Sé
que puede resultar difícil de creer,
especialmente aquí, en el pueblo, pero todo empezó el día en que mi
Mariano me dijo que no se sentía bien, que últimamente se encontraba
raro.
—Mariano, tú llevas raro más de cuarenta años, así que sin ponerte hipocondríaco,
dime lo que te pasa.
—Pues que llevo unos días que noto como si me pasara algo por dentro,
como un malestar y, además, no paran de bailarme los pies.
—Mariano, ¡pero si tú no sabes bailar!
—No, mujer, me refiero a que me bailan los pies dentro de los zapatos,
como si me quedaran grandes.
La
verdad es que no le hice caso. Pensé que sería una de sus manías. Con
el tiempo que llevaba aguantándole ya estaba acostumbrada a sus cosas,
pero si alguna cosa tiene buena mi Mariano, es que es machacón. Por
eso, días después, volvía a la carga, diciéndome que la alianza le bailaba
en el dedo.
—Pues que suerte tienes, porque parece que a todos les pasa lo contrario,
que les aprieta en vez de bailarles —le dije irónica.
Él,
para probar lo que decía y diciéndome “mira”, extendió la mano hacia
el suelo y sorprendida vi como la alianza se deslizaba hacia abajo por
su dedo, caía, rebotaba en el suelo y rodaba hasta tropezar con uno
de mis pies.
—Mariano, a ti lo que te pasa es que no me comes, llegas a casa después
de guarrear en el bar y no me comes. Mañana mismo vamos al médico para
que te mande un complejo vitamínico que te abra el apetito.
Ni
el médico, ni el complejo vitamínico hicieron efecto. Mi Mariano seguía
perdiendo. Un día me preguntó si al limpiar, la chica había movido el
espejo del baño.
—No, ¿por qué?
—Porque antes me veía toda la cara y ahora no me veo la barbilla.
No
es que siguiera perdiendo peso. Estaba perdiendo tamaño. Se me estaba
viniendo a menos. Al principio bastó para que no se le notara con un
poco de imaginación. Le coloqué unas alzas en los zapatos y metí periódicos
para que no le quedaran grandes. Tres jerseys gruesos bastaron para
rellenar el hueco de la chaqueta que le quedaba enorme, y así fuimos
disimulando. Pero llegó un día en el que no había forma de disimular;
la gente se daba cuenta y, aunque no decían nada, le miraban, y mi Mariano
ya no quiso salir más a la calle.
La
cosa cada vez iba a más y, como suele pasar en el pueblo, siempre que
ocurre algo en alguna casa, las visitas se presentan casi todos los
días, así que me las tuve que arreglar para que no se le notara tanto.
Como
mi Mariano más o menos se me había quedado en la mitad, en un rincón
del comedor preparé un escenario a su medida. Una mesa camilla pequeña
a la que corté las patas, una silla baja para que no le colgaran los
pies, varios ceniceros que, por el tamaño, apenas se podían usar y una
lamparita de la mesilla de noche hicieron el decorado perfecto. Además,
coloqué bajo la lamparita un par de libros de piel roja de esos que
caben en la palma de la mano y le dije a mi Mariano que cuando vinieran
visitas hiciera como que leía y así, al ser sus manos del tamaño del
libro no se le verían tan pequeñas. La verdad es que, en aquel rincón,
mi Mariano parecía todo un hombre, pero en pequeño.
El
médico nos decía que era un caso único, que seguramente se debía a alguna
alteración genética, que la ciencia no podía hacer nada y que estaba
en manos de Dios.
En
las manos de Dios y en las mías, pensaba yo, porque habría que ver si
no fuera por mi qué hubiera sido de mi pobre Mariano. Si en vez de casarse
conmigo se casa con otra del pueblo, a saber qué habría sido de él en
esta situación. Todas tenían pocas luces y menos imaginación, pero claro,
eso lo pensaba para mí. Cómo iba a decírselo al médico, que además de
ser del pueblo, no parecía un lumbreras.
Afortunadamente
pasaron los meses y mi Mariano se estabilizó. Dejó de perder. Y de no
perder, pasó a ir recuperando tamaño poco a poco, hasta volver a estar
en su estado normal.
Sin
poder dar una explicación científica, el médico atribuyó la recuperación
a la ciencia y a la mano de Dios y claro, volvió a dejarme a mí fuera
del asunto. El caso es que mi Mariano recuperó la normalidad y nuestra
vida pareció volver de nuevo a ser la de antes; digo pareció porque,
aunque sé que también puede resultar difícil de creer, mi Mariano me
dijo una mañana:
—María, hace unos días que me encuentro raro.
—Mariano, no empieces otra vez, a ver ¿qué es lo que te pasa ahora?
—dije comenzando a ponerme de mal humor.
—Pues que llevo unos días que noto que me pasa algo por dentro, como
un malestar. Cada día me aprietan más los zapatos, el cuello de la camisa
me viene estrecho, la correa del reloj ya no me abrocha...
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