La buena compra / chicos / mala suerte
Maite Vázquez

 

Las confidencias de locutorio tienen un nombre: Teresa Luño 

María y Javier han comprado un coche, un viejo coche. 
—Vamos a estrenarlo —dice Javier poniéndose al volante camino de la autopista.

A medida que avanzan María elogia la buena compra que han hecho.
—Y mira la caja de cambios puesta ahí, en el salpicadero. De esas ya no se ven. Y la carrocería, tan nueva. No parece que tenga treinta años.

Javier hace la maniobra de entrada a la autopista algo nervioso por la poca velocidad que alcanza el automóvil. María sigue alabando las virtudes de la compra.
—¿Te has fijado en el parachoques? Ya no los hacen tan buenos como estos.
—Pero date cuenta que el coche no sobrepasa los 80 kilómetros por hora —puntualiza Javier, preocupado.
—Y qué más dará. Así se puede admirar el paisaje.

Javier conduce por la autopista como una tortuga por la arena. Tiene el rostro tenso. María sigue a lo suyo.
—Conque nos dure un año, es suficiente. Por lo que hemos pagado, ¡qué más queremos!
—Bueno... si dura.
—Claro que sí. Esto es un tanque

De pronto el interior del coche comienza a recalentarse. Por primera vez, Javier desconfía de las calidades de la compra, sobre todo al ver que María ha subido los pies al asiento. 
—Está ardiendo. ¡Qué horror! Bueno, en invierno no tendremos frío —agrega enérgica María.
—Esto no es normal —dice nervioso Javier
—Claro que sí. Lo que ocurre es que es muy antiguo.

A Javier le arden las piernas. Asustado decide salir de la autopista. Al tomar el carril de deceleración se percata que los frenos no le funcionan. María, sigue hablando, hablando, hasta que escucha a su lado una voz cargada de miedo.
—María... me fallan los frenos

Javier mira la carretera con el rostro desencajado. Luego mira la curva cerrada. Luego llega el golpe. Pero antes de que todo se apague, se le oye decir a María.—No te preocupes. Esto es un tanque.

Chicos

A Nieves, Andrés y Alicia. Gracias por vuestra confianza.

Un desguace de coches a las afueras. Entre la chatarra apilada, el esqueleto oxidado de un autobús sin ruedas, sin cristales en las ventanas y sin asientos. En su interior, a modo de mesa, un tablón de madera sobre unos ladrillos amontonados. A los lados, unas cajas de madera a la que se sientan, Luis el Gafotas y Paquito, su fiel amigo. Sobre la mesa, unas latas agujereadas de la que salen unos zumbidos diminutos. Y entre las latas, frente a la mirada de los chicos, los restos de un cadáver aplastado.

Luis:
—¿No habíamos acordado en matar de forma limpia?

Paquito:
—¡Pero qué dices, Luis!

Luis:
—Has roto las normas... así no se puede hacer las cosas. ¡Míralo! 

Paquito:
—Pero si ahí no hay nada.

Luis:
—¡Que no! A ver. Enséñame las manos, mocoso. Seguro que están llenas de sangre.

Paquito:
—Estás cegato. Tienes que irte a revisar la vista.

Luis: 
—Veo mejor que Guillermo Tell, entérate bien. A ver, enséñame las manos, maldito. Paquito, obediente, extiende la mano a su amigo. No hay restos de sangre. Luis convencido, asiente con la cabeza. Paquito aliviado, sonríe y se mira la palma de la mano. Él sí que puede ver el rastro de su crimen: El rastro diminuto de una delicada ala de mosquito.

Mala suerte

A José Luis Romanos, la esencia de la vida, el aprendizaje continuo. 

Lo tengo claro. No pasaré de los treinta años. A los treinta termino porque estoy cansada. Cansada de ir de un lado para otro miserablemente. Cansada de ser mujer. Cansada de ver cómo mis hermanas paren niñas en mitad del campo o en los establos o en cualquier sitio fuera de casa. Y es que en mi tierra parir niñas dentro de casa es traer mala suerte a la familia. Mi hermana la mayor trajo a mi sobrina en la cuneta de la carretera. Es una niña robusta, tan valiosa como un hombre. En cambio, mi hermana la pequeña, trajo un trozo de hielo de mala suerte sobre sus brazos. De eso ya hace mucho tiempo. Fue uno de esos días fríos, con el campo todo nevado. Fue un día de mala suerte para mi hermana la menor.

Yo también he parido fuera de casa. Lo hice en dos ocasiones, sola, al pie de la reguera. Mi marido no me acompañó. Tampoco insistí. No quería parir viendo la mirada de ese hombre dañado en su hombría por engendrar hembras. Quise ahorrarme, al menos en esos momentos, la mirada de ese extraño que observaba asustado mi vientre lleno de niñas.

Como era de esperar, mi marido huyó de su mala suerte. No le fui a buscar. No hacía falta. Con veintitrés años era todavía joven para encontrar otro.

Si yo hubiera tenido varones, lo juro por mis hijas, que no me hubiera casado de nuevo. Pero me casé. Necesitaba criar a mis hijas en una tierra donde parir niñas dentro de casa, trae mala suerte.

Ahora un año después me he vuelto a casar. Mi nuevo marido es un hombre bueno y de mundo. Por las noches me cuenta al oído cosas extrañas. Y no sé si creerle.
—Luisa —me dice—, ¿sabes que en la ciudad las mujeres paren niñas en casa de sus suegras?

Yo le sonrío con miedo. Tiene unas ideas tan raras. Creo que me he casado con un loco y temo que su locura se les pegue a mis hijas.
—Créeme, Luisa. Hoy lo he escuchado

Asiento con la cabeza, y sé que debo denunciarle por el bien de mis niñas. ¡Qué es eso de parir en casa de las suegras! ¡Nunca se ha visto eso! Nosotras nacemos en las montañas, en los ríos, en los bosques. Nunca en las casas. Así está escrito.

Trato de quitarme de la cabeza el denunciar a mi esposo porque entonces, ¿quién sostendrá a mi familia? Aquí en mi pueblo no se nos permite trabajar. Además, mi nuevo marido es bueno aunque con la cabeza llena de pájaros. Si lo meten en el pabellón de los desahuciados nunca saldrá. Nadie sale de allí.
—Luisa —me dice—, ¿sabes que en la ciudad hay mujeres que no se casan? Trabajan en las fábricas y no necesitan a nadie

Yo le digo que esas mujeres modernas se parecen a mi tía. Mi tía tiene treinta y un años y no se quiere casar, ninguno le parece bien. Mi tía pica demasiado alto, se cree una gran costurera. Si sigue soltera no sé que será de ella. Siempre fue muy rara, como mi nuevo marido, que tiene la cabeza loca y no sé si denunciarle.

 
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