Llevaba
vistos diecisiete castillos,
dos
destilerías de güisqui, uno de los principales campos de golf del mundo,
varios cementerios en los que muy bien podían anidar los espíritus y
una docena de iglesias mutiladas por la Reforma cuando llegué a Mallaig.
Y llovía. Llovía aquella lluvia que apenas mojaba y que me había obligado
a adoptar el chubasquero como una segunda piel. En el puerto estaba
anclado el transbordador que conducía a las Hébridas, las islas que
los días de sol se perfilaban al otro lado del mar. Aquel día, no. Aquel
día la bruma lo envolvía todo, y el mar, gris, opaco, se negaba a que
sus olas rompieran contra la arena de la playa. Las gaviotas chillaban
sin tregua. Los habitantes de aquel pueblo escocés no conocían el silencio.
La
lluvia se hizo más intensa. Ahora las gotas golpeaban con fuerza el
agua de los charcos y dejaban sus huellas sobre la arena, ya marrón
oscuro. El frío y la tensión que me había provocado el conducir el coche
alquilado por aquella carretera estrecha y serpenteante habían entumecido
mi cuerpo. Necesitaba un té caliente. Rápido. Ya. Así que entré en un
café.
Allí,
las mesas estaban repletas de gente que había tenido la misma idea que
yo. Pero justo en ese momento, de una de ellas se levantaron dos extranjeros
—extranjeros de ¿dónde? Desde luego, no del mismo país que yo—. Ambos
se calaron sus gorros de lana, se cargaron la mochila a la espalda y
desaparecieron por la puerta. Fue mi oportunidad y la cacé al vuelo.
En la mesa, dos jarras de cerveza casi llenas y dos vasos de güisqui
a medio beber. ¿Por qué aquella prisa?
De
golpe, se levantaron otros clientes y se marcharon también. Entonces,
me di cuenta. Miré el reloj y, en efecto, faltaban sólo diez minutos
para que partiera el transbordador. Mi transbordador. Pero ni siquiera
hice amago de irme. Mañana sería otro día y algo me decía que debía
permanecer allí. Colgué el chubasquero de una silla, dejé la guía, el
mapa y el bolso sobre la mesa y me acerqué a la barra.
—A cup of tea, please.
El
camarero ni siquiera me miró. Esperé pacientemente mi turno y, por fin,
me senté. En aquella esquina, con la puerta justo al otro lado y la
barra enfrente, estaba en una posición estratégica que me permitía curiosear
a gusto. Y miré, miré todo lo que pude: las fotografías antiguas de
las paredes —en su mayor parte, escenas de la pesca del bacalao—, la
vieja caja registradora, el reloj, la gaita y el kilt que adornaban
la pared de mi derecha. ¿De qué clan sería? Y, luego, las personas...
Un hombre rubio de cutis moreno, tallado por el sol y el viento; una
pandilla de jóvenes gritones; una señora de mediana edad, vestida con
un elegante traje chaqueta. ¿Qué podía hacer en un rincón como aquél?
Pero no fui capaz de imaginar ninguna respuesta porque, de pronto, lo
vi a él.
Apareció
sin más por la puerta. Menudo, con aquel bigote poblado. Andaba despacio,
sin que sus ojos de miope se fijaran en lo que ocurría a su alrededor.
Se sentó en un taburete, junto a la barra, y pidió una cerveza.
—One beer, please —eran palabras aprendidas previamente en una guía,
como las mías de unos minutos antes.
Ya
no debía de llover. Su cazadora de piel estaba seca. Era una prenda
impropia de aquel lugar. Si caía un nuevo chaparrón, se le iba a estropear.
Y era una cazadora que siempre me había gustado... Precisamente en eso
fui a pensar, ¡qué absurdo!
Allí
estaba, de espaldas a mí, sin verme, pero yo sabía que era él. Le conocía
muy bien. No podía equivocarme.
De
fuera me llegó el adiós de la sirena del transbordador. Eran las siete
y el barco ponía rumbo a la isla de Skye. Se me estaba haciendo tarde.
Tenía que ir pensando en cenar y, sobre todo, en buscar un alojamiento.
Debía preguntar en la oficina de turismo. Pero ¿dónde se encontraba?
Ni siquiera había dado una vuelta por el pueblo.
La
señora del traje de chaqueta removía una nueva taza de té y el tintineo
de la cucharilla me hizo volver a la realidad —¿al sueño quizá?—. Cómo
podía pensar en cosas triviales si Alejandro estaba a dos metros escasos
de mí. Y pensar su nombre, tras ocho meses de callarlo, hizo que una
corriente eléctrica recorriera mi cerebro. “Alejandro, ALEJANDRO”, pensé
con más fuerza cada vez.
Quizá
fue telepatía, pero bruscamente se volvió. Sus ojos fijaron la vista
y me alcanzaron. Y su boca sonrió. Era él y me había conocido. Ahora
se levantaba y se acercaba hacia mí.
—Hola, ¿qué haces tú aquí?
Absurdo.
Otro absurdo. Sólo pude balbucear:
—Y ¿tú?
