—La
comida está casi lista
—gritó Carmen desde la cocina—. Deberías ir poniendo la mesa.
Las noticias de las tres llegaban entrecortadas desde el cuarto de estar.
Retiró la cazuela del fuego, con la ayuda de un trapo de cocina quemado
en una esquina.
—Digo que deberías ir poniendo la mesa.
Colocó
la cazuela sobre una tabla de madera, en el único hueco que quedaba
entre el fregadero y la cocina y levantó la tapadera. Se le empañaron
las gafas con el vapor del guiso. Se quitó las gafas y se las limpió
con el borde del delantal. El olor de los restos del cordero del día
anterior le produjo una náusea. Miró hacia la puerta. El pasillo estaba
oscuro y del cuarto de estar sólo salían los destellos que venían de
la pantalla del televisor, acompañados por la voz del locutor. Se asomó
a la puerta. Los americanos habían vuelto a bombardear Irak, en un acto
de autodefensa, escuchó Carmen. Los zapatos de rejilla de Carlos, sobre
la mesita de cristal, recortaban la imagen de la pantalla.
—He puesto el cordero de ayer —dijo Carmen—, el pimiento y las patatas
le van muy bien, suavizan el sabor. Le añadí pimentón. Carlos, ¿me oyes?
¿Por qué no apagas la tele y vienes a poner la mesa?
Carmen
volvió a la cocina. Una gota de sudor le resbaló por la sien que se
limpió con el dorso de la mano. Miró a la pequeña ventana de aluminio
y vio unas sábanas blancas balanceándose.
—Parecen velas —dijo—. De un velero, claro.
—Mientras yo recojo, pon la mesa, Carlos —gritó—. Este hombre parece
sordo —dijo Carmen en voz baja.
Cogió
los guantes de goma. Se miró la manos hinchadas y con las uñas despintadas
y volvió a dejarlos donde estaban, en el mueble de debajo del fregadero,
donde guardaba el Vim y las bayetas. Abrió el grifo y el agua salió
con tanta fuerza que se le volvieron a ensuciar las gafas. Se las quitó
para limpiárselas con el borde del delantal.
—Hay que arreglar este grifo, Carlos. ¿Me oyes, Carlos? Llevo meses
diciéndote que hay que arreglar este grifo.
—En la televisión decían que volvía a subir la gasolina y Carmen sacudió
la cabeza.
—Deberías poner la mesa. Se va a enfriar la comida.
Empezó
por las tazas del desayuno. Los restos del café con leche se habían
secado y las dejó en remojo.
—Si ayudaras un poco —dijo Carmen. Oyó la sintonía del tiempo y se giró
hacia la puerta. El pasillo estaba oscuro, sólo se veían los parpadeos
de la luz de la pantalla que salían del cuarto de estar. La cabeza de
Carlos, grande y con el pelo ralo, sobresalía por el respaldo del sofá—.
Si al menos levantara las persianas —susurró Carmen—. La comida se quedará
fría.
Recogió
las mondas de las patatas y los restos de pimiento y los tiró al cubo
de la basura que estaba debajo de la ventana. Volvió a mirar las sábanas
que parecían velas de un velero y suspiró. Limpió las semillas del pimiento
que se habían adherido a la encimera y algunas resbalaron por el mueble
de formica hasta el suelo perdiéndose entre las vetas negras y grises
del terrazo.
—Luego barreré —dijo. Regresó al fregadero y restregó las tazas del
desayuno. Cuando apareció Carlos por la puerta de la cocina, dijo Carmen:
—Por fin. ¿Es que no me oías?
—Quería ver qué tiempo va a hacer mañana —dijo Carlos.—Pues ve poniendo
la mesa mientras termino de recoger. Se va a enfriar el guiso.
Carlos
abrió la nevera.
—No hay cerveza —dijo.
—Te bebiste la última ayer —respondió Carmen. Se retiró el pelo que
tenía pegado en la frente con el dorso de la mano y miró el resplandor
de las sábanas blancas.
—Ayer no había cerveza tampoco —dijo Carlos con la mirada fija en la
nevera abierta. Un mechón de pelo canoso le asomaba por el escote de
la camiseta ajustada.
—Te la bebiste ayer. Pon la mesa, que luego dices que se te hace tarde.
—Ayer fue ayer y no bebí cerveza —dijo Carlos y cerró la nevera—. Cuando
esté la comida me avisas —dijo Carlos saliendo de la cocina.
—La comida está, y el cordero frío no vale nada, sólo hay que poner
la mesa.
