja tapia del caserón medio derruido, admirando el silencio
y la noche con las luces del pueblo muy al fondo.
Me
gustaría haber podido decirle lo que sentía, que pasaría el día abrazado
a su suave cuerpo y que me gustaba su pelo castaño y sus vivaces ojos
marrones que olían a tierra mojada.
Incluso
soñé, noche tras noche, con acariciar su piel tersa y blanca, y me habría
pasado el resto de mi vida escuchando su gracioso acento catalán.
Es
curioso, pero cada vez con más frecuencia me sorprendo a mí mismo imaginándome
cuando niño, leyendo libros de aventuras, inmerso en aquel mundo irreal
de vampiros y detectives y viejos carromatos escondidos bajo montañas
de chatarra.
Dejo
que mis recuerdos me lleven a Parrillas, a las charcas que se formaban
en primavera, donde cazaba renacuajos con Kuki y Nico y Gus y Carlos,
bajo el cálido sol de abril que ya empezaba a picar, y añoro aquella
sensación de inmensidad que experimentaba cuando chico al admirar allá,
a lo lejos, las nevadas cumbres de Gredos.
Otras
veces me imagino de nuevo en Torrecilla, en aquel día nublado y gris,
corriendo con Citu, buscando bichos entre las piedras del río.
Cuando
vuelvo a la realidad, siento que las cosas cambiarán en el futuro y
no quiero que nos separemos nunca y que no pase el tiempo. Me quedaría
siempre en la facultad, en esos días de invierno en que tomábamos café
Alberto y José, que son unos cachondos, David y Blanca, Edu y María
y tantos otros.
Quisiera
reunir el coraje para lucir ese pendiente plateado y grabado con filigranas
en mi oreja, como el de ella, y hubo un tiempo en que deseé con todo
mi alma que Javi estuviera lejos, muy lejos, en otra ciudad, en otro
tiempo.
Me
gustaría sentirme agradecido y me gustaría que me gustasen las comidas
frías y la música comercial de grandes almacenes y los videojuegos y
la tele. Preferiría comer menos y beber más cerveza tibia sentado con
la panda junto a la barra en la Taberna de El Duende, como siempre,
viendo a la camarera pasar y lanzarnos pícaras miradas. “Parecéis loros”,
nos diría.
Aquella
noche no debería haber acabado nunca. Gilda habría buscado consuelo
entre mis brazos, y yo le habría quitado aquella falda de cuadros y
aquel jersey de cuello alto.
Ojalá
la Pedriza estuviera ahí siempre, y que sus bloques de granito nos proporcionaran
sombra y emociones fuertes como tantas veces. Caminaríamos sintiendo
el peso de la cuerda, y los gatos, y las cintas, todo sobre los hombros.
Sentiríamos el sabor salado del sudor al caminar entre las olorosas
jaras camino del Yelmo.
Realidades
A
la memoria de Fernando.
No
fuiste tú el culpable.
Me lo crucé al entrar en el portal. Andaba a trompicones y tuve que
hacerme a un lado para que pudiera salir. Al llegar a mi altura se apoyó
en el cristal de la puerta y mirándome con unos ojos vacíos, inyectados
en sangre. Emitió una especie de gruñido. Llevaba la manga izquierda
levantada hasta el hombro, y aún se le notaba la marca de la goma por
encima del codo. Su brazo estaba lleno de heridas y sobre su color amarillo
una autopista de venas lo recorrían en todas direcciones.
—¿Estás bien? —me atreví a preguntar.
Intentó
responder, pero una convulsión le obligó a doblarse como un resorte
y fue a dar con sus rodillas en el suelo.
Al
levantarle de las corvas comprobé, a mi pesar, cuánto hacía que no veía
una pastilla de jabón, algo que se podía decir también de los gastados
vaqueros negros tipo pitillo y de la raída camiseta de los Sex Pistols
por cuyo escote pronto podrían pasar sus hombros esqueléticos.
Respiraba
con dificultad, y con cada aspiración emitía una especie de pitido.
Conseguí sentarlo en el primer escalón junto al resto de su equipo:
una cucharilla de hojalata doblada por el cuello, un limón a medio exprimir,
una jeringuilla con aspecto de tener más años que él y un mechero rojo
que me recordaba a los que daba como propaganda Julián, el carnicero.
Componía
un cuadro dantesco tirado en la escalera cuan largo era, la media melena
negra cayendo sobre sus labios entreabiertos y con un colgante de cuero
con chapa de los Maiden al cuello.
No
pasaría de los veinte, y probablemente no llegaría a la treintena, pero
aún se le podía adivinar cierto resto de vitalidad. Aún tras la cicatriz
que surcaba su mejilla derecha, su cara emanaba una dulzura especial.
El pecho se le movía arriba y abajo como una locomotora. Abrió los ojos
y sus pupilas ocupaban todo el iris.
No
hacía falta ser médico para saber lo que pasaría. Marqué el 092 y encendí
un cigarro, sentándome junto a él, esperando ver las luces parpadeantes
del coche patrulla.
Un
día después, la sección de sucesos del periódico hablaba de un joven
muerto por inyectarse una dosis adulterada de heroína en el barrio de
Lavapiés. Justo encima, en grandes titulares, aparecían las declaraciones
del alcalde de Madrid:“La represión es la vía para acabar con el problema
de las drogas en nuestra sociedad.”“Maldita sociedad hipócrita”, pensé,
“tú has sido su verdugo”. Y arrugando con fuerza el periódico lo lancé
a la papelera.
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