Todas
las tardes Rosaura
se sentaba al borde del lago que rodeaba al castillo como una enorme
alfombra cristalina y azul que lo ocupaba todo. Le gustaba contemplar
el paso del sol sobre sus aguas, el balanceo de las gaviotas, los peces
que saltaban sólo por saludarla.
Cada
vez se adentraba más en los senderos que lo bordeaban. Solía llegar
hasta el embarcadero una o dos horas antes de la puesta de sol, y pasar
allí las horas muertas, espiando sus cambios de tonalidad, el movimiento
de la bruma deslizándose sobre las aguas, envolviendo las hayas y abedules
que susurraban en sus orillas.
Escuchaba
el alboroto de los pájaros al atardecer, cuando los incendios de grana
y oro se esparcían por el lago. Las bandadas de aves blancas que lo
poblaban y se elevaban de pronto ocupándolo todo por unos instantes
para perderse después en la lejanía.
El
cielo vivía en el lago. A veces no podía distinguir dónde empezaba uno
y dónde terminaba otro.
Rosaura
sólo regresaba al castillo cuando la noche comenzaba a poner sombras
inquietantes detrás de cada árbol.
Por
las noches seguía desde la ventana de su cuarto los caminos de plata
que abría la luna en las estrellas del lago.
Aquella
mañana Rosaura cumplía diecinueve años. Ella llevaba la cuenta, aunque
a nadie más pareciera importarle.
Sentada
en el banco de la cocina su mirada se perdía con preocupación en la
enorme crecida de las aguas que parecían tragarlo todo. Llovía sin parar
desde hacía meses. Las aguas se habían desbordado y anegaban los alrededores.
Hacía demasiado tiempo que apenas podía salir del castillo.
Su
madre y las criadas se afanaban en los preparativos de la comida, ajenas
a la melancolía de Rosaura. Pero ella no sabía si podría resistir otro
año más sin que pasara nada diferente. Sin que algo cambiara su vida
de verdad. Llovía como si jamás fuera a parar.
Sentía
a veces pasar el tiempo tan despacio que los años que se le antojaban
siglos. Su cuerpo había madurado. Decían que se había convertido en
una hermosa doncella. Eso no la consolaba.
Añoraba
los tiempos en que jugaba con Thomas, el hijo del encargado de las caballerizas,
en las terrazas del pajar, a las que accedían por una larga escalera
de mano. Hacían casas con los sacos de grano, los cubrían de paja, Hacían
cuevas con el heno, colchones olorosos y mullidos sobre los que brincaban,
y se dejaban caer... Hacía tiempo que aquellos juegos habían terminado.
Su madre dijo que ya no era ninguna niña para andar dando brincos y
retozando como si fuera una vulgar campesina...Tampoco podía ya asistir
con su padre a las reuniones de la sala de lanzas, a las ruidosas cenas
de los caballeros que entrechocaban sus copas de madera sonoramente,
mientras el vino rojo e intenso caía por sus manos mezclándose con la
grasa de los cabritos que se sucedían a lo largo de la mesa.
Aún,
a los postres, su padre le permitía entrar, aunque ya no podía sentarse
sobre sus rodillas como antes, sino permanecer unos instantes de pie
a su lado. Entonces su padre brindaba por ella alzando ostensiblemente
la copa, diciendo que no había doncella más hermosa en todo el condado,
ni en todo el reino. Y que algún día se la entregaría al mejor de sus
caballeros, al más fiel.
Era
entonces cuando Rosaura notaba un brillo oscuro en los ojos de Gallager,
que desde el otro lado de la mesa parecían querer entrar en ella y poseerla.
Entonces se sentía arder con un fuego oscuro y desconocido que la inquietaba
y la atraía al mismo tiempo.
Esa
tarde de su diecinueve cumpleaños fue cuando trajeron a Byron. Su belleza
la conmovió profundamente. Sus cabellos dorados le caían sobre los hombros.
Sus ojos eran azules y profundos como el lago. Por unos momentos se
dejó perder en ellos y se sintió cautivada, hechizada. Entonces su corazón
supo que su espera había terminado. Era él la promesa y el secreto que
tantas veces el lago, en murmullos, le había susurrado.
Las
manos de Byron se veían atadas a la espalda. Su cuello se veía rodeado
por una cuerda de la que tiraban como quien busca someter a un animal
dañino.
Pero
a ella no le pareció dañino. Le pareció el ser más bello del mundo.
