Retazos de una vida / realidades
David Tena García

 

A ella, por lo que pudo ser y no fue. 
A todos vosotros, por regalarme los mejores años de mi vida.

Lo que daría por que aquella noche me hubiera decidido en Belchite, cuando ella y yo nos quedamos solos sobre la vieja tapia del caserón medio derruido, admirando el silencio y la noche con las luces del pueblo muy al fondo.

Me gustaría haber podido decirle lo que sentía, que pasaría el día abrazado a su suave cuerpo y que me gustaba su pelo castaño y sus vivaces ojos marrones que olían a tierra mojada.

Incluso soñé, noche tras noche, con acariciar su piel tersa y blanca, y me habría pasado el resto de mi vida escuchando su gracioso acento catalán.

Es curioso, pero cada vez con más frecuencia me sorprendo a mí mismo imaginándome cuando niño, leyendo libros de aventuras, inmerso en aquel mundo irreal de vampiros y detectives y viejos carromatos escondidos bajo montañas de chatarra.

Dejo que mis recuerdos me lleven a Parrillas, a las charcas que se formaban en primavera, donde cazaba renacuajos con Kuki y Nico y Gus y Carlos, bajo el cálido sol de abril que ya empezaba a picar, y añoro aquella sensación de inmensidad que experimentaba cuando chico al admirar allá, a lo lejos, las nevadas cumbres de Gredos.

Otras veces me imagino de nuevo en Torrecilla, en aquel día nublado y gris, corriendo con Citu, buscando bichos entre las piedras del río.

Cuando vuelvo a la realidad, siento que las cosas cambiarán en el futuro y no quiero que nos separemos nunca y que no pase el tiempo. Me quedaría siempre en la facultad, en esos días de invierno en que tomábamos café Alberto y José, que son unos cachondos, David y Blanca, Edu y María y tantos otros.

Quisiera reunir el coraje para lucir ese pendiente plateado y grabado con filigranas en mi oreja, como el de ella, y hubo un tiempo en que deseé con todo mi alma que Javi estuviera lejos, muy lejos, en otra ciudad, en otro tiempo.

Me gustaría sentirme agradecido y me gustaría que me gustasen las comidas frías y la música comercial de grandes almacenes y los videojuegos y la tele. Preferiría comer menos y beber más cerveza tibia sentado con la panda junto a la barra en la Taberna de El Duende, como siempre, viendo a la camarera pasar y lanzarnos pícaras miradas. “Parecéis loros”, nos diría.

Aquella noche no debería haber acabado nunca. Gilda habría buscado consuelo entre mis brazos, y yo le habría quitado aquella falda de cuadros y aquel jersey de cuello alto.

Ojalá la Pedriza estuviera ahí siempre, y que sus bloques de granito nos proporcionaran sombra y emociones fuertes como tantas veces. Caminaríamos sintiendo el peso de la cuerda, y los gatos, y las cintas, todo sobre los hombros. Sentiríamos el sabor salado del sudor al caminar entre las olorosas jaras camino del Yelmo.

Realidades

A la memoria de Fernando. 

No fuiste tú el culpable. Me lo crucé al entrar en el portal. Andaba a trompicones y tuve que hacerme a un lado para que pudiera salir. Al llegar a mi altura se apoyó en el cristal de la puerta y mirándome con unos ojos vacíos, inyectados en sangre. Emitió una especie de gruñido. Llevaba la manga izquierda levantada hasta el hombro, y aún se le notaba la marca de la goma por encima del codo. Su brazo estaba lleno de heridas y sobre su color amarillo una autopista de venas lo recorrían en todas direcciones.
—¿Estás bien? —me atreví a preguntar.

Intentó responder, pero una convulsión le obligó a doblarse como un resorte y fue a dar con sus rodillas en el suelo.

Al levantarle de las corvas comprobé, a mi pesar, cuánto hacía que no veía una pastilla de jabón, algo que se podía decir también de los gastados vaqueros negros tipo pitillo y de la raída camiseta de los Sex Pistols por cuyo escote pronto podrían pasar sus hombros esqueléticos.

Respiraba con dificultad, y con cada aspiración emitía una especie de pitido. Conseguí sentarlo en el primer escalón junto al resto de su equipo: una cucharilla de hojalata doblada por el cuello, un limón a medio exprimir, una jeringuilla con aspecto de tener más años que él y un mechero rojo que me recordaba a los que daba como propaganda Julián, el carnicero.

Componía un cuadro dantesco tirado en la escalera cuan largo era, la media melena negra cayendo sobre sus labios entreabiertos y con un colgante de cuero con chapa de los Maiden al cuello.

No pasaría de los veinte, y probablemente no llegaría a la treintena, pero aún se le podía adivinar cierto resto de vitalidad. Aún tras la cicatriz que surcaba su mejilla derecha, su cara emanaba una dulzura especial. El pecho se le movía arriba y abajo como una locomotora. Abrió los ojos y sus pupilas ocupaban todo el iris.

No hacía falta ser médico para saber lo que pasaría. Marqué el 092 y encendí un cigarro, sentándome junto a él, esperando ver las luces parpadeantes del coche patrulla.

Un día después, la sección de sucesos del periódico hablaba de un joven muerto por inyectarse una dosis adulterada de heroína en el barrio de Lavapiés. Justo encima, en grandes titulares, aparecían las declaraciones del alcalde de Madrid:“La represión es la vía para acabar con el problema de las drogas en nuestra sociedad.”“Maldita sociedad hipócrita”, pensé, “tú has sido su verdugo”. Y arrugando con fuerza el periódico lo lancé a la papelera.

 
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