—Bueno, he venido a pasar un par de días. Tengo unos amigos que estuvieron
aquí el verano pasado y les gustó mucho... —y continuó, continuó hablando
sin parar. A Alejandro siempre le había gustado hablar. Y, al parecer,
seguía gustándole. Era su voz, eran sus ojos, eran su cara y su sonrisa.
Su sonrisa.
No
entendía lo que me decía, no escuchaba sus palabras. Sólo me sentía
capaz de intercalar algún “sí” en medio de su monólogo. Pero él seguía,
seguía, aunque ya no me miraba a mí. Su vista se había posado ahora
en el viejo reloj de pared. Alguien le esperaba, no cabía duda. Empezó
a despedirse, con prisa. Era el mismo y no lo era, porque mis ojos ya
no ejercían sobre él el poder de hacía ocho meses, en Navidad, la última
vez que lo había visto.
—Llámame, nos veremos en Madrid.
Estuve
a punto de preguntarle el número de teléfono, pero no pude.
Alejandro
rozó mi mejilla con sus labios y se marchó. Otra vez, como entonces,
sin que pudiera retenerlo junto a mí. Me había dado una segunda oportunidad
y yo la había desaprovechado. No me dio tiempo ni a decirle que tuviera
cuidado con la cazadora, tan bonita...Salí del café detrás de él. Pero
ya era tarde, se había evaporado.“Nos veremos en Madrid”, me había dicho.
¡Qué ironía! Porque Alejandro había muerto en un accidente de coche
el 27 de diciembre. En el acto, sin remedio. Y ya nunca iba a volver.
Era
su voz, eran sus ojos, eran su cara y su sonrisa. Su sonrisa. Era él,
todo él.
Se
había levantado algo de viento. Las gaviotas seguían chillando. Tenía
que buscar un lugar donde dormir. Ahora sí.
Amour
fou
A
través de la ventana
veía el río. Fluía entre las piedras con un susurro prolongado. Más
allá, el huerto, como una isla entre dos mares. Algunas matas de judías
—cabañas de indios para los niños de la casa—, lechugas, coles, patatas
y media docena de árboles frutales. El segundo mar era otro río, algo
más ancho que el anterior. Ambos iban a unirse más abajo, a la altura
del puente de hierro. Al fondo se divisaba el paseo, con sus árboles
recoletos y sus bandadas de niños pájaros. Y los chalés que habían ido
comiendo terreno a la montaña. De vez en vez, el silbido del trenecillo
azul. De vez en vez, la lluvia reparadora, causa de aquel verde frondoso.
Y, siempre, las montañas. Donde quiera que mirase.
Julio
se adentró en el paisaje norteño, en el olor húmedo de la hierba, en
el sabor amargo de sus lágrimas. ¿Por qué tantos deseos de aquel lugar
recóndito durante el año? ¿Por qué tanta añoranza, tanta nostalgia cuando
se encontraba allí? ¿O es que añoraba la añoranza por espacio de once
meses y echaba de menos la no melancolía cuando llegaba el mes de agosto?
Bajó
la persiana y se sintió prisionero. Sin el río, sin la montaña, sin
el paseo. Sólo el constante murmullo del agua delataba el lugar donde
se encontraba. No podía dejar de pensar en Margarita. En la habitación
de al lado trajinaba Carmen, su mujer. Hugo y Berta, los gemelos, dormían
la siesta. Y él, en ese preciso momento, acariciaba los senos de Margarita.
Se embebía de su expresión de placer. Margarita era alta, delgada, Margarita
era rubia. Toda ojos azules. Si pudiera tenerla permanentemente a su
lado... Olvidaría a Carmen, olvidaría a los gemelos, olvidaría la oficina
y al pelmazo de Anastasio, que se pegaba a él como una lapa.
Margarita
gemía mientras él se adentraba en su cuerpo, mientras él mojaba sus
labios con la lengua frondosa.¡Maldición! Un golpe en la puerta y la
inconfundible voz de su esposa perfecta ofreciendo un café. Pero ¿acaso
no sabía que no podía interrumpir sus momentos creadores? No, no quería
cafés. Tan sólo deseaba a Margarita. Margarita, mañana, tarde y noche.
Margarita a todas horas. No podía contenerse. Los suspiros se hacían
más fuertes, cada vez más sonoros. Carmen iba a sospechar. Y los niños
despertarían de sus sueños invadidos por el temor. ¡Niños imbéciles!
En su vida no había ni un éxtasis. Se pasaban el tiempo jugando a cocinitas
y madelmanes. Menuda forma estúpida de perder la niñez... ¡Sin un solo
orgasmo!
Era
un jinete que montaba una yegua blanca. Aquella piel transparente, sin
arrugas, sin michelines, sin lunares. Margarita no era de este mundo,
pero sí era de él. La poseía y, al mismo tiempo, se dejaba poseer por
su fuerza arrolladora. No necesitaba trabajar, no precisaba comer...
A todas horas apretar sus carnes, abrazarla. Nada más. ¡Meterse en ella,
meterse en ella, meterse en ella!
Después,
qué cansancio, qué postración. Imposible levantarse de la cama. Luego,
la puerta que se abría y Carmen en el umbral. Margarita se había marchado
de nuevo. Y Carmen traía una tisana.
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