Las facciones de su cara, las formas de su cuerpo le parecían nobles
y limpias. De él emanaba un poder indefinible y profundo que despertaba
en lo más hondo de su entraña un eco que la estremecía, que la arrasaba.
Dijeron
que escribía historias y poesías que incitaban a la rebelión y a la
traición. Que la ponzoña que vertían era mil veces peor que el veneno
de un cubil de serpientes. Y que al día siguiente sería condenado y
ajusticiado en la plaza del pueblo.
Sólo
por unos instantes permaneció Byron de pie ante ella. Sus ojos entraron
en ella con una mirada azul que la esparció y la disolvió como sólo
el lago podía hacerlo. Sintió su abrazo silencioso envolviéndola como
si no hubiera nada más en el mundo, como un canal que los anegaba y
hacía desaparecer todo lo demás, pues el mundo sólo era ellos.
Rosaura
sintió como su corazón se apretaba hasta casi detenerse cuando lo apartaron
de ella violentamente y lo vio desaparecer a empujones, rodeado por
la soldadesca, camino de las mazmorras. Sus ojos no podían dar crédito
a lo que estaban presenciando. Ni su corazón, ni su ser entero.
Mezclada
entre el barullo de criados y guardianes, los siguió escalera abajo
y contempló en silencio cómo le ataban al a aquel poste que emergía
de la parte más elevada de la enorme laja que cubría todo el suelo de
la mazmorra. El poste era recio, pero tan corto que le obligaba a permanecer
tumbado, sin poder esquivar los insultos y las patadas que le llovían.
Cada afrenta que él recibía, parecía recibirla ella en su cuerpo y en
su alma.
Había
caído la noche. Rosaura no paraba de temblar bajo los cobertores. No
podía apartar de su mente la imagen de Byron. Repasaba una y otra vez
esa mirada azul que la recibió como si fuera el lago derramándose sobre
ella, cubriéndola toda con un oleaje de caricias. Era él. Byron era
el anhelo de su corazón. Su anhelo ansiado y oculto. Podía imaginar,
sentir sus manos deslizándose sobre su cuerpo, recorriéndola toda. Desaparecer
en ellas.
Se
incorporó en el lecho. Se determinó a dejar sus sueños a un lado y se
convenció de que algo tenía que hacer y pronto. No dejaría que mataran
su sueño. No iba a permitir que se lo arrebataran ahora que lo había
encontrado. No, no lo haría. Apartó las ropas, se acercó a la ventana.
Había luna. El espejo de las aguas brillaba. Sonó el canto de una lechuza
a lo lejos.
Encendió
el candelabro de siete velas que reposaba en su mesilla. Se vistió en
silencio. Tomó su daga de oro y piedras preciosas de la bandeja de plata
del tocador y la escondió en su seno.
Con
el candelabro firmemente agarrado en su mano derecha y alumbrada por
su luz recorrió las estancias y descendió hasta la mazmorra. Sus ojos
buscaron a Byron. Dormía sobre la dura piedra lisa del suelo. Su cuello
ya no tenía la cuerda de entonces, sino que se veía rodeado por un cínculo
de hierro que lo unía al poste mediante una gruesa y corta cadena.
El
agua estaba subiendo, se filtraba por los gruesos muros del castillo
y estaba anegando el suelo de la mazmorra. Casi llegaba hasta donde
él yacía. Una punzada de dolor heló su sangre. Apenas podía soportar
verle así.
Se
acercó a él. Dejó la luz sobre el suelo. Se arrodilló a su lado y mirándolo
largamente se embelesó recorriendo su rostro con tiernas caricias. Byron
se despertó con la misma suavidad del lago lamiendo el castillo. No
dijo nada. No hacía falta. En los ojos de Rosaura leyó tanto amor que
se dejó envolver en él. La atrajo hacia sí, la estrechó entre sus brazos
con fuerza, hundiéndose el uno en el otro en un abrazo largo y profundo,
primitivo, como el corazón del lago. Como el susurro de hayas silbando,
bramando, con el viento. Como el estallido de las bandadas blancas elevándose.
Como el fuego rojo que incendiaba la noche y la entraña y los fundía
en unas aguas doradas que los esparcía sin comienzo ni fin...Al amanecer
del día siguiente los encontraron.
Sus
cuerpos yacían estrechamente abrazados, eternamente unidos, cubiertos
por las aguas del lago.
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