Carmen
se secó las manos en el delantal. Sacó el mantel del cajón de la mesa
de cocina y lo extendió. Tenía una mancha grande de aceite.
—Del cordero de ayer —dijo Carmen.
Cuando
terminó de poner la mesa, Carmen llamó a Carlos. Carlos apareció y se
sentó a la mesa. Carmen colocó la cacerola en el centro del mantel,
sobre la mancha de aceite. Levantó la tapa de la cazuela y el olor le
provocó una arcada que disimuló tapándose la boca con la mano libre.
Sirvió primero a Carlos y luego se sirvió ella. Se sentó. Desde su silla
se veían volando las sábanas blancas.
Pasajeros
de un tren
Roberto
Zambrano abrió la novela.
La volvió a cerrar y la dejó sobre el asiento. Miró el paisaje a través
del hollín que empañaba la ventanilla y se llevó una mano hacia el estómago.
Contrajo durante un breve instante los labios. Sacó del bolsillo de
la americana una pastilla y se la metió en la boca. Tomó de nuevo la
novela y comenzó a leer. Durante un tiempo pareció no interrumpirle
ni el silbido del tren ni los pasajeros que atravesaron el pasillo.
Ni siquiera levantó la vista cuando entró la mujer.
Al
cabo del rato, la mujer le pidió fuego y Roberto Zambrano la miró. Sin
dejar de mirarla, sacó del bolsillo una caja de cerillas, y le acercó
una encendida.
—¿Le molesta que fume? —dijo la mujer, levantándose el tul del sombrero
que le caía sobre los ojos—. Si quiere puede abrir la ventanilla.
Roberto
le dijo que no con la cabeza y abrió de nuevo la novela. La mujer apenas
respiraba entre el humo del cigarrillo. Miraba intermitentemente a la
ventanilla y a la puerta. Apagó el cigarro.
—¿Le importa que me siente a su lado? Prefiero ir en la dirección del
tren —dijo la mujer.
Roberto
asintió con la cabeza y le señaló el asiento contiguo. La mujer se levantó.
Los tacones le hicieron perder el equilibrio y Roberto se acercó para
sujetarla. Sus manos apenas le rozaron la espalda. La novela cayó al
suelo. Se sentaron y se miraron en silencio hasta que la mujer le preguntó:
—¿Sabe a qué hora llegaremos?
—Si no hay controles, sobre las doce.
La
mujer se agachó a recoger la novela y dejó asomar el comienzo de sus
senos. Roberto tardó en tomar la novela y en desviar la vista del pecho
de la mujer.
—Gracias —dijo con voz entrecortada.
—Parece interesante —dijo la mujer y cruzó las piernas.
—Sí, lo es —dijo Roberto acercándose a la mujer hasta rozar su brazo.
Ella, sin apartarse, le miró y sonrió. Su boca pintada de rojo dejó
entrever unos dientes blanquísimos.
El
tren dio un frenazo y Roberto agarró por los hombros a la mujer. Cuando
paró el tren Roberto mantenía abrazada a la mujer. La mujer se quitó
los guantes y llevó los dedos hacia los labios de Roberto. Los acarició
como si los estuviera dibujando. Roberto comenzó a besarle la punta
de los dedos. La mujer miró por la ventanilla y se sobresaltó. El andén
estaba infestado de militares y metralletas.
—Será un control rutinario —dijo Roberto.
—Ayúdame, por favor —dijo ella, abrazándose a él. El terror se había
apoderado de los ojos de la mujer, y Roberto le contestó que naturalmente,
desviando su mirada hacia el suelo.
Tres
soldados asaltaron el interior del compartimento. Sin mediar palabra,
levantaron con violencia a la mujer y, de un manotazo, hicieron volar
su sombrero por los aires.
—Es ésta —dijo uno que miraba alternativamente a la mujer y la fotografía
que llevaba en la mano.
—Voy con él —balbuceó ella.
Los
soldados miraron a Roberto.
—Es la primera vez que la veo —dijo Roberto.
Cuando
arrancó el tren, Roberto miró la imagen de la mujer encañonada. Despojada
de su tocado y de sus tacones de aguja, la mujer había perdido todo
el magnetismo anterior. Un hilillo de sangre le colgaba de la nariz.
La pintura de los labios le bajaba hasta la barbilla. Roberto se llevó
las dos manos al estómago. Una mueca le contrajo el rostro. Sacó otra
pastilla del bolsillo de la americana, la deshizo en su boca y retomó
la novela abandonada.
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